CORRIENTES: MOMO SE MOJA LOS PIES
El señor Boschetti miró al cielo y
dijo:
–Con tal que no llueva. Parecía
preocupado.
–Si la luna se hace con agua
–agregó–, estamos perdidos.
Desde setiembre a febrero había
llovido día por medio en Corrientes. Había grandes zonas inundadas
y las pérdidas eran tremendas: 90% del algodón, 60% de tabaco, 80%
de arroz. Pero lo que desesperaba al señor Boschetti era la
posibilidad de que las lluvias arruinaran, además, el carnaval.
El próspero comerciante en farmacia y
presidente de la comparsa Ara Berá no estaba solo en esa inquietud.
Lo acompañaban decenas de organizadores, centenares de comparseros,
millares de espectadores. En vastos galpones crecía un mundo de
figuras mitológicas de yeso y de papel maché; los talleres de
electrotecnia armaban para las carrozas centenares de tubos de
cristal; de las tiendas a la calle se derramaban cascadas de
lentejuelas y canutillos, arroyos de strass, perlas y piedras de
colores. Las modistas y bordadoras profesionales no daban abasto y
legiones de madres de familia cosían hasta altas horas de la noche.
Este frenesí encontraba chica la
ciudad, se extendía a Buenos Aires donde pagaba 5.000 pesos el metro
de lame francés; a Brasil, de donde importaba los últimos
instrumentos de percusión para las escuelas de samba, o los más
ruidosos fagüeles; a Alemania, de donde viajaba un grupo electrógeno
comprado especialmente para iluminar una de las carrozas.
Alentando esa fiebre, en cada casa, en
cada barrio, en cada oficina pública palpitaba una conflagración
que comprometía a la ciudad entera.
BARBUDOS EN EL GALPÓN
–Los odio –dice la muchacha–. Los
mataría. Los quemaría.
Sus labios tiemblan y en sus ojos
oscuros arde una pasión furiosa. Se refiere, por supuesto, a la
comparsa rival.
Durante enero y febrero el curso normal
de la vida se detiene en Corrientes. Familias unidas por vieja
amistad dejan de visitarse, noviazgos se rompen, negocios se
suspenden, la agria política desaparece y una imponente ola de
rivalidad, excitación, entusiasmo, sacude a la hermosa ciudad.
Protagonistas de esa lucha son las dos
grandes comparsas que en seis años han resucitado el carnaval
correntino para convertirlo en el más suntuoso, contradictorio y
–por momentos– divertido espectáculo del país.
Ara Berá y Copacabana libran una
guerra que amén de la competencia específica por el triunfo incluye
la rivalidad económica, el espionaje, la diplomacia, la acción
psicológica, y que encuentra su símbolo final en las descargas de
explosivos que en los días de corso atruenan las calles.
En la campaña electoral de 1965 los
partidos suspendieron toda actividad durante quince días porque sus
actos no podían competir con las apariciones de las comparsas.
Después, en las urnas hubo votos a favor de Copacabana y votos para
Ara Berá.
La división alcanza los más altos
estrados oficiales. En 1966 afectó espectacularmente al Ministerio
de Obras Públicas, donde el ministro Ricardo Leconte era partidario
influyente de Ara Berá mientras el subsecretario ingeniero Piazza
integraba la comisión de Copacabana.
Con obvia lógica la psicosis bélica
llega a los cuarteles y se realimenta en ellos. Panorama presenció
este año el estallido en plena fiesta de cargas de TNT y pólvora,
con mechas de incentivamiento que usa el Ejército para salvas y que,
desde luego, no se compran en el quiosco de la esquina porque su
proveedor es la Dirección General de Fabricaciones Militares. Como
las dos comparsas desplegaron análogo poder de fuego, cabe deducir
que su influencia en el sector viril de la sociedad es equivalente.
En el ámbito femenino, la guerra era
más dulce, más material, más insidiosa. María Elvira Gallino
Costa de Martínez, madre de Kalí I, reina de Copacabana, admitía
haber "saqueado" las tiendas de Buenos Aires para realizar
el vestuario de su hija, a un costo total de un millón y medio de
pesos, solventado por el magnate naviero José G. Martínez.
Diego Ruiz, comerciante en automotores,
gastó apenas 600.000 pesos para vestir a su hija, Graciela, de Ara
Berá.
Por la radio los adversarios se
desafiaban o se burlaban sin nombrarse en audiciones cotidianas. Una
sutil diplomacia llevaba a las comparsas a los bailes de los barrios
más lejanos en busca de aliados o del vasallaje de reinas menores.
Oficialmente nadie sabía qué temas
presentarían las comparsas, qué tamaño tendrían las carrozas,
cómo irían vestidas las reinas. Sobre este secreto prosperaba el
espionaje y los más descalibrados rumores.
Recientes símbolos de la guerra
revolucionaria estaban presentes en el custodiado galpón donde el
pintor y director interino de Cultura, Rolando Díaz Cabral, armaba
la carroza de Ara Berá. Rolando y sus comparseros se habían dejado
la barba, y amenazaban no cortársela si perdían el premio carroza.
–Es un sacrificio –admitió
Rolando–. En Corrientes la barba no se usa, y cuando usted sale a
la calle, se expone a que le digan cualquier cosa.
El estado de emergencia provincial, que
el gobierno había decretado poco antes por causa de las lluvias,
estaba olvidado. El estado de catástrofe pertenecía al futuro de
los papeles, de los borrosos planes de ayuda, y a la entraña del
Paraná que en esos días iniciales de febrero se mantenía
estacionario en su altura crítica, superior a los seis metros. La
ciudad, alegremente le daba la espalda.
LA ERA DE LOS SANABRIA
Inútil acordarse del carnaval de los
negros –hoy nostalgia de blancos– en el barrio Cambá-Cuá, de
los corsos de La Cruz, o del Monumental Salón donde se jugaba a
baldazos hasta que el agua llegaba a los tobillos. Hace diez años la
fiesta estaba muerta, como en el resto del país.
Una cara, una frontera, de Comentes
está vuelta hacia Brasil. En Libres, río por medio con Uruguayana,
sobrevivían las carrozas, las comparsas, el son de los tambores. En
1961 los Sanabria, poderosos arroceros del lugar, los llevaron a
Corrientes.
De este modo surgió Copacabana y con
ella el Nuevo Carnaval. Fue de entrada un núcleo de gente rica,
despreocupada, caté.
–Somos trescientos, pero trescientos
bien –dice la señora Martínez.
El origen de Ara Berá es más
incierto. Una versión que Copacabana propaga con evidente regocijo
arguye que inicialmente fueron un grupo de "chicos"
rechazados de la comparsa fundadora por su escasa edad.
–Es falso –niega indignada Ara
Berá–. Tuvimos la misma idea y salimos al corso la misma noche.
Hasta aquí la historia con su germen
de revisionismo. Olga Péndola Gallino (Copacabana) da una versión
menos ortodoxa:
–Las comparsas las hicimos las
chicas, porque cuando llegaba el carnaval los muchachos se iban a los
barrios a bailar con las negritas.
En 1961 cada comparsa cabía en un
camión. Hoy, necesita tres o cuatro cuadras para desplegarse. Los
treinta comparseros de Ara Berá se han convertido en 430. Los de
Copacabana, en 270. (Sin contar los grupos infantiles, que duplican
esas cantidades.) El precio de un traje ha subido de 170 pesos a
20.000.
Para 1962, la competencia estaba
firmemente establecida, con tres premios en disputa. Ara Berá ganó
el de comparsa; Copacabana, los de reina y carroza. El esquema se
repitió en años sucesivos, salvo un empate en comparsa en 1964.
Con la competencia nació la
incontenible hostilidad. En 1962 un encuentro casual de ambos grupos
(que ahora todos tratan de evitar) terminó a bastonazos en el Club
Hércules. En 1964 Ara Berá, descontenta con el fallo, renunció
ruidosamente al premio compartido. En 1965, Copacabana bailó de
espaldas al gobernador y al jurado en la noche del desfile final.
Este año la lucha debía ser a muerte.
Con idéntica firmeza, Copacabana y Ara Berá anunciaban que no
admitirían fallos salomónicos ni el reparto disimulado de premios.
La consigna era todo o nada y, por
consiguiente, el aniquilamiento del enemigo.
¿CATÉ O NO?
El mote de caté ("bien") que
el público aplica a Copacabana provoca fogonazos de fastidio en Ara
Berá:
–Nosotros somos tan caté como ellos,
aunque ellos tengan ganas de largar más plata.
Un análisis superficial indica, sin
embargo, que existe una diferenciación, siquiera sea en forma de
tendencia. Los directivos de Copacabana se han reclutado
preferentemente en la oligarquía terrateniente de ilustres apellidos
(Sanabria, Goitia, Meana Colodrero); los de Ara Berá, en la
ascendente burguesía de comerciantes y profesionales.
El esquema ayuda a comprender las
características de ambos grupos. Ara Berá funciona todo el año con
la eficacia de una empresa, ensayándose en los bailes y cobrando
cuotas a sus asociados. Copacabana se dispersa el último día del
corso, y un mes antes del nuevo carnaval su comisión directiva sale
a juntar entre los amigos el millón que hace falta para poner la
comparsa en movimiento.
Los triunfos ganados antes de 1966
apuntaban en el mismo sentido. Ara Berá ha sobresalido en comparsa,
trabajo de equipo. Copacabana, en carroza y reina, valores
individuales.
Más reveladora es la actitud del
público. Pocos niegan la mayor popularidad de Ara Berá, aunque
algunos la atribuyan a su nombre guaraní ("luz del cielo").
Copacabaneros sarcásticos les reprochan haber usado en sus protestas
de 1964 carteles que decían "Ara Berá con el Pueblo",
permitiendo que los siguieran imprevistas muchedumbres que coreaban
el estribillo, completándolo: "Y el pueblo con Perón".
Voceros de Ara Berá aceptan estos
favores casi en tono de disculpa. El único que asume claramente el
compromiso de la popularidad es el coreógrafo Godofredo San Martín:
–Me gusta que la gente aplauda y se
sienta con uno –dice–. Al fin y la cabo, el carnaval es el único
espectáculo gratis que se le da a este pueblo.
REINAS VOLADORAS
Los instrumentos de la escuela de samba
hicieron una brusca parada, las luces se apagaron y cinco mil
personas alzaron la vista al cielo. Una enorme exclamación llenó el
estadio del club San Martín.
Del otro lado del muro y de la calle,
un vasto pájaro blanco rodeado de globos y flores avanzaba
suspendido a diez metros sobre las atónitas miradas y en él se
balanceaba Graciela Ruiz (16 años, alta, rubia), vestida con un
traje de raso natural rosado y adornos de plumas y lentejuelas.
Después los reflectores de las fumadoras y la TV hicieron visible el
aparejo que la llevaba desde un primer piso vecino hasta el escenario
donde iba a ser coronada como Graciela de Ara Berá.
Sobre el redoble de tambores y el
estallido de las bombas de luces, el público corea hasta la fatiga
el estribillo "A-rá-be-rá so-lo" mientras Graciela sonríe
y saluda y "en su corazón alocado", como dijo un
emocionado cronista de El Litoral, "bulle una fiebre demasiado
preciosa, casi alada, que la embarga, y tanta beatitud que le causa
su cetro, perla sus mejillas bajo el manto del nocturno estival".
A una semana del primer corso, el golpe
resultó duro para Copacabana, que aún debía coronar a su reina. Se
rumoreó que Marta Martínez Gallino (Kalí I) descendería sobre el
estadio en un helicóptero. Se dijo que sobre las tribunas caería
nieve artificial. Pero la víspera del primer corso Kalí surgió
bruscamente ante sus adictos entre columnas de fuego y humo en lo
alto de una tribuna, ante el mar de admiradores.
Otro mar golpeaba ese 19 de febrero a
las puertas de la ciudad.
El Alto Paraná venía creciendo desde
el 6. La onda se sintió en Corrientes el 16, cuando el río subió a
6,11. Ahora estaba en 6,40 y creciendo. En Formosa había llovido 600
milímetros y 15.000 personas estaban ya sin techo. Junto con los
carnavales, se iba perfilando la más grande catástrofe del Litoral
argentino.
LAS COMPARSAS EN LA CALLE
El gigantesco zurdo Maracanhá y sus
hermanos menores los zurdos y los bombos marcan el ritmo de samba que
colma la noche y anuncia a la comparsa. La vanguardia de artillería
instala sus morteros bajo el arco luminoso que invita al Carnaval
Correntino y dispara sus primeras bombas de estruendo, sus cascadas
de luces que se abren en el cielo, sus salvas de foguetes Caramurú:
ha empezado el espectáculo que la ciudad aguarda desde hace meses.
En trescientos palcos, doce tribunas y
los espacios que dejan libres en los 1.800 metros de la Avenida
Costanera, 50.000 personas aplauden. Cuando el grupo de acróbatas
dirigidos por el "Gran Cacique" Godofredo San Martín hace
su demostración inicial ante la tribuna de Ara Berá, el público
estruja hasta el agotamiento los lemas partidarios. Frente a
Copacabana, el grito que se oye es:
–¡Al circo! ¡Al circo!
De este modo empieza la gran batalla.
Ara Berá este año es una tribu sioux en desfile de fiesta. Astados
brujos y hechiceras, rosados flamencos, bastoneras multicolores abren
camino al grueso de comparseros ataviados de indios: las muchachas
llevan trajes bordados en lentejuelas, polleras de flecos de seda y
enormes tocados de plumas; los hombres visten de raso dorado y bailan
empuñando un hacha.
En contragolpe con los grandes
tambores, se oyen ahora los instrumentos menores de la escuela de
samba, colocada en el centro: la cuica de raro sonido, los chucayos y
tamborines, el cuxé y la frigideira, los panderos y el recu-recu.
Siguiendo los cambiantes ritmos de samba lento, batucada o marcha, la
comparsa baila desde que entra hasta que sale.
Copacabana 1966 presentó una fantasía
titulada "Sueño de una noche de verano" con tema de cuento
de hadas que incluía el catálogo completo de las fábulas:
princesas, cortesanos, aves mágicas, un rey imaginario. Su escuela
de samba era más débil, su coreografía más nebulosa, su vestuario
más heterogéneo.
Cuando apareció la carroza, Rolando
Díaz Cabral corrió a afeitarse la barba. Su optimismo era fundado,
aunque todavía faltaban dos días de corso. Cada objeto estaba
perfectamente terminado en la carroza construida por el carpintero
Mario Buscaglia, pero la línea de conjunto (importante en un
artefacto de tres acoplados y cuarenta metros de largo, tirado por
dos tractores) era catastrófica; una dilatada llanura donde vagas
ensoñaciones de liras y cisnes nunca terminaban de ponerse de
acuerdo con otras ensoñaciones de hadas y aves del paraíso.
La carroza de Rolando, en cambio,
crecía armónicamente: de una verídica piragua conducida por un
indio, a través de una simbólica ofrenda, hasta llegar a la
embarcación real que, aunque históricamente licenciosa, daba al
todo una línea sabia y ajustada. Por las dudas que alguien no
reparase en tales menudencias, la carroza de Ara Berá superó en
ocho metros a la de sus adversarios.
UN ROSTRO EN LA MUCHEDUMBRE
–¡Guampudo!
El grito dirigido al Gran Brujo de los
Sioux colmó de carcajadas la tribuna de Copacabana. Una hora después
y cien metros más lejos Ara Berá se desquitaba con voces de falsete
al paso de un gigantesco arlequín de ceñido traje:
–¡María Pochola!
Enfrentadas Costanera por medio, las
tribunas 5 y 10 eran la culminación de la fiesta. Copacabana
ondulaba de banderas, de pañuelos, de brazos levantados. Ara Berá
agitaba un vasto letrero, ensordecía con una sirena de barco, tapaba
a la escuela de samba adversaria con una campana de bronce.
Sobre estos vaivenes crecían de
pronto, como una marea, los encontrados nombres partidarios. Cuando
el entusiasmo alcanzaba su climax, conatos de baile espontáneo
desbordaban la calle.
Fuera de las dos mil personas que
colmaban las tribunas partidarias, la actitud del grueso del público
era ambivalente. Estaban allí desde temprano, se apiñaban en las
veredas, aplaudían, pero la fiesta se les escapaba. Eran
espectadores del show, no partícipes de una alegría colectiva, como
si estuvieran presenciando un partido de fútbol ente húngaros e
italianos.
A prudente distancia, en calles
vecinas, hombres vencidos, mujeres con resto de pánico en los ojos,
chicos semidesnudos miraban con asombro el paso de las comparsas.
Eran los primeros evacuados de Puerto Vuelas y Puerto Bermejo,
sepultados bajo las aguas, que acampaban entre colchones y
desvencijados roperos.
Una parte del pueblo correntino
desfilaba sin embargo en las comparsas menores, donde muchachas
morenas que acababan de dejar el servicio o la fábrica arrastraban
sobre el pavimento los zapatos del domingo; en las carrozas de
barrio, con sus reinitas calladas, sentadas, humildes; en las murgas
que a veces parodiaban ferozmente el esplendor de los ricos; en las
mascaritas sueltas que solemnizaban el disparate y en los
vergonzantes "travestis".
Una triste figura de luto, disfrazada
con la ropa de todos los días, de mezclado invierno y verano, sol y
lluvia, insospechada imagen de tiempo, se paseaba metódicamente
frente a la alegría, se santiguaba ante cada tribuna, y la absolvía
con inaudible conjuro.
–¿Usted de quién es, señora?
La vieja se quita el cigarro de la boca
y su cara se pliega en muchas arrugas.
–Yo soy independiente, m'hijo.
LAS FALDAS REALES
Bailar a siete metros de altura:
sonreír. Bailar sobre una plataforma de sesenta centímetros de
lado: saludar. El tocado pesa ocho kilos: sonreír.
Las luces duelen enfocadas en la cara,
los bichos enloquecidos en la noche tropical se cuelan por todas
partes. Hay mariposas y cascarudos invisibles desde abajo: mover
suavemente las piernas bajo la catarata de lame, la reina impávida
ondula sobre el mundo ondulante.
Hay hileras de chicos morenos sentados
en el cordón de la vereda, con sus enormes miradas, su admiración,
sus palmoteos. Algunos están descalzos: pobrecitos. Las piedras
brillan en sus ojos, las piedras verdes y rojas y cristalinas.
Hace quince años que baila, desde los
cinco: español y clásico.
También habla francés y canta. Su
autor preferido es Morris West. La sonrisa le sale natural, no
necesita repetir "treintaitrés", como algunas.
Detrás de la oscura masa de gente está
el río, también oscuro. Lejos, del otro lado, unas luces pálidas:
Barranqueras, dicen que está inundada. Aquí mismo el agua lame el
borde de la escalinata, en la Punta San Sebastián. Pero no va a
subir, el murallón es alto.
Copacabana, miles de banderas: cantar.
Ara Berá, gestos burlones y aplausos aislados: una sonrisa especial
para ellos, un fulgor adicional de majestad inconmovible. Y que
rabien.
El palco: su madre que grita,
gesticula. Su padre, tranquilo como siempre, casi invisible. Su padre
tiene un petrolero. Quiso llevarla al Japón, pero ella quiso estar
aquí, y no en Japón; aquí, y no en Buenos Aires; con su comparsa y
no en Europa: porque es comparsera de alma.
El palco del Gobernador, el jurado del
que toda la comparsa desconfía. ¿Se atreverán? Entretanto,
sonreír, bailar frente a las cámaras de TV, los fotógrafos, los
periodistas, el mar de luces blancas.
Ahora dan la vuelta, puede aflojarse un
poco, espantar un bicho, sonreír con menos apremio. Del otro lado
viene Graciela, las carrozas se cruzan. El tocado es lindo, una gran
nube de plumas blancas que parecen incandescentes. Sólo que ahí
gastaron todo. Graciela baila y sonríe, como ella. Ella o yo. Pero
Kalí se siente segura, recamada de piedras, mecida en sus cincuenta
metros de tul.
Los dioses son caprichosos. A esa hora
los seis jurados del corso unidos por telepática convicción
anotaban en sus tarjetas un nombre casi desconocido que no era el de
Kalí y no era el de Graciela.
FINAL DEL JUEGO
Ser jurado del corso es en Corrientes
la manera más sencilla de perder una reputación.
–Aquí nadie puede ser neutral –dijo
a Panorama el doctor Raúl (Pino) Balbastro, traumatólogo,
presidente de Copacabana.
Sobre esta hipótesis, Copacabana había
exigido un jurado "foráneo": Ara Berá se opuso.
Copacabana amenazó retirarse. A último momento, con intervención
del Intendente y del Gobernador, se llegó a una transacción: el
municipio designaba a tres jurados locales; el Gobernador invitaba a
tres "foráneos". Entre los primeros estuvo el general
Laprida, comandante de la I División.
En la noche del 26 de febrero más de
6.000 personas se congregaron en el Club San Martín para escuchar el
veredicto. Las comparsas en pleno cubrían las tribunas y en el
estrado de honor aguardaban Graciela y Kalí, mientras en una
reducida oficina del club se apiñaban nerviosamente doce personas
entre autoridades, jurados y delegados.
Una veintena de reinas de barrio y de
comparsas menores tenían derecho a competir por el reinado de
carnaval. Todas fueron debidamente coronadas, agasajadas,
fotografiadas. Pero nadie, en la calle, les daba la menor chance.
Se abrió la urna y se extrajo el
primer voto, Favorecía a Ana Rosa Farizano, reina del barrio
Cambá-Cuá. Un voto "foráneo", alcancé a pensar,
mientras se abría el segundo, también favorable a Ana Rosa. Y el
tercero y el cuarto, hasta llegar a seis a cero. El doctor Balbastro
palideció apenas.
En cinco minutos estuvo consumado el
desastre de Copacabana. Premio de carrozas: Ara Berá. Premio de
comparsa: Ara Berá.
Al leerse el fallo, Kalí I consiguió
mantener una impávida sonrisa mientras su mano izquierda desgarraba
suavemente el tul de su vestido.
El desastre era más completo de lo que
parecía a primera vista. Cuando encontramos a Ana Rosa (hasta ese
momento no teníamos de ella una sola foto, una declaración), nos
dijo:
–Siempre he sido partidaria de Ara
Berá.
En una votación de rara unanimidad el
jurado había conseguido lo que parecía imposible: dar a Ara Berá
los tres premios, dos en propiedad y uno a través de una reina
alisada.
En esos tensos momentos del último
sábado de carnaval los altavoces del club llamaban con urgencia al
prefecto Blanco, que era uno de los miembros del jurado. Pero no se
trataba de corregir los fallos ni de modificar su cuidadosa
redacción. Como prefecto general de la zona, era el encargado de
dirigir las operaciones de salvamento, rescate y defensa contra la
inundación.
Formosa estaba tapada. En el centro de
Resistencia, río por medio, se andaba en canoa. Había 75.000
evacuados. "La economía litoraleña", dijo un sobrio
despacho de prensa, "ha quedado destruida."
En el centro de ese mundo en derrumbe,
Corrientes era una isla de fiesta.
LLUVIA Y SORDINA
Los voceros más moderados de
Copacabana aceptaban los fallos de comparsa y carroza. El de reina
los enfurecía. En casa de los Meana Colodrero, la desolación era
indescriptible, los llantos femeninos menudeaban, y la señora
Gallino de Martínez amenazaba dejar sin petróleo a Corrientes...
En pocos minutos, sin embargo, la
comparsa se reorganizó y tuvo su momento más feliz. Reunida en
pleno en la calle, prorrumpió en un baile espontáneo y ardoroso,
entre el estruendo de las bombas que habían reservado para el
triunfo. El doctor Balbastro cruzó su coche en la calle cortando el
tránsito. Los automóviles de Ara Berá o de la Comisión Central
del Carnaval que intentaron pasar fueron detenidos, zamarreados,
abucheados. Cuando quiso intervenir la policía, el subsecretario
Piazza la sacó con cajas destempladas.
A esas altas horas de la noche
correntina, las linotipos terminaban de componer fatídicos
titulares: "Se extiende la inundación", "Remolcador
hundido en Barranqueras", "Fiebre amarilla en Corrientes ".
Copacabana sólo pensaba en vengar el
agravio. El domingo no saldrían al desfile triunfal de las
comparsas. O mejor, saldrían llevando de reina en carroza a una
mona, propiedad de los Meana Colodrero.
El gobierno municipal se anticipó. Con
exquisito sentido de la oportunidad, decretó la suspensión del
desfile... por solidaridad con los inundados.
NÚMEROS, ARGUMENTO Y DEFENSA
Contra un fondo de pobladas tribunas se
deslizaba una triste murga de inundados, campesinos en ruinas,
electores desengañados. El versito decía:
Sobre la gran fiesta
de máscara y farsa
paseó su tristeza
la agraria comparsa.
De este modo satirizaba Chaqué, el
filoso humorista de El Litoral, el contraste entre el lujoso carnaval
ciudadano y la miseria del campo.
El gobierno provincial y el municipio
aportan a los corsos una suma próxima a los diez millones de pesos.
Las dos comparsas principales gastan en trajes catorce millones; en
trajes de reina, dos millones; en carrozas, dos millones y medio; en
cohetería, medio millón. Total, 29 millones.
Como dato comparativo puede citarse el
presupuesto que anualmente dedica la provincia de Corrientes a la
enseñanza media y artística: 28 millones 200 mil pesos.
En cada oportunidad que se le presentó,
Panorama propuso el argumento a los comparseros. Alicia Gane
(Copacabana) opinó que la pasión y el entusiasmo que Corrientes
vuelca en su carnaval podrían canalizarse mejor, pero que
entretanto, es importante comprobar que existen. El pintor Rolando
Díaz Cabral sostuvo que el carnaval da a los numerosos artistas que
trabajan en él la posibilidad de una comunicación masiva.
–Aquí usted hace una exposición y
la ven cien personas. Una carroza la ven cien mil. Y una carroza
también puede ser arte. El coreógrafo San Martín coincide y va más
lejos:
–Con suprimir el carnaval –dice–,
no se eliminaría uno solo de los males que sufre el pueblo
correntino. Al contrario, se le quitaría la única diversión
gratuita.
Pero ¿hay diversión? El interventor
municipal, capitán Belascoain, pone en pasado esta definición: "Un
producto de escenario donde el lujo y la rivalidad se enseñoreaban".
Por ahora, eso es presente, a pesar de sus loables propósitos de
"devolver el carnaval al pueblo, para que lo viva conforme a su
propia manera de divertirse".