miércoles, 26 de septiembre de 2012

Ayer vi ganar a los argentinos



Por Roberto Arlt

Ustedes dirán que soy el globero más extraordinario que ha pisado El Mundo por lo que voy a decirles: ayer fue el primer partido de fútbol que vi en mi vida, es decir, en los veintinueve años de existencia que tengo, si no se cuentan como partidos de fútbol esos con pelota de mano que juegan los purretes y que todos, cuando menos, hemos ensayado con detrimento del calzado y de la ropa. Sí, el primer partido, de modo que no les extrañen las macanas que puedo decir.

Carnet de periodista

Una naranja podrida reventó en el cráneo de un lonyi; cuarenta mil pañuelos se agitaron en el aire, y Nolo Ferreira de una magnífica patada hizo el primer goal. Ni un equipo de ametralladoras puede hacer más ruido que esas ochenta mil manos que aplaudían el éxito argentino. Tanta gente aplaudía tras mis orejas, que el viento desalojado por las manos zumbaba en mis mejillas. Luego, el juego decreció de entusiasmo y empecé a tomar apuntes. Aquí van; para que se den cuenta cómo trabaja un cronista que no entiende ni medio de football (creo que así lo escriben los ingleses).

He aquí lo que vi. Un negro que vendía un paraguas abollado para librarse del sol. Un regimiento de chicos que vendían ladrillos, cajones, tablas, naranjas, manzanas, bebidas sin alcohol, diarios, retratos de los footbalistas, caramelos, etc., etc. Un jugador argentino dio una costalada, Cherro erró un goal; de pronto suenan aplausos y en la pista de "Las oficiales", más aplausos a granel. El "Torito de Mataderos", pasaba entre una barra de admiradores. Una voz grita tras mío: "Ese Evaristo está toda la tarde con la platea" (Y Evaristo fue el que hizo el segundo goal en combinación con Ferreira). Otra naranja podrida estalla en el cráneo del mismo lonyi. Cientos de cachadores miran y se ríen. Cherro yerra otro goal y un fulano que se esconde tras de los bigotes, se los retuerce al compás de malísimas palabras. Las gradas están negras de espectadores. Sobre estos cuarenta mil porteños, de continuo una mano misteriosa vuelca volantes que caen entre el aire y el sol con resplandores de hojas de plata. Se apelotonan jugadores uruguayos y argentinos en torno de un jugador estirado en el suelo. Fue una patada en la nuca. No hay vuelta; los deportes son saludables. Otra naranja podrida revienta en el cráneo del mismo lonyi. Ferreira gambetea que es un contento. No hay vuelta, es el mejor jugador del equipo, con Evaristo. ¡Ferreira solo!, gritan las tribunas, y otro: "Ahí lo tienen al juego científico".

Desde un techo

Al sur de la cancha de Son Lorenzo de Almagro, sobre Avenida la Plata, hay una fábrica con techo de dos aguas y varias claraboyas. Pues, de pronto, la gente empezó a mirar para aquel lado, y era que de las claraboyas, lo mismo que hormigas, brotaban mirones que en cuatro patas iban a instalarse en el caballete del tejado. Algo como de cinematógrafo. A todo esto el primer tiempo había terminado. Entonces, del alambrado que separa las populares de las plateas, vi despegarse al lonyi que recibía las naranjas podridas en el mate. Tenía el cogote chorreando de podredumbre, la jeta cansada de tanto estar colgado y se dejó caer en el portland del piso, con gran satisfacción de los propietarios de las naranjas. Ahora el suelo quedó convertido en campamento gitano. Comencé a caminar. Había una cosa que me llamó la atención y era el agua que continuamente caía de lo alto de las tribunas. Le pregunté a un espectador por qué hacían ese regalo, y el espectador me contestó que eran ciudadanos argentinos que dentro de la constitución hacían sus necesidades naturales desde las alturas. También vi una cosa formidable, y era un montón de purretes colgados de los fierros en la parte inferior de las tribunas, es decir, del lado donde únicamente se ven los pies de los espectadores. Todos estos chicos rivalizaban en agarrarle las piernas a una espectadora para ellos invisible.

Al margen del fútbol

Seguí caminando, pensando en los espectáculos que la suerte me había deparado ver por primera vez en mi vida, y vi un regimiento de mujercitas de aspecto poco edificante acompañadas de la barra de sus "maridos". Habían hecho rueda en asientos de diarios y tragaban salame de caballo y mortadela de burro. El ruidoso trabajo de masticación era acompañado de una continua repetición de tragos de un brebaje misterioso que tenían encerrado en un porrón. Luego tropecé con una brigada de forajidos que vendían ladrillos, no para tirárselos a los jugadores, parece que para éstos se reservaban las botellas. Los ladrillos eran para servir de pedestal a los espectadores petisos. Apareció un negro arramblando con una hoja de puerta, levantó una tribuna y comenzó a vocear; "veinte centavos el asiento". Varios padres de familia subieron al palco improvisado.

Avenida La Plata

Salí del field, pocos minutos antes que Evaristo hiciera el segundo goal. Todas las puertas de Avenida La Plata estaban embanderadas de magníficas pebetas. ¡La pucha si hay lindas muchachas en esta Avenida La Plata! De pronto resonó el estruendo de toda una muchedumbre de aplausos; desde lo alto de la tribuna un brazo como un semáforo hizo una señal misteriosa sobre el fondo celeste, y la voz rápidamente levantó un grito en la garganta de todas las pebetas: -Ganamos los argentinos: 2 a 0. Hacía mucho tiempo que los porteños no jugaban con trepidés. Los uruguayos dieron la impresión de desarrollar un juego más armónico que el de los argentinos, pero éstos aunque desordenadamente, trabajaron con lo único que da el éxito en la vida: el entusiasmo.



El rastro en los huesos

Por Leila Guerriero para Gatopardo

No es grande. Cuatro por cuatro apenas, y una ventana por la que entra una luz grumosa,
celeste. El techo es alto. Las paredes blancas, sin mucho esmero. El cuarto —un
departamento antiguo en pleno Once, un barrio popular y comercial de la ciudad de
Buenos Aires— es discreto: nadie llega aquí por equivocación. El piso de madera está
cubierto por diarios y, sobre los diarios, hay un suéter a rayas —roto—, un zapato
retorcido como una lengua negra —rígida—, algunas medias. Todo lo demás son huesos.
Tibias y fémures, vértebras y cráneos, pelvis, mandíbulas, los dientes, costillas en pedazos.
Son las cuatro de la tarde de un jueves de noviembre. Patricia Bernardi está parada en el
vano de la puerta. Tiene los ojos grandes, el pelo corto. Toma un fémur lacio y lo apoya
sobre su muslo.
− Los huesos de mujer son gráciles.
Y es verdad: los huesos de mujer son gráciles.
***
Entre 1976 y diciembre de 1983 la dictadura militar en la Argentina secuestró y ejecutó a
miles de personas que fueron enterradas como NN en cementerios y tumbas clandestinas.
En mayo de 1984, ya en democracia, convocados por Abuelas de Plaza de Mayo (una
agrupación de mujeres que busca a sus nietos, hijos de sus hijos desaparecidos durante la
dictadura) siete miembros de la Asociación Americana por el Avance de la Ciencia llegaron
al país. Entre ellos, un antropólogo forense —un especialista en la identificación de restos
óseos: alguien que puede leer allí los rastros de la vida y de la muerte— llamado Clyde
Snow. Nacido en 1928 en Texas, Snow tenía su prestigio: había identificado los restos de
Josef Mengele en Brasil. Por lo demás, bebía como un cosaco, fumaba habanos, usaba
sombrero texano, botas ídem y estaba habituado a vivir en un país donde los criminales
eran individuos que mataban a otros: no una máquina estatal que tragaba personas y
escupía sus huesos. En ese viaje —el primero de muchos— dio una conferencia sobre
ciencias forenses y desaparecidos en la ciudad de La Plata, capital de la provincia de
Buenos Aires, y la traductora, abrumada por la cantidad de términos técnicos, renunció en
la mitad. Entonces un hombre rubio, todo carisma, dijo «yo puedo: yo sé inglés». Y así fue
como Morris Tidball Binz, 26 años, estudiante de medicina y dueño de un inglés perfecto,
se cruzó en la vida de Clyde Snow.
Durante las semanas que siguieron Clyde Snow participó de algunas exhumaciones a
pedido de jueces y familiares de desaparecidos, siempre en compañía de su nuevo
traductor. En el mes de junio, cuando tuvo que exhumar siete cuerpos de un cementerio
del suburbio, decidió que iba a necesitar ayuda y envió una carta al Colegio de Graduados
en Antropología solicitando colaboración. Pero no tuvo respuesta. Y fue entonces cuando
Morris Tidball Binz dijo: «Yo tengo unos amigos».
Los amigos de Morris eran uno: se llamaba Douglas Cairns, estudiaba antropología en la
Universidad de Buenos Aires, y esparció el mensaje — “Hay un gringo que busca gente
para exhumar restos de desaparecidos” — entre sus compañeros de estudio.
−Yo estoy habituada a desenterrar guanacos, no personas— dijo Patricia Bernardi, 27
años, estudiante de antropología, huérfana de padres, empleada en la empresa de
transporte de su tío.
—A mí los cementerios no me gustan— puede haber dicho Luis Fondebrider, estudiante
de primer año de antropología, empleado de una empresa de fumigación de edificios.
—Yo nunca hice una exhumación— dijo Mercedes Doretti, estudiante avanzada de
antropología, fotógrafa y empleada de una biblioteca circulante.
Pero después pensaron que no perdían nada si iban a escuchar, y así fue como a las siete
de la tarde del 14 de junio de 1984, Patricia Bernardi, Mercedes Doretti, Luis Fondebrider
y Douglas Cairns se encontraron con Clyde Snow y Morris Tidball Binz en un hotel del
centro de Buenos Aires llamado Hotel Continental.
—Clyde nos pareció un tipo raro, pensábamos “Cómo toma este viejo, cómo fuma” —dice
Patricia Bernardi—. Nos invitó un trago, y cuando nos explicó lo que quería hacer creí que
se nos iba a ir el apetito. Pero después nos llevó a comer, y nosotros éramos estudiantes,
nunca habíamos ido a un restaurante elegante. Comimos como bestias. Pero teníamos
miedo. El país estaba muy inestable, y pensábamos “Si acá vuelve a pasar algo, este gringo
se va a su país, pero nosotros nos tenemos que quedar”.
Esa noche se despidieron de Clyde Snow con la promesa de pensar y darle una respuesta.
“Me sentí conmovido, pero no tenían experiencia —contaba Clyde Snow años después al
diario Página/12—. Les dije que el trabajo iba a ser sucio, deprimente y peligroso. Y que
además no había plata. Me dijeron que lo iban a discutir y que al día siguiente me iban a
dar una respuesta. Pensé que era una manera amable de decirme ‘chau, gringo’. Pero al
día siguiente estaban ahí”.
Al día siguiente estaban ahí.
—Decidimos que íbamos a probar con esa exhumación, y que después veíamos si
seguíamos con otras —dice Patricia Bernardi—. Nos encontramos temprano, en la puerta
del hotel, y nos llevaron al cementerio en los autos de la policía. Fue raro subirnos a esa
cosa. Y después nos íbamos a subir a esos autos tantas veces. Yo nunca había estado en un
enterratorio, pero con Clyde lo difícil pareció ser un poco más fácil. Él se tiraba con
nosotros en la fosa, se ensuciaba con nosotros, fumaba, comía dentro de la fosa. Fue un
buen maestro en momentos difíciles, porque una cosa es levantar huesos de guanaco o de
lobos marinos y otra el cráneo de una persona. Cuando empezaron a aparecer los restos,
la ropa se me enganchaba en el pincel, y yo preguntaba “¿Qué hago con la ropa?”. Y Clyde
me miraba y me decía “Seguí, seguí”. Ese día levantamos los restos, nos fuimos a la
morgue, y resultó que no eran los que buscábamos. Clyde se puso a discutir algo sobre la
trayectoria de un proyectil con el personal de la morgue. Nosotros no entendíamos nada.
Estaban los familiares ahí, y yo le dije al juez “Digalé que no son los restos, esta gente ya
pasó por mucho”. Cuando les dijo, el llanto de los familiares fue algo que... Salimos de ahí
a las tres de la mañana. Fue la exhumación más larga de mi vida.
Pero siguieron tantas. Entre 1984 y 1989 Clyde Snow pasó más de veinte meses en la
Argentina, y en cada uno de sus viajes los estudiantes lo acompañaron a hacer
exhumaciones, internándose de a poco en las aguas de esa profesión que no tenía —en el
país— antecedentes ni prestigio.
—Nadie entendía lo que hacíamos. ¿Sepultureros especializados, médicos forenses? —
dirá Mercedes Doretti desde Nueva York—. La academia nos miraba de reojo porque
decían que no era un trabajo científico.
Con poco más de veinte años, empleados mal pagos de empleos absurdos, estudiantes de
una carrera que no los preparaba para un destino que de todos modos no podían
sospechar, pasaban los fines de semana en cementerios de suburbio, cavando en la boca
todavía fresca de las tumbas jóvenes bajo la mirada de los familiares.
—La relación con los familiares de los desaparecidos la tuvimos desde el principio –dirá
Luis Fondebrider—. Teníamos la edad que tenían sus hijos en el momento de desaparecer
y nos tenían un cariño muy especial. Y estaba el hecho de que nosotros tocábamos a sus
muertos. Tocar los muertos crea una relación especial con la gente.
Como tenían miedo, iban siempre juntos. Y, como iban siempre juntos, empezaron a
llamarlos “el cardumen”. No hablaban con nadie acerca de lo que hacían y, para hablar de
lo que hacían, se reunían en casa de Patricia, de Mercedes.
—Todos soñábamos con huesos, esqueletos —dirá Luis Fondebrider— Nada demasiado
elaborado. Pero nos contábamos esas cosas entre nosotros.
—Todos teníamos pesadillas —dirá Mercedes Doretti—. Un día me desperté a los gritos,
soñando con una bala que salía de una pistola, y me desperté cuando la bala estaba por
impactarme en la cabeza. La sensación que tuve fue que me estaba muriendo y pensaba
“¿Cómo no me di cuenta de que esto venía, cómo no me di cuenta de que me estoy
muriendo inútilmente, cómo no me di cuenta de que no tenía que meterme acá?”.
En 1985 viajaron a la ciudad de Mar del Plata, a exhumar los restos de una desaparecida,
seguros como estaban de estar del lado de los buenos. Las Madres de Plaza de Mayo, la
agrupación de mujeres que busca a sus hijos desaparecidos, los estaban esperando.
—Querían frenar la exhumación —dirá Mercedes Doretti—. Decían que Snow era un
agente de la CIA y que el gobierno estaba tratando de tapar las cosas entregando bolsas
con huesos. Hubo insultos, fue duro. Ver que ellas, que eran nuestras heroínas, estaban en
contra fue muy fuerte. Finalmente exhumamos, y después nos fuimos a la playa. Nos
sentamos ahí, mirando el mar, compungidos.
Ese mismo año, Clyde Snow declaró en el Juicio a las Juntas —donde se juzgaba a los
militares que habían estado en el poder durante la dictadura—, y proyectó una diapositiva
de esa exhumación en Mar del Plata: una mujer joven llamada Liliana Pereyra, el cráneo
pleno de balas.
“Lo que estamos haciendo —decía Snow en Página/12— va a impedir a futuros
revisionistas negar lo que realmente pasó. Cada vez que recuperamos un esqueleto de
una persona joven con un orificio de bala en la nuca, se hace más difícil venir con
argumentos”.
El tiempo pasó, consiguieron financiación, alguna beca, y cuando quedó claro que quizás
podrían vivir de eso, algunos abandonaron sus empleos. En 1987 se inscribieron como
asociación civil sin fines de lucro bajo el nombre de Equipo Argentino de Antropología
Forense, con el objetivo de practicar “la antropología forense aplicada a los casos de
violencia de Estado, violación de derechos humanos, delitos de lesa humanidad”. Después
se unieron al grupo Darío Olmo, estudiante de arqueología, empleado municipal;
Alejandro Incháurregui, estudiante de antropología y vendedor de boletos en el
hipódromo; Carlos Somigliana (Maco), estudiante de antropología y derecho, ayudante de
los fiscales Moreno Ocampo y Strassera durante el Juicio a las Juntas; Silvana Turner,
estudiante de antropología social, y Anahí Ginarte, estudiante de antropología.
En 1988, cuando fueron convocados como peritos para excavar en el sector 134 del
cementerio de Avellaneda, un suburbio de Buenos Aires donde los militares habían
enterrado a cientos, pocos de ellos tenían más de 22.
La fosa de Avellaneda permaneció abierta dos años y sacaron de allí trecientos treinta y
seis cuerpos, casi todos con heridas de bala en el cráneo, muchos todavía sin identificar.
***
El Equipo Argentino de Antropología Forense tiene sus oficinas en dos departamentos
idénticos, primer y segundo piso de un edificio antiguo de estilo francés en el barrio de
Once. Alrededor, vendedores ambulantes, autos, buses, los peatones: la banda de sonido
de una ciudad en uno de sus puntos álgidos. El segundo piso no tiene nombre. El primer
piso sí, y se llama Laboratorio. Por lo demás, ambos tienen la misma cantidad de cuartos,
los mismos baños, cocina al fondo, y casi ninguna evidencia de vida privada. Los muebles
son nuevos y viejos, chicos y grandes, de maderas nobles y de fórmica. Hay un cuadro, un
póster del Metropolitan Museum, pero son cosas que llevan demasiado tiempo allí: cosas
que ya nadie ve. Hay pizarras, paneles de corcho con tarjetas de delivery y postales de
esqueletos bailando: las fiestas latinoamericanas de la muerte. En un alféizar hay dos
cactus pequeños y, en todas las paredes, una profusión de planos y de mapas. Algunos, no
todos, tienen marcas. Algunas de esas marcas, no todas, señalan los centros clandestinos
de detención: sitios de los que proviene el objeto que aquí se estudia.
La oficina donde trabaja Luis Fondebrider está en el segundo piso. Él, Mercedes Doretti y
Patricia Bernardi son los únicos que quedan del grupo original: Douglas Cairns sólo ayudó,
al principio, en un par de exhumaciones; Morris Tidball Binz marchó en 1990 a trabajar en
la Cruz Roja y vive en Ginebra desde entonces. A fines de los noventa se unieron otras
personas —Miguel Nievas, Sofía Egaña, Mercedes Salado— y, durante mucho tiempo, no
fueron más de doce. Pero a principios del nuevo siglo la posibilidad de aplicar la técnica de
ADN a los huesos obligó a muchas incorporaciones, y ahora son treinta y siete. En todos
estos años, el equipo intervino en más de treinta países, contratado por el Tribunal
Criminal Internacional para la ex Yugoslavia; la Oficina del Alto Comisionado para los
Derechos Humanos de las Naciones Unidas; las Comisiones de la Verdad de Filipinas, Perú,
El Salvador y Sudáfrica; las fiscalías de Etiopía, México, Colombia, Sudáfrica y Rumania; el
Comité Internacional de la Cruz Roja; la comisión presidencial para la búsqueda de los
restos del Che Guevara y la Comisión Bicomunal para los desaparecidos de Chipre.
—Todos los salarios que recibimos por esas misiones internacionales van a un fondo
común —dice Luis Fondebrider—. No les cobramos a los familiares por lo que hacemos.
Nos sostenemos con la financiación de unos veinte donantes privados europeos y
norteamericanos y de algunos gobiernos europeos. No tenemos apoyo de donantes
privados ni asociaciones civiles argentinas. Las asociaciones civiles apoyan eventos de Julio
Boca, pero no proyectos como este.
Ocultos, discretos, cada tanto la identificación de alguien —en 1989 la de Marcelo
Gelman, el hijo de Juan Gelman, el poeta argentino radicado en México; en 1997 la del
Che Guevara, en Bolivia; en 2005 la de Azucena Villaflor, la fundadora de Madres de Plaza
de mayo, desaparecida en 1977— los empuja a la primera plana de los diarios.
—Pero para nosotros —dice Luis Fondebrider— todos son personas. El Che o Juan Pérez.
Cuando fue lo del hijo de Gelman, fuimos Morris, Alejandro y yo a Nueva York, a recibir un
premio de una fundación, y lo fuimos a ver a Gelman que vivía allá para contarle que
habíamos identificado a su hijo. A mí me resultó una figura muy intimidante, serio, parco.
Nos quedamos a dormir en su casa. Él se quedó toda la noche despierto, leyendo el
expediente, y al otro día nos hizo millones de preguntas. Fue raro. Yo nunca me había
quedado a dormir en la casa de una persona a la que hubiera ido a darle una noticia así.
—¿Podrías imaginarte sin hacer este trabajo?
—Sí. No sé qué haría. Pero sí.
Todos dicen —dirán— lo mismo. Como si marcharan orgullosos hacia el único futuro
posible: la extinción.
***
En el piso inferior hay varios cuartos con mesas largas y angostas cubiertas por papel
verde. En la oficina donde suele trabajar Sofía Egaña cuando está en Buenos Aires —36
años, llegada al equipo en 1999 cuando le propusieron una misión en Timor Oriental y ella
dijo sí y se marchó dos años a una isla sin luz ni agua donde el ejército indonesio, en 1991,
había matado a docientos mil— hay un escritorio, una computadora.
Click y una foto se abre: un cráneo. Otro click: el cráneo y su orificio.
—Entró directo: una ejecución así, tuc, de atrás. ¿Tenemos dientes? ¿Cómo lucen los
dientes?
En dos días más, Sofía Egaña estará en Ciudad Juárez, donde el equipo trabaja en la
identificación de cuerpos de mujeres no identificadas o de identificación dudosa y, hasta
entonces, debe resolver algunas cuestiones urgentes: tratar de vender la casa donde vive,
quizás pedir un préstamo bancario, quizás mudarse. En un panel de corcho, a sus
espaldas, hay una mariposa dibujada y una frase que dice Sofi te quiero con caligrafía de
sobrina infantil. Hay, también, una foto tomada durante su estadía en Timor:
—Esos son mis caseros. Ellos me alquilaban la casa donde vivíamos. Cada tanto me
llaman, para saber cómo estoy. Como yo no tengo teléfono estable, tienen que llamar a
casa de mis padres. Hace más de once años que estoy viajando. No tengo placard. Tengo
dos maletas. Pero cuando se junta el hueso con la historia, todo cobra sentido. Delante de
los familiares soy la médica, el doctor. A llorar, me voy atrás de los árboles. No te podés
poner a llorar.
—¿Y con el tiempo uno no se acostumbra?
—No. Con el tiempo es peor.
Al final de un pasillo hay un cuarto oscuro, fresco, las paredes cubiertas por estantes que
trepan hasta el techo y, en los estantes, cajas de cartón de tamaño discreto con la leyenda
Frutas y Hortalizas.
—Cada caja es una persona. Ahí guardamos los huesos. Todas están etiquetadas con el
nombre del cementerio, el número de lote.
Al frente, en dos o tres habitaciones luminosas, cinco mujeres jóvenes se inclinan sobre las
mesas cubiertas con papel. Sobre las mesas hay —claro— esqueletos.
***
El escritorio de Silvana Turner, en el piso superior, está rodeado de cajas que dicen
Kosovo, Togo, Sudáfrica, Timor, Paraguay: la ruta de las mejores masacres del siglo que
pasó. Silvana Turner lleva el pelo corto, el rostro limpio. Llegó al equipo en 1989.
—Si el familiar no tiene deseos de recuperar lo restos, no intervenimos. Nunca hacemos
algo que un familiar no quiera. Pero aún cuando es doloroso recibir la noticia de una
identificación, también es reparador. En otros ámbitos esto suele hacerse como un trabajo
más técnico. Es impensable que la persona que estudia los restos haya hecho la entrevista
con el familiar, haya ido a campo a recuperar los restos, y se encargue de hacer la
devolución. Nosotros hemos hecho eso siempre.
En todos estos años lograron trecientas identificaciones con restitución de restos y —
cruzando datos, rastreando documentación— pudieron conocer y notificar el destino de
trecientas personas más cuyos restos nunca fueron encontrados.
—Si yo tuviera que definir un sentimiento con respecto al trabajo es frustración. Uno
quisiera dar respuestas más rápido.
A metros de aquí hay otro cuarto donde las cajas llevan el nombre de cementerios
argentinos: La Plata, San Martín, Ezpeleta, Lomas de Zamora, Ezeiza.
La tarea fue amplia. La obra puede ser interminable.
***
Llueve, pero adentro es seco, tibio. Es martes, pero es igual.
En una de las oficinas del laboratorio habrá, durante días, un ataúd pequeño. Lo llaman
urna. En urnas como esa devuelven los huesos a sus dueños.
—¿Ves? —dice una mujer con rostro de camafeo, una belleza oval—. Esto, la parte
interna, se llama hueso esponjoso. Y hueso cortical es la externa.
Bajo sus dedos, el esqueleto parece una extraña criatura de mar, al aire sus zonas
esponjosas
—Esto es un pedacito de cráneo. En el cráneo, el hueso esponjoso se llama diploe.
Cuando termine de reconstruir —de numerar sus partes, sus lesiones, de extender lo que
queda de él sobre la mesa— el esqueleto volverá a su caja, y esa pequeña paciencia de
mujer oval terminará, años después —si hay suerte— con un nombre, un ataúd del
tamaño de un fémur y una familia llorando por segunda vez: quizás por última.
En el vidrio de una de las ventanas que da a la calle hay un papel pegado: la cuadrícula de
una fosa y el dibujo de 16 esqueletos. Al pie de cada uno hay anotaciones: cinco postas
más tapón de Itaka, desdentado en maxilar superior, cinco proyectiles. Ninguno tiene
nombre, pero sí edad —30 en promedio— y sexo: casi todos hombres. Desde la calle,
cualquiera que mire hacia arriba puede ver ese papel pegado a la ventana. Pero lo que se
vería desde allí es una hoja en blanco. Y, de todos modos, nadie mira.
***
Una puerta se abre como un suspiro, se cierra como una pluma. Mercedes Salado deja
una caja liviana –que reza Frutas y Hortalizas sobre un escritorio. Después dice buendía y
enciende el primero de la hora. Es española, bióloga, trabajó en Guatemala desde 1995,
forma parte del equipo desde 1997 y durante mucho tiempo sus padres, dos jubilados que
viven en Madrid, creyeron que el oficio de la hija no era un oficio honesto.
—Un día me llaman y me preguntan: “Oye, Mercedes, lo que tú haces... ¿es legal?”. Claro,
cuando yo empecé con esto no se sabía muy bien qué cosa era Latinoamérica, y meterse
en las montañas a sacar restos de guatemaltecos... Mis padres tendrían miedo de que los
llamaran diciendo «Su hija está presa porque se ha robado a uno». Ahora en Madrid los
vecinos me saludan, como “uau, es legal”. Lo que me sorprende del equipo es la
coherencia. Se mantiene con proyectos, pero también hay un fondo común. Cada uno que
sale de misión internacional pone ese salario en el fondo común. Y es un sistema
comunista que funciona. Se hace porque se cree en lo que se hace. Nadie hubiera estado
veinte años cobrando lo que se cobra si esto no le gusta. Pero este trabajo tiene una cosa
que parece como muy romántica, como muy manida. Y es que esto no es un trabajo, sino
una forma de vida. Está por encima de tu familia, de tu pareja, por encima de tu
perspectiva de tener hijos. Nos hemos olvidado de cumpleaños, de aniversarios de boda,
pero no nos hemos olvidado de una cita con un familiar. Y en el fondo es tan pequeño.
¿Qué haces? Encuentras la identidad de una persona. Es la respuesta que la familia
necesitaba desde hace tanto tiempo... y ya. Y eso es todo. Pero cuando le ves el rostro a la
gente, vale la pena. Es una dignificación del muerto, pero también del vivo.
Después, con una sonrisa suave, dirá que tiene un trauma: que no puede meter cráneos
dentro de bolsas de plástico, y cerrarlas.
—Me da angustia. Es estúpido, pero siento que se ahogan.
***
Es viernes. Pero es igual.
Mujeres jóvenes, vestidas con diversas formas de la informalidad urbana —piercings,
pantalones enormes, camisetas superpuestas— se afanan sobre las mesas del laboratorio.
Semana a semana, como si una marea caprichosa interminable los llevara hasta ahí —más
y menos enteros, más y menos lustrosos— los esqueletos cambian.
—Están mezclados. Ya tengo cinco mandíbulas, cinco individuos por lo menos –dice
Gabriela, mientras pega dos fragmentos de hueso.
Son horas de eso: mirar y pegar, y después todavía rastrear lesiones compatibles con
golpes o balas, y después aplicar la burocracia: tomar nota de todo en fichas infinitas.
Mariana Selva —los ojos claros, las uñas cortas, rojas— prepara unos restos para llevar a
rayos: un cráneo, la mandíbula.
—A veces ves los huesos de un chico de veinte años con nueve balazos en la cabeza y
decís ay, dios, pobre chico, qué saña. Pero no podés estar llorando, ni pensando en cómo
fueron todas esas muertes, porque no podrías trabajar.
Analía González Simonett lleva un aro en la nariz, casi siempre vincha. Es, con Mariana,
una de las últimas en llegar al equipo.
—A mí lo que me sigue pareciendo tremendo es la ropa. Abrir una fosa y ver que está con
vestimenta. Y las restituciones de los restos a los familiares. Acá una vez hubo una
restitución a una madre. Ella tenía dos hijos desaparecidos, y los dos fueron identificados
por el equipo. La llevamos donde estaban los restos. Antes de ponerlos en una urna los
extendemos, en una mesa como esas. “Josecito”, decía, y tocaba los huesos. “Ay, Josecito,
a él le gusta...”. La forma de tocar el hueso era tan empática. Y de repente dice “¿Le puedo
dar un beso en la frente?”.
El 6 de enero de 1990 los restos de Marcelo Gelman fueron velados en público. Pero antes
su madre, Berta Schubaroff, quiso despedirse a solas. A puertas cerradas, en las oficinas
del equipo, trece años después de haberlo visto por última vez, al fruto de su vientre lo
besó en los huesos.
***
En el escritorio de Miguel Nievas hay un cráneo de plástico que es cenicero, un
dactilograma, un esquema de ADN nuclear, una biblioteca, libros, mapas. Es un cuarto
interno, con una sola ventana y poca luz. Miguel Nievas tiene apenas más de treinta. Vivía
en Rosario, una ciudad del interior, y entró al equipo a fines de los años noventa.
—Yo trabajaba en la morgue de Rosario, estaba estudiando unos restos óseos y
necesitaba ayuda. Llamé por teléfono. Me atendió Patricia, me preguntó si podía viajar
con los huesos a Buenos Aires. Y vine. Seguí colaborando en algunas cosas desde allá y
después, en el 2000, me preguntaron si podía ir a Kosovo. Yo dije que sí, pero la verdad es
que no sabía dónde iba. Cuando el avión aterrizó en Macedonia, y vi tanques, soldados,
pensé “Dónde carajo me metí”. No hablaba una palabra de inglés y en la morgue
hacíamos treinta o cuarenta autopsias todos los días. Nos habían dado un curso
obligatorio de explosivos, pero yo no hablaba inglés y lo único que entendí fue don’t
touch. Cuando volví me quedé trabajando acá. Me enganché con el trabajo en la
Argentina. Cuando empezás a investigar un caso terminás conociendo a la persona como
si fuera un amigo tuyo. Necesitás poner distancia, porque todo el día relacionado con
esto, te termina brotando. Cada uno tiene su forma de brotarse.
—¿Y la tuya es...?
—La soriasis. Y hace años que no recuerdo un sueño.
***
Patricia Bernardi dice que tiene deformaciones profesionales. La más notoria: le mira los
dientes a las personas.
—No me doy cuenta. Hablo y les miro la dentadura. Porque nosotros siempre andamos
buscando cosas en los dientes. Y el otro día vino el contador con una radiografía, y le dije
“Che, por qué no dejás alguna acá, por las dudas”.
Se ríe. Pero siempre se ríe.
—Yo nunca pude aguantar a los muertos. Les tengo pánico. A mí me hacés cortar un
cadáver fresco y me muero. Pero con los huesos no me pasa nada. Los huesos están secos.
Son hermosos. Me siento cómoda tocándolos. Me siento afín a los huesos.
Pasa las páginas de un álbum de fotos.
—Este es el sector 134, en Avellaneda.
Un terreno repleto de maleza. Después, la tierra cruda. Después abierta. Después los
huesos. Y un edificio viscoso con paredes cubiertas de azulejos.
—Esa es la morgue donde trabajaban ellos.
Ellos.
—Habían hecho un portón que daba a la calle, para poder entrar los cuerpos directamente
desde ahí. En la puerta de la morgue había un cartel que decía “No cague adentro”.
Cuando empezamos a trabajar no lo hicimos público. Nos daba miedo. Teníamos un
policía de seguridad de la misma comisaría que antes tenía la llave para meter cuerpos en
esa fosa.
En un rato tocarán el timbre y Patricia bajará las escaleras con una urna pequeña. Allí, en
esa urna, llevará los restos de María Teresa Cerviño, que en mayo de 1976 apareció
colgada de un puente con un cartel, una inscripción —Yo fui montonera—, la cabeza
cubierta por una bolsa, los ojos y la boca tapados con cinta adhesiva. Todas las pistas
indicaban que había terminado en la fosa común de Avellaneda. Su madre nombró al
equipo como perito en la causa judicial que inició en 1988 buscando los restos de su hija.
Durante todos estos años, Patricia supo que María Teresa Cerviño estaba ahí, era alguno
de todos esos huesos.
—Yo decía “Sé que está, pero dónde, cuál será”. Y el año pasado, diecinueve años
después, apareció.
Hay sitios así. Sitios donde todas las cosechas son tardías.
***
Cuando Darío Olmo llegó al equipo, invitado por Patricia Bernardi en 1985, era un
estudiante de antropología de 28 años, agonizando en manos de un empleo que lo
frustraba: recibir expedientes en la mesa de entrada de una dependencia de gobierno.
—Me cayó muy bien el viejo, Snow. Yo no entendía una palabra de inglés, pero nos
entendíamos en el idioma universal de los vasos. Este trabajo me salvó. Yo tomaba
bastante, trabajaba caratulando expedientes, no era un buen alumno en la facultad. Esto
era lo opuesto a la rutina. Un trabajo entre amigos, y enseguida creamos una relación
rara, inusual. Cuando la compañera de uno de nosotros estuvo enferma, Patricia tenía el
dinero de un departamento que había vendido y le llevó toda la plata. «Hacé lo que
necesites», le dijo. Esta gente es la que yo más conozco y la que más me conoce. Para bien
y para mal. A mí el trabajo este no me daña. Al contrario. Esto es lo más interesante que
me pasó en la vida. ¿Qué posibilidades tiene un estudiante de arqueología como yo de
conocer el Congo más que con un trabajo demencial como este? La gente se horroriza.
Vos le decís que viajás a ver fosas comunes y morgues y cementerios, y a la gente la
parece horroroso. Pero a mí me resultaría difícil sentarme en un kiosco de dos metros
cuadrados y esperar que me vengan a comprar caramelos. La verdad es que la única parte
mala del laburo son los periodistas. Un periodista es una persona que llega al tema y tiene
que hacer una especie de curso intensivo, hacer su nota, y es difícil que capte esta
complejidad. Me gustaría que, simplemente, no les interese.
***
Son las siete de la tarde de un viernes y en un aula de la Facultad de Medicina de la
Universidad de Buenos Aires, Sofía Egaña y Mariana Selva dan una clase sobre huesos en
general, lesiones en particular, a un grupo pequeño de estudiantes
—El hueso fresco tiene contenido de humedad y reacciona distinto a la fractura que el
hueso seco. El hueso se mantiene fresco aún después de la muerte. Entonces el
diagnóstico se hace según la forma de la fractura, la coloración –dice Mariana Selva
mientras proyecta imágenes de huesos rotos y secos, rotos y húmedos, rotos y blancos.
—Los rastros de la vida se ven en los huesos —dirá después, sobre un esqueleto
extendido, Sofía Egaña—. ¿Ven los picos de artrosis? ¿Cómo verían a esta mandíbula?
Tóquenla, agárrenla. ¿Qué les puede decir esta dentición?
Cuando el equipo se formó, la antropología forense no existía como disciplina en el país.
Ellos aprendieron en los cementerios, desenterrando personas de su edad —vomitando al
descubrir que tenían sus mismas zapatillas—, leyendo el rastro verde de la pólvora en la
cara interna de los cráneos. Y después, todavía, se enseñaron entre ellos. Ahora son
generosos: aquí comparten el conocimiento. Esparcen lo que les sembraron.
***
El día es gris. Patricia Bernardi toma el teléfono, marca un número, alguien atiende.
—Sí, buenas tardes, estoy buscando a la señora X.
–...
—Ah, buenas tardes, señora, habla Patricia Bernardi, del Equipo Argentino de
Antropología Forense. No sé si sabe a qué se dedica esta institución.
—...
—Bueno, muchas gracias, adiós.
El tono de Patricia es dulce y no hay fastidio cuando cuelga: cuando no la quieren atender.
En 2007, cuando se cumplieron años de la muerte del Che, los medios sacaron sus
máquinas de hacer efemérides y todas apuntaron a los miembros del equipo que,
convocados por el gobierno cubano, habían estado allí.
—A veces me siento obligada a decir que fue un orgullo haber participado en esa
exhumación, pero era todo muy tenso. Nosotros estuvimos cinco meses, nos retiramos, y
volvimos cuando los cubanos encontraron la fosa del Che, en julio de 1997. Me llamaron a
mí, era un sábado. No me acuerdo si llamó el cónsul o el embajador de Cuba, y me dijo
“Encontraron unos huesos”. Cuando llegamos ya había dos o tres peleándose por ver
quién sacaba la foto. A mí lo que sí me marcó un antes y un después fue El Petén, en
Guatemala. Ahí en 1982 un pelotón del ejército ejecutó a cientos de pobladores. Nosotros
sacamos ciento sesenta y dos cuerpos. En su mayoría chicos menores de doce años. Y no
tenían heridas de bala porque para ahorrar proyectiles les daban la cabeza contra el borde
del pozo y los arrojaban. Llega un momento que te acostumbrás a los huesitos chiquitos,
porque son muy lindos, hermosos, perfectos. Pero lo que te traía a la realidad era lo
asociado.
Lo asociado.
—Los juguetes.
En el edificio contiguo hay un instituto de peluquería y depilación. Desde las ventanas se
pueden ver, todos los días, señoras cubiertas por mantelitos de plástico y pelos envueltos
en cáscaras de nylon como merengues flojos. Pero da igual: aquí nadie las mira.
***
En la oficina de Carlos Somigliana —Maco— hay profusión de papeles, dibujos de niños,
pilas de cosas que buscan su lugar como en un camarote chico. Desde que entró en el
equipo, en 1987, se dedicó a atar cabos y a enseñar a los demás a hacer lo mismo:
entrevistar familiares, buscar testimonios, cruzar información.
—Mientras el Estado llevaba adelante una campaña de represión clandestina, seguía
registrando cosas con su aparato burocrático. Es como una rueda grande y una rueda
pequeña. Vos podés conocer lo que pasa en la primera por lo que pasa en la segunda.
Ahora hay una urgencia con respecto al trabajo que no aparecía tan fuerte cuando éramos
más jóvenes, y que tiene que ver con la sobrevida de la gente a la que le vamos a contar la
noticia de la identificación. Llegás a una familia para contar que identificaste al familiar y
te dicen “Ah, mi padre se murió hace un año”. Y cuando te empieza a pasar seguido decís
“me tengo que apurar”.
—¿Podrías dejar de hacer este trabajo?
—Sí. Yo quiero terminar este trabajo. Para mí es importante creer que puedo prescindir.
Este trabajo ha sido muy injusto en términos de otras vidas posibles para muchos de
nosotros.
—¿Y afectó tu vida privada?
—Sí.
—¿De qué forma?
—Ninguna que se pueda publicar.
—Entonces tiene partes malas.
—Por supuesto que tiene partes malas. Cuando vos sos el familiar de un desaparecido,
tuviste que aceptar la desaparición, la aceptaste, estuviste treinta años con eso. Te
acostumbraste. De golpe viene alguien y te dice no, mire, eso no fue como usted pensaba,
y además encontramos los restos de su hijo, su hija. Es una buena noticia. Pero te hace
mierda. Es como una operación, es para algo bueno. Pero te lastima. Cuando vos te das
cuenta que la lastimadura es muy fuerte, hasta qué punto no estás haciendo cagada al
remover esas cosas. Pero no hay nada bueno sin malo. Lo cual te lleva a la otra posibilidad
mucho más perturbadora: no hay nada malo sin bueno.
En alguna parte una mujer dice «Mi hermano desapareció el cinco del diez del setenta y
ocho» y entonces alguien, discretamente, cierra una puerta.
***
—Mi nombre es Margarita Pinto y soy hermana de María Angélica y de Reinaldo Miguel
Pinto Rubio, los dos son chilenos, militantes de Montoneros. Desaparecieron en 1977. Mi
hermana tenía 21 años. Mi hermano, 23.
Margarita Pinto dice eso en el espacio para fumadores de la confitería La Perla, del Once,
a cuatro cuadras de las oficinas del equipo. Después dice que los restos de su hermana
fueron identificados por los antropólogos en 2006.
—El dolor de tener un familiar desaparecido es como una espinita que te toca el corazón,
pero te acostumbrás. Y cuando me dijeron que habían encontrado los restos, yo estuve
con una depresión grande. No quise ir a verlos. Fui nada más al homenaje que le hicimos
en el cementerio. Esto es como una segunda pérdida, pero después es un alivio. Los
antropólogos hablan de mi hermana como si la hubiesen conocido. Y yo la busqué tanto.
Cuando desapareció yo era chica, y empecé a visitar a los padres de algunos compañeros
de ella. Una vez fui a ver a un matrimonio grande. En un momento, la señora se levantó y
se fue y el hombre me dijo que disculpara, que la señora estaba muy mal. Que todos los
días se levantaba muy temprano para desarmar la cama de su hijo. Y yo ahí, preguntando
por mi hermana. Uno a veces hace daño sin darse cuenta.
El cielo gris. Brilla en sus ojos.
***
El 26 de septiembre de 2007, Mercedes Doretti recibió una beca de la fundación
MacArthur dotada de quinientos mil dólares y, como hacen e hicieron siempre con las
becas, los premios y los sueldos de las misiones internacionales, donó el dinero al fondo
común con que el equipo se financia.
—La beca es personal —dice Mercedes Doretti— pero yo no trabajo sola.
Ella fue la primera mujer miembro del equipo en ser madre, un año atrás. La segunda fue
Anahí Ginarte, que vive en la ciudad de Córdoba desde 2003, cuando viajó allí para
trabajar en la fosa común del cementerio de San Vicente, un círculo de infierno con
cientos de cadáveres, y conoció al hombre que les alquilaba la pala mecánica para
remover la tierra, se enamoró, tuvo una hija.
—Es mucha adrenalina, muy romántico, pero también es ver la vida de los otros y no tener
una vida propia —dice Anahí Ginarte—. Yo estuve un año sin pasar un mes entero en
Buenos Aires. Tenía un departamento donde no había nada, ni una planta, cerraba con
llave y me iba. Pero decidí parar.
Salvo ellas dos —Mercedes, Anahí— ninguna de las mujeres que llevan años en el equipo
tiene hijos.
***
A mediados de 2007, el equipo, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el
Ministerio de Salud firmaron un convenio para crear un banco de datos genéticos de
familiares de desaparecidos a través de una campaña que solicita una muestra de sangre
para cotejar el ADN con el de seicientos restos que todavía no han podido ser
identificados. El proyecto se llama Iniciativa Latinoamericana para la Identificación de
Personas Desaparecidas, y hace días que aquí no se habla de otra cosa: de la iniciativa que
se iniciará.
Esta mañana, Mercedes Salado y Sofía Egaña revolotean alrededor de un hombre
encargado de instalar la impresora de códigos de barras de la que saldrán miles de
etiquetas que identificarán la sangre de los familiares.
—A ver, vamos a probar –dice el hombre.
Aprieta un comando y la pequeña impresora se estremece, tiembla como un hámster y
escupe uno, dos, diez, veinte códigos de barras.
—Es muy emocionante —dice Mercedes—. Llevamos años esperando esto.
En las semanas que siguen todos se dedican a una tarea cándida: ensobran formularios
para enviar a los cuatro rincones del país. Un día, ya de noche, Mercedes Salado, descalza,
sentada en el piso junto a una caja repleta de sobres que dicen Tu sangre puede ayudar a
identificarlo, fuma y conversa con Patricia Bernardi.
—Si logran identificar a todos, se van a quedar sin trabajo.
—Ojalá.
Una radio vieja esparce la canción “I will survive”.
***
Miércoles. Nueve y media de la mañana. Desde una de las oficinas del primer piso llegan
ráfagas de conversación:
—El hermano de ella está desaparecido.
—No puede haber un estudiante de medicina de 60 años. ¿Por qué no volvemos a mirar la
información?
—Ese Citroën rojo... alguien dijo algo de ese Citröen rojo.
Ines Sánchez, Maia Prync y Pablo Gallo trabajan haciendo investigación preliminar: a
través de fuentes escritas, orales, diarios, generan hipótesis de identidad para los huesos.
Inés Sánchez, apenas más de veinte, es hija de desaparecidos.
—Yo llegué al equipo hace dos años, más o menos. Nuestra tarea es hacer hipótesis de
identidad sobre un conjunto de personas en base a exhumaciones que ya se hicieron. Para
eso vemos qué centro clandestino utilizaba un determinado cementerio, en qué fechas
hubo traslados.
Selva Varela tiene porte de bailarina, pelo largo, ojos claros, gafas. Está inclinada sobre
una de las mesas. En el hueco de la mano, apretado contra el pecho, abraza un cráneo
como quien acuna. Tiene treinta años y está en el equipo desde 2003. Sus padres fueron
secuestrados por los militares y ella adoptada por compañeros de militancia que, a su vez,
fueron secuestrados en 1980. Se crió con vecinos, abuela, una tía, y en 1997 llegó al
equipo buscando a sus padres.
—Después estudié medicina, antropología, y cuando me dijeron que acá faltaba gente,
vine y quedé. Pero no estoy acá buscando a mis viejos. Pienso en los familiares de las
víctimas, pienso que está bueno que la sociedad sepa lo que pasó.
En un rato habrá clima de euforia y desconcierto: un cráneo al que creían un error no
resultó lo que pensaban: un intruso. La buena noticia —la mala noticia— es que es el
cráneo de un desaparecido. Lo levantan, lo miran como a una fruta mágica, magnífica.
—¿Y si es el padre de...?
Es una buena tarde. Por tanto. Por tan poco.
***
Diez de la mañana: el cielo sin una nube.
El cementerio de La Plata se prodiga en bóvedas, después en lápidas, después en cruces. Y
allí, entre esas cruces, hay dos tumbas abiertas y el rayo negro del pelo de Inés Sánchez. El
sol chorrea sobre su espalda que se dobla. Alrededor, pilas de tierra, baldes, palas: cosas
con las que juegan los niños.
—Vamos bien. Encontramos los restos de las tres mujeres que veníamos a buscar —dice
Inés.
Limpia con un pincel el fondo, los pies abiertos para no pisar los huesos: un cráneo, las
costillas.
Al otro lado de un muro de bóvedas, en una zona de sombras frescas, Patricia Bernardi,
tres sepultureros, un hombre y dos mujeres rodean a Maco que —bermudas, sandalias—
saca tierra a paladas de una fosa. Los sepultureros se mofan: dicen que no debe cavarse
con sandalias, que va a perder un dedo. Él sonríe, suda. Cuando bajo la pala aparece un
trapo gris —la ropa— Maco se retira y Patricia se sumerge. Cerca, entre los árboles, una
mujer de rasgos afilados camina, fuma. Está aquí por los restos de Stella Maris, 23 años,
estudiante de medicina, desaparecida en los años setenta: su hermana. Patricia saca tierra
con un balde y los huesos aparecen, enredados en las raíces de los árboles.
—Está boca arriba y tiene una media.
Las medias son valiosas: bolsas perfectas para los carpos desarmados.
—El cráneo está muy estallado. Acá hay un proyectil. En el hemitórax izquierdo, parte
inferior. Tiene las manos así, sobre la pelvis.
Después, levantan el esqueleto de su tumba: hueso por hueso, en bolsas rotuladas que
dicen pie, que dicen dientes, que dicen manos. La mujer de rasgos afilados se asoma.
—No sé si es mi hermana —dice—. Tiene los huesos muy largos.
—No te guíes por eso –le dice Maco.
En otra de las fosas alguien encuentra un suéter a rayas, un cráneo con tres balazos,
redondos como tres bocas de pez: los huesos de mujer son gráciles.
Mañana, en un cuarto discreto del barrio de Once, sobre los diarios con noticias de ayer y
bajo la luz grumosa de la tarde, se secarán los huesos, el suéter roto, el zapato como una
lengua rígida.
Pero ahora, en el cementerio, la tarde es un velo celeste apenas roto por la brisa fina.