sábado, 11 de abril de 2015

Collage sobre la crónica latinoamericana

 

Por Darío Jaramillo Agudelo*


       Una advertencia

        La crónica periodística es la prosa narrativa de más apasionante lectura y mejor escrita hoy en día en Latinoamérica. Sin negar que se escriben buenas novelas, sin hacer el réquiem de la ficción, un lector que busque materiales que lo entretengan, lo asombren, le hablen de mundos extraños que están enfrente de sus narices, un lector que busque textos escritos por gente que le da importancia a que ese lector no se aburra, ese lector va sobre seguro si lee la crónica latinoamericana actual.
     A Mario Jursich, el director de El Malpensante, le oí decir que, después del boom de la narrativa latinoamericana de los años sesenta y setenta del siglo pasado, se dieron intentos de fabricar un fenómeno parecido a ese boom de Onetti y Cortázar, García Márquez y Vargas Llosa, etcétera y etcétera. Para ese reencauche, se utilizaron las clonaciones («el nuevo Julio Cortázar»), se utilizaron los números (los 39 menores de 39), se apeló a las parodias (mac-ondo). Y, a pesar de que existen materiales interesantes y autores valiosos que figuran en esos momentos, el intento de reciclar el boom no pasó de la etapa de plan de mercadeo a la de auténtico boom.
      Acaso para que ese nuevo auge se produjera de nuevo, lo que se necesitaba era que no se pareciera en nada al fenómeno de hace cincuenta años: que cambiara el modelo de lector, que cambiara el arquetipo de la escritura y, por lo tanto, que las técnicas de los escritores fueran diferentes. Tal cosa parece estar ocurriendo con la crónica en nuestro continente. Los cronistas latinoamericanos de hoy encontraron la manera de hacer arte sin necesidad de inventar nada, simplemente contando en primera persona las realidades en las que se sumergen sin la urgencia de producir noticias.
     Entrados en el siglo veintiuno, la crónica latinoamericana ha creado su propio universo, una extensa red de revistas que circulan masivamente y que se editan en diferentes ciudades del continente. Hay una abundante producción de crónicas en forma de libros que pasan rápidamente a figurar en las listas de los más vendidos. Hay autores reconocidos en el mundo de la crónica, hay encuentros de cronistas, hay premios de crónica.
      Este libro reúne a los autores más notables y algunos de sus trabajos más atractivos, más asombrosos. Si el lector busca entretenerse, informarse o contagiarse de ritmos narrativos diversos, de hechos y personajes extraños, bien puede saltarse este prólogo de presentación del tema, de su historia y de sus características.

Un género con historia


       Carlos Monsiváis define la crónica como la «reconstrucción literaria de sucesos o figuras, género donde el empeño formal domina sobre las urgencias informativas». Me gusta comenzar con el nombre de Monsiváis. Es empezar con la invocación de uno de los padres fundadores del periodismo narrativo latinoamericano del siglo veintiuno. De encima, es él uno de los historiadores de un cuento que comienza con las crónicas de los conquistadores españoles, un cuento que tiene sus alzas y sus caídas.
     Después de las crónicas de los conquistadores, la siguiente cima de esta historia se encuentra en los cuadros de costumbres que pueblan buena parte del siglo diecinueve. Y enseguida están las crónicas de los modernistas. Anota Daniel Samper Pizano que «la crónica modernista es muy, pero muy distinta a la crónica narrativa. Aquélla está representada por notas de corte poético-filosófico-humorístico-literario, rara vez más extensas que una cuartilla o una cuartilla y media, y ésta corresponde al relato tipo reportaje. La diferencia es la misma que separa a Luis Tejada y Alberto Salcedo, o a Amado Nervo y Villoro».
      Después del auge modernista, la crónica permanece casi a escondidas durante una época en que la noticia escueta y la prisa informativa se convierten en dogma excluyente del periodismo. Ni siquiera en los tiempos en que los modernistas escribían, la crónica alcanzó a ocupar el centro de la escena. Y llegaron a ser cuestionados: «El periodismo y las letras parece que van de acuerdo como el diablo y el agua bendita», decía un comentarista de La Nación en 1889. Es necesario precisar que este comentario iba contra las crónicas anteriores al modernismo, pues el auge de la crónica modernista, que sí logró mezclar periodismo y letras, fue posterior. Hasta decenios después cuando, eso sí, forzada a encontrar su propio territorio, la crónica, que permanecía larvada, renace a través de libros y de la publicación fragmentada en varias entregas en periódicos y revistas que no consideran posible la publicación de un texto largo de una sola vez.
      Es en ese momento cuando aparecen los clásicos modernos de la narrativa periodística latinoamericana de hoy. García Márquez, Tomás Eloy Martínez, Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis forman parte de ese parnaso de padres (¡y madres!) fundadores reconocidos en todo el continente, para no hablar de pequeños dioses locales que escribieron excelsas crónicas durante la segunda mitad del siglo veinte, como Homero Alsina Thevenet y Enrique Raab en el Río de la Plata o Germán Castro Caycedo, Daniel Samper Pizano y Alfredo Molano Bravo en Colombia o los simpares Ana Lydia Vega y Luis Rafael Sánchez en Puerto Rico. Esos dioses locales han sido importantes siempre: cada país tiene sus propios autores de cuadros de costumbres durante el siglo diecinueve y sus celebridades locales durante el modernismo.
     En algunos países, como Argentina, la crónica es la columna vertebral de toda su historia literaria: así lo plantea Tomás Eloy Martínez en su nota introductoria a Larga distancia, un libro de narraciones periodísticas de Martín Caparrós: «La crónica es, tal vez, el género central de la literatura argentina. La tradición literaria parte de una crónica magistral, el Facundo. Otros libros capitales como Una excursión a los indios ranqueles, de Mansilla; Martín Fierro, de Hernández; En viaje, de Cané; La Australia argentina, de Payró; los Aguafuertes de Arlt; Historia universal de la infamia y Otras inquisiciones de Borges; los dos volúmenes misceláneos de Cortázar (La vuelta al día... y Último round); y los documentos de Rodolfo Walsh son variaciones de un género que, como el país, es híbrido y fronterizo».
     La fundación también ocurre desde fuera del idioma, con los nombres santos del nuevo periodismo norteamericano, como Capote, Mailer, Talese, Thomas Wolfe, desde antes, el padre reconocido de la crónica narrativa en Estados Unidos, John Hersey, con su Hiroshima, que aparece en agosto de 1946 en The New Yorker; con algunos ejemplares cronistas europeos, como Oriana Fallaci, Günther Walraff y Ryszard Kapuchinski; con una latinoamericana que escribe en inglés, Alma Guillermoprieto. Y, desde siglos antes, la presencia del Daniel Defoe de Diario del año de la peste.
     No cabe duda que con semejantes antecedentes, de García Márquez a Truman Capote, de Monsiváis a Wolfe, de Elena Poniatowska a Oriana Fallaci, estaba dado el caldo de cultivo para que el periodismo narrativo latinoamericano creara sus territorios para desarrollarse y para adquirir sus propias características. Esos territorios son las revistas. Perogrullo: hoy en día hay muy excelentes cronistas en nuestro continente porque hay muy buenas revistas de crónicas que recogen sus trabajos: Etiqueta negra (Perú), Gatopardo (que comenzó en Colombia y ahora existe en Argentina y México), El Malpensante y Soho (Colombia), lamujerdemivida y Orsái (Argentina), Pie izquierdo (Bolivia), Marcapasos (Venezuela), Letras Libres (México), The Clinic y Paula (Chile). Y, como sucedió durante el auge editorial de México y Argentina con la notoriedad de los escritores, aquí la localización de las revistas determina la mayor concentración de temas y de autores.
     El repaso del índice de las revistas que menciono recoge, con escasísimas excepciones, el universo de los más destacados autores de la crónica latinoamericana actual. Esto significa que ya ese Parnaso tiene una identidad propia y un propio santoral en el que destaco a los argentinos Leila Guerriero y Martín Caparrós, al chileno Pedro Lemebel, al colombiano Alberto Salcedo, al mexicano Juan Villoro y al peruano Julio Villanueva Chang.

¿De qué estoy hablando cuando digo «crónica»?

      El debate sobre el nombre de este ornitorrinco —así lo llama Villoro— parece ineludible y es, también, inútil. Mathew Arnold pedía que no le preguntaran qué es la poesía; pero aclaraba que él podía saber cuáles son los buenos poemas. Aquí es más o menos lo mismo. El tema lo debaten los profesores y es bueno que los profesores hagan esto, pues así no tienen tiempo de meterse en más cosas.
      Dice Villoro que la crónica es un ornitorrinco porque..., bueno, mejor que parafrasearlo es citarlo:         Si Alfonso Reyes juzgó que el ensayo era el centauro de los géneros, la crónica reclama un símbolo más complejo: el ornitorrinco de la prosa. De la novela extrae la condición subjetiva, la capacidad de narrar desde el mundo de los personajes y crear una ilusión de vida para situar al lector en el centro de los hechos; del reportaje, los datos inmodificables; del cuento, el sentido dramático en espacio corto y la sugerencia de que la realidad ocurre para contar un relato deliberado, con un final que lo justifica; de la entrevista, los diálogos; y del teatro moderno, la forma de montarlos; del teatro grecolatino, la polifonía de testigos, los parlamentos entendidos como debate: la «voz de proscenio», como la llama Wolfe, versión narrativa de la opinión pública cuyo antecedente fue el coro griego; del ensayo, la posibilidad de argumentar y conectar saberes dispersos; de la autobiografía, el tono memorioso y la reelaboración en primera persona. El catálogo de influencias puede extenderse y precisarse hasta competir con el infinito. Usado en exceso, cualquiera de esos recursos resulta letal. La crónica es un animal cuyo equilibrio bioló- gico depende de no ser como los siete animales distintos que podría ser. 

        Novela, reportaje, cuento, entrevista, teatro —moderno y clásico—, ensayo, autobiografía, catálogo: Villoro tiene razón; y se queda corto si se advierte que le faltó el poema y aún más, le faltaron géneros que añade Mark Kramer: «El periodismo literario ha establecido su campamento rodeado de géneros emparentados que se traslapan entre sí, como la literatura de viajes, las memorias, el ensayo histórico y etnográfico, la literatura de ficción que se deriva de sucesos reales, junto con la ambigua literatura de semificción. Todos estos son campos tentadores delimitados por cercas endebles». En fin, el ornitorrinco es mucho más ornitorrinco que lo que le vio Villoro de ornitorrinco.
      Además de la impecable definición de Monsiváis arriba citada —«reconstrucción literaria de sucesos o figuras, género donde el empeño formal domina sobre las urgencias informativas»—, existen otras propuestas en la vitrina heterogénea de las definiciones. Gloria Ethel recuerda dos, una de García Márquez: «Una crónica es un cuento que es verdad». La otra se debe al peruano Toño Angulo Danieri: «Esa hija incestuosa de la historia y la literatura, que existe desde mucho antes que el periodismo». Y Villanueva Chang recuerda la de Antonio Cándido: «Literatura a ras del suelo».
      Por su parte, Martín Caparrós intercala una definición —que pongo en cursivas— entre su declaración de amor al género y el hallazgo de las ventajas del fracaso. «Me gusta la palabra crónica. Me gusta, para empezar, que en la palabra crónica aceche cronos, el tiempo. Siempre que alguien escribe, escribe sobre el tiempo, pero la crónica (muy en particular) es un intento siempre fracasado de atrapar el tiempo en que uno vive. Su fracaso es una garantía: permite intentarlo una y otra vez, y fracasar e intentarlo de nuevo, y otra vez.»
      Mario Jursich, el editor de El Malpensante que presentó «Reglas quebrantables para los periodistas literarios», la traducción al castellano del prólogo de Literary Journalism de Mark Kramer, acertó con la perla que compuso como definición de periodismo literario: «Género que tiene un pie en la ficción y otro en la notaría».
     En su completísimo Literatura y periodismo, Albert Chillón termina, no, comienza por incluir éste en aquélla. Afirma que «el confinamiento de la literatura al ámbito exclusivo de la ficción es insostenible»; por lo tanto, la literatura «no debe ser restringida a las obras presuntamente alejadas de toda referencialidad». Hasta que llega a una definición de la literatura que abarca la crónica: «La literatura es un modo de conocimiento de naturaleza estética que busca aprehender y expresar lingüísticamente la calidad de la experiencia».
      Voy a definir «crónica» y termino transcribiendo una noción de periodismo narrativo y, más allá, una definición de literatura. No es descuido. Creo que estoy definiendo lo mismo. Los límites entre unas y otras distinciones y subdistinciones lexicales son demasiado borrosos. Crónica, reportaje, perfil, periodismo literario, periodismo narrativo, ornitorrinco, el caso es que sí puedo identificar algunas características de lo que aquí se trata. Y puedo contar una historia y una prehistoria. Si de definiciones se trata, la crónica es el material que publican las revistas de crónicas. En cuanto a las maneras de reconocerla, la crónica suele ser una narración extensa de un hecho verídico, escrita en primera persona o con una visible participación del yo narrativo, sobre acontecimientos o personas o grupos insólitos, inesperados, marginales, disidentes, o sobre espectáculos y ritos sociales. Ensayo mi propia definición no para casarme con ella, o para usarla como una armadura. Sólo lo hago para seguir el juego, para contribuir a la confusión general.

      Características de la crónica:  Wolf, Sims y otros 

     La crónica ha sido caracterizada desde cuando se llamaba con el viejo nombre de «nuevo periodismo». Albert Chillón —el autor del excelente libro Literatura y periodismo, una tradición de relaciones promiscuas— resume así los «cuatro procedimientos de escritura» que los nuevos periodistas norteamericanos descubrieron en la novela realista —Fielding, Smollet, Balzac, Dickens y Gogol:
     El principal, según Wolf, era la construcción escena por escena, que consistía en relatar la historia a base de escenas sucesivas —cada una compuesta sobre todo por descripciones y diálogos— y reduciendo al mínimo posible el uso de sumarios narrativos (...). La segunda técnica, estrechamente relacionada con la anterior, consistía en registrar totalmente el diálogo, recurso que permitía caracterizar a personajes y situaciones de forma inmediata, plástica y elocuente. Este procedimiento sustituía la simple cita de declaraciones usada en el periodismo convencional por una recreación fehaciente de diálogos enteros en  la que importaba tanto lo que se decía como la manera de hablar de los interlocutores. (...) La tercera técnica era el llamado punto de vista en tercera persona: cada escena era presentada al lector a través de los ojos de un personaje concreto. (...) Al delegar la facultad de relatar en los personajes, este recurso permitía abandonar el recurso único al punto de vista omnisciente (...) o al punto de vista en primera persona. (...) La cuarta técnica que los nuevos periodistas tomaron de la novela realista es el retrato global y detallado de personajes, situaciones y ambientes. (...). La descripción pormenorizada y exhaustiva permitía a los nuevos periodistas elaborar cuadros vivos en tres dimensiones, esto es proporcionar a los reportajes una capacidad de sugestión y de evocación inéditas. 

    Lo que es interesante, aquí, consiste en que esos cuatro procedimientos, enunciados en 1973, son usados por los cronistas latinoamericanos hoy en día. Igual cabe decir de los ocho puntos con que Mark Kramer caracterizaba al periodista literario en sus «Reglas quebrantables para los periodistas literarios», el prólogo de Literary Journalism:
      1. Los periodistas literarios se internan en el mundo de sus personajes y en la investigación sobre su contexto; 2. Los periodistas literarios desarrollan compromisos implícitos de fidelidad y franqueza con sus lectores y sus fuentes; 3. Los periodistas literarios escriben principalmente sobre hechos comunes y corrientes; 4. Los periodistas literarios escriben con una «voz intimista», que resulta informal, franca, humana e irónica; 5. El estilo cuenta muchísimo, y tiende a ser sencillo y libre; 6. Los periodistas literarios escriben desde una posición móvil, desde la cual pueden relatar historias y dirigirse a los lectores; 7. La estructura cuenta, como una mezcla de narración primaria con historias y digresiones que amplifican y encuadran los sucesos. Y 8. Los periodistas literarios desarrollan el significado al construir sobre las reacciones del lector.

      En el prólogo de Los periodistas literarios (o el arte del reportaje personal), Norman Sims dice que las fuerzas esenciales del periodismo literario residen en la inmersión, la voz, la exactitud y el simbolismo.
      Dice Sims:
      En su forma más simple; la inmersión significa el tiempo dedicado al trabajo. (...) Los periodistas literarios apuestan con su tiempo. Su impulso de escribir los lleva a la inmersión, a tratar de aprender todo lo que hay que saber sobre un tema. (...) La mayor parte de los periodistas literarios piensan que la inmersión es un lujo que no podría existir sin el apoyo financiero y editorial de una revista. Tracy Kidder pasó ocho meses en una compañía de computadores antes de escribir The Soul of a New Machine. Aunque había escrito muchos artículos para The Atlantic, como escritor independiente no podía contar con un cheque regular. Un adelanto por el libro lo libró de la constante necesidad de producir artículos durante los dos años que le llevó investigar y escribir. Cuando lo visité por primera vez, la casa de Kidder estaba de fiesta. Tres días antes, el comité del premio Pulitzer había anunciado los ganadores de 1982. 

     Cuenta Mark Kramer que «poco después de recibir el Premio Pulitzer por The Soul of a New Machine, Tracy Kidder enfureció a varios periodistas jóvenes con un comentario hecho al azar. Dijo que los periodistas literarios en general son más fidedignos que los periodistas de noticias. Recuerda que les dijo: “Tiene que ser cierto, pues nuestros informes toman meses, y ustedes tienen tres horas para conseguir una historia y escribirla, y deben hacer dos más antes de terminar el día”».
      A la hora del medir el conocimiento del tema, la inmersión de los escritores en los mundos que van a croniquear es determinante para reconocer la comprensión que tienen de su tema. Poseen la información y aspiran, y muchas veces logran, la comprensión más hondamente humana de situaciones, de conductas que tienen una lógica distinta e inesperada. Muchas veces inmiscuidos en mundos marginales, el de un delincuente joven, el de un traficante de mujeres, el de un político, el de una estrella del espectáculo.
      Para los periodistas literarios latinoamericanos la inmersión es necesaria y tiene sus obstáculos. Leila Guerriero cita —y acoge— una entrevista en la que Alberto Salcedo Ramos declaró: «Hay que estar en el lugar de nuestra historia tanto tiempo como sea posible para conocer mejor la realidad que vamos a narrar. La realidad es como una dama esquiva que se resiste a entregarse en los primeros encuentros. Por eso suele esconderse ante los ojos de los impacientes. Hay que seducirla, darle argumentos para que nos haga un guiño».
       Leila Guerriero describe muy bien la inmersión con su propio testimonio: «Escribir un artículo me lleva de veinte días a un mes y medio, con jornadas de doce, quince o dieciséis horas. Eso, sin contar la etapa de investigación previa. Conozco a otros cronistas que trabajan como yo. Que después de meses de reporteo, bajan las persianas, desconectan el teléfono y se entumecen sobre el teclado de un computador para salir tres días después a comprar pan, sabiendo que el asunto recién comienza».
     El tema de los tiempos lleva al de la economía de la crónica, que vista del lado de los lectores significa lo principal del mercado, a saber, que existe demanda. Hay unas revistas que publican crónica y que reconocen los estipendios correspondientes al tiempo de dedicación que requiere una crónica. Y cada vez son más los libros de crónicas, no sólo compilaciones como ésta, sino también libros que han sido planificados como libros, como cró- nica extensa. Por estos días, cuando corre el final del 2010, las vitrinas y las secciones de novedades de las librerías mexicanas, por ejemplo, están repletas de libros de crónica.
     La economía de la crónica se extiende, cada vez más, a secciones o suplementos de los grandes diarios y, como todo territorio en expansión, cada vez son más frecuentes los seminarios, los talleres, las reuniones sobre y de crónica literaria. Existen, además, premios con buenas recompensas y prestigio, como el que otorga la Fundación Nuevo Periodismo con el patrocinio de Cemex; y no es el único.
     El segundo signo distintivo del periodismo literario es, en palabras de Sims, la voz. Según Mark Kramer, «la voz que admite el yo puede ser un gran don para los lectores. Permite la calidez, la preocupación, la compasión, la adulación, la imperfección compartida: todas las cosas reales que, al estar ausentes, vuelven frágil y exagerada la escritura. (...). El escritor puede asumir una postura, decir cosas que no se propone decir, implicar cosas no dichas. Cuando encuentro la voz apropiada de un escrito, ésta me permite jugar, y eso es un alivio, un antídoto contra el hecho de que las propias palabras lo vapuleen a uno».
      También los cronistas latinoamericanos han reflexionado con lucidez sobre esta extraña dicotomía entre lo objetivo y lo subjetivo, superpuesta a su vez a la disyuntiva de usar la primera persona o fingirse Dios; dice Juan Villoro: «La vida depara misterios insondables: el aguacate ya rebanado que entra con todo y hueso al refrigerador dura más. Algo parecido ocurre con la ética del cronista. Cuando pretende ofrecer los hechos con incontrovertible pureza, es decir, sin el hueso incomible que suele acompañarlos (las sospechas, las vacilaciones, los informes contradictorios), es menos convincente que cuando explicita las limitaciones de su punto de vista narrativo».
      La participación del yo es frecuente y variada en intensidad, en todo caso revela lo que es, a la vez, la mayor fortaleza y la mayor debilidad de la crónica como periodismo: el cuento es, en todo caso, subjetivo. Subjetivo en cuanto al punto de vista, subjetivo en cuanto a la participación en el cuento que cuenta —como protagonista o como testigo—. Subjetivo, también, desde un punto de vista filosófico: hay aquí un implícito reconocimiento de la imposibilidad de lo objetivo, de lo neutro. Y, con el color personal, con la primera persona, hay también un intento de entender el mundo, con todo lo insólito, lo paradójico, lo aberrante que sea. Sólo que, como decía Carlos Monsiváis, «o ya no entiendo lo que está pasando o ya no pasa lo que estaba entendiendo».
      La pelea del periodismo convencional versus nuevo periodismo se ha convertido, equivocadamente, en la pelea entre la verdad y la irresponsabilidad con la verdad, en una pelea entre la utilidad y la inutilidad... Y creo que las diferencias no pasan por ahí. Se puede ser un reportero seco, objetivo, imparcial, sinté- tico y, encima de todo, embustero. Y se puede ser el más literario, el más imaginativo, el más impresionista escritor y, además, ser fiel a la verdad de los hechos y de las descripciones y de los diálogos.
      En cuanto al periodismo convencional, oigamos las críticas de Caparrós:
     El lenguaje periodístico habitual está anclado en la simulación de esa famosa «objetividad» que algunos, ahora, para ser menos brutos, empiezan a llamar neutralidad. La prosa informativa (despojada, distante, impersonal) es un intento de eliminar cualquier presencia de la prosa, de crear la ilusión de una mirada sin intermediación: una forma de simular que aquí no hay nadie que te cuenta, que «ésta es la realidad». 
     El truco ha sido equiparar objetividad con honestidad y subjetividad con manejo, con trampa. Pero la subjetividad es ineludible, siempre está. 
     Es casi obvio: todo texto (aunque no lo muestre) está en primera persona. Todo texto, digo, está escrito por alguien, es necesariamente una versión subjetiva de un objeto narrado: un enredo, una conversación, un drama. No por elección; por fatalidad: es imposible que un sujeto dé cuenta de una situación sin que su subjetividad juegue en ese relato, sin que elija qué importa o no contar, sin que decida con qué medios contarlo. (...)
     Los diarios impusieron esa escritura «transparente» para que no se viera la escritura: para que no se viera su subjetividad y sus subjetividades en esa escritura: para disimular que detrás de la máquina hay decisiones y personas. La máquina necesita convencer a sus lectores de que lo que cuenta es la verdad y no una de las infinitas miradas posibles. Reponer una escritura entre lo relatado y el lector es (en ese contexto) casi una obligación moral: la forma de decir aquí hay, señoras y señores, señoras y señores: sujetos que te cuentan, una mirada y una mente y una mano. 
     Nos convencieron de que la primera persona es un modo de aminorar lo que se escribe, de quitarle autoridad. Y es lo contrario: frente al truco de la prosa informativa (que pretende que no hay nadie contando, que lo que cuenta es «la verdad»), la primera persona se hace cargo, dice: esto es lo que yo vi, yo supe, yo pensé; y hay muchas otras posibilidades, por supuesto. 
     Digo: si hay una justificación teórica (y hasta moral) para el hecho de usar todos los recursos que la narrativa ofrece,  sería ésa: que con esos recursos se pone en evidencia que no hay máquina, que siempre hay un sujeto que mira y que cuenta. Que hace literatura. Que literaturiza.

     Algunos cronistas vienen de la prensa convencional y la ven como una cárcel. José Alejandro Castaño la recuerda como un doctorado sobre el tedio: «Los diarios son nueces duras con casi nada por dentro. Yo viví ese drama de la prisa inútil, del esfuerzo perdido, del vértigo simulado, en fin, del cansancio sin gozo en las salas de redacción de El Colombiano, de El País, de El Tiempo, de El Heraldo. Fue como hacer un doctorado sobre el tedio, y casi me gradué con honores». El peruano Marco Avilés escribe:

     Trabajé en El Comercio durante tres años, al cabo de los cuales me retiré del periodismo diario con las mismas excusas del vegetariano ante la carne: hace daño. Un periódico tiene las exigencias del tiempo que se va y toda demora es un descuento al tiempo personal. Claro que se puede encontrar cierto vértigo delicioso cuando el sonido de las teclas se suma al del reloj. Cuando el editor grita desde una esquina el tama- ño del texto que uno debe escribir. Mil palabras. Lanzada la condena, el periodista transpira al coger el teléfono para hacer esa llamada inevitable: Hoy también saldré tarde. La página en blanco asoma entonces como una invitación a la locura. Se ha dicho poco de la manera en que la creatividad aparece en tales circunstancias, cuando el cuchillo del cierre pende sobre la cabeza del cronista. Cualquier cosa que se diga en las universidades sobre la prisa con la que se debe escribir en un diario no tiene comparación con lo que ocurre en la realidad. No se habla tampoco de la incomprensión de los editores que asumen que una crónica es un texto cualquiera pero más extenso. Un ladrillo más dentro de la página a llenar. Porque muchas veces son esos mismos editores los que tienen a su cargo los cursos de crónicas en las escuelas de periodismo. En verdad creo que además de los amigos —hechos en la práctica, por cierto—, los libros suelen ser el mejor antídoto contra la pedagogía establecida. Monsiváis entiende, por ejemplo, que en una crónica la obligación informativa cede el paso a la  ambición estética. Al yo del cronista. Orwell lo decía sin más reparos al enumerar las razones que lo llevaban a escribir. La primera de ellas, decía, es el egoísmo agudo, la ambición individual, el deseo de gritar lo que se piensa y de que ese grito sea tan fuerte que pueda matar las ideas que preceden a las nuestras. Para Antonio Cisneros, la poesía es la lucha permanente contra el lugar común. La crónica no tiene otro terreno de batalla. El cronista es un escritor que se enfrenta a un mundo —el periodístico, como primera órbita— donde la palabra ha sido desprestigiada por la ociosidad. Y donde la realidad es usualmente reducida a fórmulas miserables. 

     Las diferencias entre este periodismo subjetivo y el periodismo de los periódicos de hoy —impersonal, frío, en apariencia objetivo y omnisciente— son explícitas y han sido expuestas por varios cronistas, así como también por los académicos del género, y vuelvo a Albert Chillón, que lee el asunto desde la filosofía y trae a cuento a José María Valverde:
    ... toda nuestra actividad mental es lenguaje, es decir, ha de estar en palabras o en busca de palabras. Dicho de otro modo: el lenguaje es la realidad y la realización de nuestra vida mental, a la cual estructura según sus formas —sus sustantivos, adjetivos, verbos, etc.; su sintaxis, tan diversa en cada lengua; sus melodías, su fraseo... la realidad, entonces, no es que —como se suele suponer entre muchas personas cultas— haya primero un mundo de conceptos fijos, claros, universales, unívocos, y luego tomemos algunos de ellos para comunicarlos encajándolos en sus correspondientes nombres; por el contrario, obtenemos nuestros conceptos a partir del uso del lenguaje. Ciertamente, casi nadie suele ocuparse de ello, porque solemos dar el lenguaje por supuesto, como si fuera natural, lo mismo que respirar.

      Chillón cuenta que la primera intuición de este fenómeno se la debemos a Wilhem von Humbolt, ahondada después por Nietzsche, «quien añadió a la anterior una nueva intuición fundamental: que, además de inseparable del pensamiento, el lenguaje posee una naturaleza esencialmente retórica; que todas y cada una de las palabras, en vez de coincidir con las “cosas” que pretenden designar, son tropos, es decir, alusiones figuradas, saltos de sentido que traducen en enunciados tangibles las experiencias sensibles de los sujetos». Y, enseguida, para un deleite del que no voy a privarme, cita a Nietzsche:
     Lo que se llama «retórico» como medio de arte consciente estaba activo como medio de arte inconsciente en el lenguaje y su devenir, más aún, que la retórica es una continuación de los medios artísticos situados en el lenguaje, a la clara luz del entendimiento. No hay ninguna naturalidad no-retórica en el lenguaje, a que se pudiera apelar: el propio lenguaje es el resultado de artes retóricas. (...) El hombre, al formar el lenguaje, no capta cosas o procesos, sino excitaciones: no transmite percepciones sino copias de percepciones. (...) No son las cosas las que entran en la conciencia, sino la manera como nos relacionamos con ellas, el phitanón. La plena esencia de las cosas no se capta nunca. (...) Como medio artístico más importante de la Retórica valen los tropos, las indicaciones impropias. Todas las palabras, sin embargo, son tropos, en sí y desde el comienzo, en referencia a su significado. (...) ¿Qué es, pues, la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos; en resumen, una suma de relaciones humanas, poética y retóricamente elevadas, traspuestas u adornadas, y que, tras largo uso, a un pueblo se le antojan firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas que se han desgastado y han quedado sin fuerza sensorial; monedas que han perdido su imagen y ahora se toman en cuenta como metal, ya no como monedas. 

     Concluye Chillón que «la palabra humana, radicalmente y sin remisión, es a la vez logos y mythos: aúna concepto abstracto   e imagen sensorial, razón y representación, denotación precisa y connotación sensible, referencia analítica y alusión sintética, efectividad y afectividad».
     Que la verdad sea un concepto tan deleznable no significa la inexistencia de la mentira. Es cierto que, como decía Octavio Paz, «la palabra es un símbolo que emite símbolos», pero esto no traduce que nos hayamos librado de los embustes.
     Lo anterior me lleva a la tercera fuerza esencial del periodismo literario, que es la exactitud. Según Sims, «al contrario de los novelistas, los periodistas literarios deben ser exactos. A los personajes del periodismo literario se les debe dar vida en el papel, exactamente como en las novelas, pero sus sensaciones y momentos dramáticos tienen un poder especial porque sabemos que sus historias son verdaderas. La calidad literaria de estas obras proviene del choque de mundos, de una confrontación con los símbolos de otra cultura real».
      La exactitud termina por ser una lista de noes que enunció Mark Kramer:
    Las convenciones que los periodistas literarios dicen seguir para mantener las cosas claras frente a los lectores incluyen: no fabricar escenas; no distorsionar la cronología; no inventar citas; no atribuir ideas a las fuentes, a menos que éstas hayan dicho que tuvieron esas ideas; y no hacer tratos encubiertos que impliquen pagos o control editorial. Los escritores de vez en cuando se comprometen a no usar los nombres reales de sus fuentes o detalles que permitan identificarlas, a cambio del acceso directo, y notifican a los lectores que así lo hicieron. Estas convenciones ayudan a mantener la fe. El género no tendría tanto sentido si no fuera así. Acogerse a estas convenciones lleva a la franqueza. 

     El cuarto elemento, la cuarta fuerza esencial que predica Sims del periodismo literario es el simbolismo del texto. ¿Qué hay más allá de los hechos?, ¿qué subyace, qué significa la historia que su observación le narra? Al respecto Richard Rhodes, que se pasó dos años investigando las armas atómicas para su libro Ultimate Powers, le dijo lo siguiente a Norman Sims:
    Para mí eso ha sido de una importancia tremenda. La revelación de los asuntos trascendentales del universo, el sentido de que detrás de la información hay estructuras profundas, ha sido central en todo lo que he escrito. Ciertamente es algo central cuando se escribe sobre las armas atómicas, y estoy empezando a desenterrar algunas de esas estructuras profundas. No hablamos tanto sobre 1as armas nucleares como sobre el hecho de que el siglo veinte ha perfeccionado una máquina total de muerte. Producir cadáveres es nuestra mayor tecnología. 

    Y Sims comenta:
     Eso es lo que quería decir en el prefacio de Looking for America cuando escribí que buscaba algo distinto, la bestia en la jungla, las máscaras de los hombres. Quería decir que todo se muestra, que se muestra para todo el mundo. Eso es lo que persigo. No es hacer metáforas fáciles. (...) Es mirar a través, escudriñar la información con la esperanza de ver lo que hay detrás. Más que cualquier otro escritor que haya conocido, Rhodes tiene razón en buscar mediante la prosa las realidades simbólicas que «hay más allá». Las «realidades simbólicas» tienen dos lados: el significado interno que la escritura tiene para el escritor, y las «estructuras profundas» mencionadas por Rhodes y que se encuentran tras el contenido de un escrito. 

     A la hora de hablar de motivaciones, y sin pretender uniformarlas para todos los casos, valiosos, muy valiosos son los testimonios de Martín Caparrós y de Juan Villoro. Dice Caparrós que
      la información (tal como existe) consiste en decirle a muchísima gente qué le pasa a muy poca: la que tiene poder. Decirle, entonces, a muchísima gente que lo que debe importarle es lo que les pasa a ésos. La información postula (impone) una idea del mundo: un modelo de mundo en el que importan esos pocos. Una política del mundo. 
     La crónica se rebela contra eso cuando intenta mostrar, en sus historias, las vidas de todos, de cualquiera: lo que les pasa a los que también podrían ser sus lectores. La crónica es una forma de pararse frente a la información y su política del mundo: una manera de decir que el mundo también puede ser otro. La crónica es política.

       Por su parte, anota Juan Villoro:
      El intento de darles voz a los demás —estímulo cardinal de la crónica— es un ejercicio de aproximaciones. Imposible suplantar sin pérdida a quien vivió la experiencia. En Lo que queda de Auschwitz, Giorgio Agamben indaga un caso lí- mite del testimonio: ¿quién puede hablar del holocausto? En sentido estricto, los que mejor conocieron el horror fueron los muertos o los musulmanes, como se les decía en los campos de concentración a los sobrevivientes que enmudecían, dejaban de gesticular, perdían el brillo de la mirada, se limitaban a vegetar en una condición prehumana. Sólo los sujetos física o moralmente aniquilados llegaron al fondo del espanto. Ellos tocaron el suelo del que no hay retorno; se convirtieron en cartuchos quemados, únicos «testigos integrales».
     La empatía con los informantes es un cuchillo de doble filo. ¿Se está por encima o por debajo de ellos? En muchos casos, el sobreviviente o el testigo padecen o incluso detestan hallarse al otro lado de la desgracia: «Ésta es precisamente la aporía ética de Auschwitz», comenta Agamben: «El lugar en que no es decente seguir siendo decentes, en el que los que creyeron conservar la dignidad y la autoestima sienten vergüenza respecto a quienes las habían perdido de inmediato». 
     ¿Qué espacio puede tener la palabra llegada desde fuera para narrar el horror que sólo se conoce desde dentro? De acuerdo con Agamben, el testimonio que asume estas contradicciones depende de la noción de «resto». La crónica se arriesga a ocupar una frontera, un interregno: «Los testigos no son ni los muertos ni los supervivientes, ni los hundidos ni los salvados, sino lo que queda entre ellos». 

      Oigamos a Monsiváis:
     En lo tocante a la dimensión moral de la crónica la idea fija que se impone por un tiempo largo le adjudica al género el darle voz a los que no la tienen: los pobres, los indígenas, las mujeres discriminadas, los jóvenes desempleados, los trabajadores migratorios, los presos, los burócratas menores, los campesinos. Esto propicia denuncias con resultados de consideración, y se presta también al proteccionismo ideológico y el chantaje sentimental a nombre de los que no están allí para desmentir, precisar, o explicar su voluntad de verse representados. 
 
     Aparte de las intenciones, el otro aspecto de los simbolismos consiste en las posibles interpretaciones que se desprenden de los hechos, y aquí hay que poner una alerta en contra de la moralina y de las predicaciones. Ay del cronista que pretenda derivar una moraleja de su historia. Leila Guerriero escribió: «Hay muchas cosas que pueden matar un perfil, pero su peor ponzoña es el lugar común. Cualquier historia sucumbe si se la salpica con polvos como la superación humana, el ejemplo de vida o la tragedia inmarcesible. Decir eso es fácil. Más difícil es entender que el lugar común anida, también, en nuestros corazones biempensantes, políticamente correctos». Más bien cabe cierto honrado y transparente escepticismo: «Si hay algo que el ejercicio de la profesión me ha enseñado es que un periodista debe cuidarse muy bien de buscar una respuesta única y tranquilizadora a la pregunta del por qué», anota la misma Leila Guerriero. Con respecto al trasfondo de la narración, oigamos a Alberto Salcedo Ramos: «Mi Nirvana no empieza donde hay una noticia sino una historia que me conmueve o me asombra. Una historia que, por ejemplo, me permite narrar lo particular para interpretar lo universal. O que me sirve para mostrar los conflictos del ser humano».

Intermedio 


                                                          De una situación sólo veo la apariencia, de ésta sólo un destello,
                                                                                                              y aun de ello un mero contorno.
                                                                                                                             KARL KRAUSS


           13 de octubre de 2010. En esta fecha estoy inmerso en la preparación de esta antología de la crónica latinoamericana del siglo veintiuno. Son las cuatro de la tarde y faltan seis horas para que se inicie el rescate de los 33 mineros de la mina San José, en Chile, sepultados desde hace 69 días. CNN transmite en directo. En este mismo instante no se sabe si volverán todos vivos, pero el optimismo es universal. Entrevistan a la tía de uno de los «33 héroes» y dice que lo primero que hará al verlo será abrazarlo, y después confiesa que nunca lo ha abrazado. Cambio a estudios en Atlanta y Daniel Viotto cuenta que Fénix, la cápsula donde vendrán los mineros a la superficie, fue construida teniendo en cuenta el tamaño del más grande de los mineros sepultados. Vuelta a la transmisión desde la mina: habla el presidente Piñera, luego hay una toma en la ceremonia religiosa multicultos que se está celebrando; contrapunto con un periodista que cuenta que los mineros pactaron que cada uno hablará a los periodistas de sí mismo, no de los demás, no de los otros 32. Se respira una atmósfera de acontecimiento histórico. Todos hacemos fuerza porque este milagro de volver vivos desde casi setecientos metros dentro de la Tierra se cumpla a plenitud...
         ... y me miro en el espejo de este texto, CNN al fondo, y descubro algo que está más allá de que el medio sea el mensaje: la realidad comienza a funcionar a manera de crónica. Una escena acá, una entrevista más acá, allá lejos el suspenso, que estoy viviendo en tiempo real, y que en la crónica escrita se convertirá en las expectativas que el texto genere: ¿cuántas crónicas, en forma de libro, de texto periodístico, de documental, de blog, nacerán de este drama que ha transcurrido, por semanas, en tiempo real, de la misma manera que transcurre una narración periodística? Una forma brutal de la vieja ley que enunció Wilde —la naturaleza imita al arte—: la fatalidad, oscura o luminosa, se anticipa a la literatura. 


La crónica como arte 


      Hoy en día, la crónica latinoamericana es un género autónomo, con su propio territorio que tiene tratados de límites —o de ilímites—, por un lado, con la información neutra del periodismo establecido y, por otro lado, con la literatura.
      Julio Villanueva Chang se da —y nos da— gusto citando al casi infalible, al siempre agudo Walter Benjamin, que acertó señalando nuestra patética, progresiva e irremediable pérdida de memoria: «Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño por cien veces menos de su valor para que nos adelanten la pequeña moneda de lo “actual”». Continúa Villanueva Chang: «Una de las mayores pobrezas de la prensa diaria —sumada a su prosa de boletín, a su retórica de eufemismos y a su frecuente conversión en escándalo y publicidad— continúa pareciendo un asunto metafísico: el tiempo. Lo actual es la moneda corriente, pero tener tiempo sigue siendo la gran fortuna». Tres líneas más abajo dirá:
      El trabajo de un reportero de diario suele ser un tour sin tiempo para el azar ni la reflexión: páginas programadas, entrevistados programados, escenarios programados, respuestas programadas, tiempo programado. Se suele ver a un entrevistado en los lugares de siempre: la oficina, un restaurante, la sala de su casa. No hay noticias, sólo comunicados. Y descubrir se ha vuelto escandalizar. Reportear se ha convertido sobre todo en entrevistar. Pero la entrevista como género suele ser un acto teatral, y en la mayoría de ocasiones no llega a ser una situación de conocimiento, mucho menos una experiencia: tan sólo una colección de declaraciones más o menos oficiales, y, en el mejor de los casos, la grandilocuencia del verbo confesar. La prensa quiere imitar a la televisión. Desde hace un tiempo los periodistas se empeñan en parecerse cada vez más a los fiscales y a los curas. Si es una virtud consagrada publicar una noticia a tiempo, el problema es que el tiempo justo para publicarla no lo dicta la incontestable autoridad de un reportaje, sino la desesperación de ganar a los telediarios y periódicos de la competencia. «El presente es siempre invisible», recordaba Marshall McLuhan. Sólo queda tiempo para actuar en apresuradas entrevistas de un sólo acto. Pero no queda tiempo para entender en verdad el drama completo. Menos para traducir, por medio de una historia, su significado.

      Las diferencias entre este periodismo subjetivo y el de los periódicos de hoy —impersonal, frío, en apariencia objetivo y omnisciente— son explícitas y han sido expuestas por casi todos los cronistas con un punto de vista en el que son unánimes: el periodismo literario, que, como hemos visto, no es ni más ni menos objetivo que el seco periodismo omnisciente, que posiblemente trasmita mejor el mundo que narra gracias a la inmersión, a la voz personal, a la exactitud y a la dimensión simbólica, el periodismo literario, en tanto que literario, en tanto que personal, forma parte del arte.
     Que forma parte del arte no lo dudan sus más próximos vecinos, los autores de ficción. Dice Juan Villoro: «El siglo veinte volvió específico el oficio del cronista que no es un narrador arrepentido. Aunque ocasionalmente hayan practicado otros géneros, Egon Erwin Kisch, Bruce Chatwin, Álvaro Cunqueiro, Ryszard Kapuscinski, Josep Pla y Carlos Monsiváis son heraldos que, como los grandes del jazz, improvisan la eternidad». Y añade: «Algo ha cambiado con tantos trajines. El prejuicio que veía al escritor como artista y al periodista como artesano resulta obsoleto. Una crónica lograda es literatura bajo presión».
     Tomás Eloy Martínez dice lo mismo con una paradoja: «Antes, los periodistas de alma soñaban con escribir aunque sólo fuera una novela en la vida; ahora, los novelistas de alma sueñan con escribir un reportaje o una crónica tan inolvidables como una bella novela». Leila Guerriero lo dice así: «No creo en crónicas que no tengan fe en lo que son: una forma del arte».
     Que sea un arte tan vivo y en plena expansión conjeturo que se debe a dos factores: el primero es el respeto por el lector y el segundo es el papel de lo insólito, mejor, del asombro como ingrediente central de la crónica latinoamericana actual.
      En cuanto al respeto por el lector, éste se manifiesta con el horror a ser aburridos que tienen estos escritores. Benditos sean. Ese pánico de ser aburridos permite armar un menú antológico de apasionante lectura, variada y cruel, voraz y veraz, entretenida y entrometida. «La magia de una buena crónica consiste en conseguir que un lector se interese en una cuestión que, en principio, no le interesa en lo más mínimo», ha dicho Martín Caparrós y su enunciado me ha sido muy útil como criterio rector para escoger las crónicas de esta antología de la nueva crónica en español de nuestro continente.
      La prevención contra el aburrimiento viene de todos lados (¿y cuál mayor respeto por el lector que evitarle el bostezo?). Kramer es tajante:
     A los lectores que se involucran en un texto les suele importar el camino por el cual una situación llegó a un punto determinado, y qué les va a suceder a los personajes más adelante. Los buenos periodistas literarios nunca se olvidan de ser entretenidos. Mientras más serias sean las intenciones del escritor, y más franco y crucial sea el mensaje o el análisis que hay detrás de la historia, es más importante mantener cautivos a los lectores. El estilo y la estructura entretejen la historia y la idea de forma atractiva. 

     Al enunciar las reglas de oro de la crónica, Alberto Salcedo Ramos dice:
     La regla de oro número uno es por cortesía de Woody Allen: «Todos los estilos son buenos, menos el aburrido». Tú puedes hablar de lo que quieras, desde el Teorema de Pitágoras hasta la caspa del mico que acompaña a Tarzán; puedes escribir sobre lo triste, sobre lo folclórico, sobre lo trágico, sobre el frío, sobre el calor, sobre la levadura del pan francés o sobre la máquina de afeitar de Einstein. El lector te permite lo que sea, incluso que le mientes la madre, incluso que seas soberbio, pero no que lo aburras. A mí me parece que un buen prosista es, en esencia, un seductor, una persona que te atrapa irremediablemente con lo que escribe.

     Leila Guerriero señala que el aburrimiento es el peor de los pecados: «En todo caso, una cosa sí sé, y es que la universidad no salva a ningún periodista del peor de los pecados: cometer textos aburridos, monótonos, sin climas ni matices, limitarse a ser un periodista preciso y serio, alguien que encuentra respuestas perfectas a todos los porqués, y que jamás se permite la gloriosa lujuria de la duda».
     El remedio contra el aburrimiento que la crónica latinoamericana ha aplicado, con éxito, es la búsqueda de lo inesperado, de lo excepcional, de lo sorprendente. Para Salcedo Ramos, «el reto que tenemos no es inventar lo sorprendente sino descubrirlo. Mi nirvana no empieza donde hay una noticia sino donde avisto una historia que me conmueve o me asombra».
    Lo dicho por Salcedo Ramos tiene un significado trascendental. Un cambio de esencias. Se ha transformado el arquetipo. El arquetipo ya no es la noticia sino lo asombroso.
    Ya no es la noticia sino lo asombroso. No son frases. Ni es sólo una frase la de Tite Curet Alonso, «Tu amor es un periódico de ayer»: así como rápidamente se agota la lectura de una revista de noticias (Time, por ejemplo, tres meses después de aparecida es sólo arqueología hecha a fragmentos), por contraste, un ejemplar de El Malpensante de hace cinco años, uno de Etiqueta negra añejo —como su nombre lo indica— o uno de Gatopardo o de Soho de hace tiempos se dejan leer deliciosamente de pasta a pasta, de rabo a cabo, de pe a pa. Me consta.
     Martín Caparrós identifica con una palabra la base de este fenómeno afortunado: «Así escribieron América los primeros: narraciones que partían de lo que esperaban encontrar y chocaban con lo que se encontraban. Lo mismo que nos sucede cada vez que vamos a un lugar, a una historia, a tratar de contarlos. Ese choque, esa extrañeza, sigue siendo la base de una crónica».
     En suma, la crónica como obra de arte es alérgica al aburrimiento, es fruto de la inmersión en el mundo de cronistas con una voluntad de estilo, es una artesanía de la palabra, posee un sentido de la eficacia de las técnicas, de los ritmos, del orden que se le confiere a los hechos. En ella hay una voluntad de estilo.
     Esa identidad propia —que aparece en el universo autó- nomo de excelentes cronistas que hay hoy en América Latina y que se puede fijar mirando las revistas mencionadas— también tiene sus propios comunes denominadores. Dije «excelentes cronistas» y me gusta la expresión porque, sin necesidad de redundancias políticamente correctas, abarca todos los sexos. Excelente cronista puede ser una mujer, y un hombre también puede ser, sin cambiarle ni una letra, excelente cronista. Y en el caso que nos ocupa, vale destacar que, en el periodismo narrativo latinoamericano de hoy, existen cronistas excelentes entra ellas y ellos.
 

Un género en expansión 


     La nueva narrativa periodística latinoamericana, con todo y que mantiene su núcleo alrededor de las revistas de crónicas, se ha desbordado en varias direcciones: una, la más obvia, hacia la prensa que no publicaba crónicas, algunos diarios, algunos suplementos semanales de grandes periódicos.
     Otra, los libros monotemáticos, frutos de larga investigación que ahora pueblan los estantes de las librerías.
     Otra dirección más es el cambio de estilo que el periodismo narrativo está imponiendo en la prensa diaria. Tomás Eloy se refiere así al New York Times del 2 de noviembre de 2001:
     Tres de los seis artículos de la primera página compartían un rasgo llamativo: cuando daban una noticia, la contaban a través de la experiencia de un individuo en particular, un personaje paradigmático que reflejaba, por sí solo, todas las facetas de esa noticia, o que era él mismo la noticia. Sucedía lo mismo en tres de los cuatro artículos de portada de la sección A Nation Challenged, que se está publicando a diario desde los ataques del 11 de septiembre. Eso no significa que haya menos información: hay más. Sucede que la información no viene digerida para un lector cuya inteligencia se subestima, como en los periódicos convencionales, sino que se establece un diálogo con la inteligencia del lector, se admite de antemano que ha visto la televisión, ha leído acaso algunos sites de Internet y, sobre todo, que tiene una manera personal de ver el mundo, una opinión sobre lo que pasa. La gente ya no compra diarios para informarse. Los compra para entender, para confrontar, para analizar, para revisar el revés y el derecho de la realidad. 

     Y otra dirección más, la más extensa, acaso la más profunda, casi con seguridad la que tiene más futuro: la red virtual, la nube informática. Algunas revistas que circulan en Internet, algunos blogs, son terreno en donde la crónica comienza a prosperar. Además de un grupo grande de la cofradía de croniqueros  de revistas de crónicas, ya hay en este universo creciente una apreciable narrativa periodística; en la presente antología vienen muestras como la del mexicano Carlos López-Aguirre, procedente de su blog —un recuerdo de la infancia localizado en el terremoto de 1986—, y del dominicano Frank Báez, codirector de la revista virtual de poesía Ping-pong, el relato de un concierto de Bob Dylan.
     La mención de Báez permite conectar con las relaciones entre crónica y poesía. Lo primero: es alta la carga poética de muchos de los textos de la nueva narrativa periodística. Así también los procedimientos de la poesía narrativa y de la crónica, que pueden ser análogos, como el frecuente uso de la enumeración. En fin, hay poemas que son crónicas, como el que sigue, del mismo Frank Báez:

      Quita Sueño

      Perder una pierna trabajando 
      De operario en una zona franca 
      Duele menos que cuando los gringos
      Te donan una prótesis de plástico 
      Que te pondrás para emborracharte en los colmados 
      Y que apoyarás con fuerza en la acera 
      Al retornar a casa 
      Temeroso de que los perros del barrio 
      Puedan morderla y arrancártela 

     Con respecto al matrimonio o, mejor, unión libre entre crónica y poesía, el cuento es viejo y hay momentos en la historia del periodismo narrativo durante los cuales la mejor producción ha provenido de los poetas. Baste recordar nombres como Rubén Darío, José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal, Amado Nervo, Herrera y Ressig y tantos otros poetas modernistas.
     Sin embargo, mientras las crónicas de los modernistas alcanzaron a ver su propia declinación sin llegar al cenit, la cró- nica del siglo veintiuno, en plena expansión, no teme incorporar el instinto poético en sus ingredientes como en Rock Down, de Leila Guerriero sobre un grupo de rock dirigido por un chico, un poeta con síndrome de Down, Miguel Tomasín: «Miguel dice que Dios es una cámara oculta. O un pájaro mixto. Y le preguntamos cómo es el pájaro mixto, y Miguel dice que es el Dios de Dios. Y cómo es, Miguel, le preguntamos. “Mitad camuflado y mitad láser”, te contesta. O le preguntás qué hay en la Luna. Respuesta de Miguel: un tornillo y un casete de chamamé».
      Poesía como lo que ocurre en Casa blanca, la prisión mixta de Villavicencio, Colombia: «Allí viven 1.268 hombres y 82 mujeres separados por un muro reforzado con varillas de acero sin resquicios para mirarse, excepto en un tramo de doce metros donde la pared se interrumpe y da paso a una reja metálica de cinco metros de alto. A ese corredor al aire libre, por donde pasan las internas cuando son llevadas a otros sitios de la cárcel, se le conoce como el paso del amor. Decenas de presos han logrado conseguir novia en ese breve momento, cuando las mujeres caminan sin permiso para detenerse». Esas visiones bastan para encender el amor entre varias parejas que se han encontrado allí. Lo cuenta José Alejandro Castaño en La cárcel del amor, dejando que la poesía brote por sí sola de la historia.
     A principios del siglo veinte, Gutiérrez Nájera hacía el réquiem del género: «La crónica, señores y señoritas, es, en los días que corren, un anacronismo. (...) ha muerto a manos del reporter (...). La pobre crónica, de tracción animal, no puede competir con esos trenes-relámpago». No obstante, todavía disponiendo de precarios medios de comunicación, autores como Martí o Rubén Darío alcanzaron a publicar sus crónicas en periódicos de ambas orillas del Atlántico y en varias capitales de esta orilla, de Nueva York a Buenos Aires.
     Hay ocasiones, también, en que el poema hace suyo un tema típico de la crónica, los terremotos, los desastres naturales. Escribió Frank Báez:
      Sábado 23 de enero de 2010, Haití
     Vi en la tele un hombre que buscaba
      A su familia entre los escombros de un edificio. 
      Llevaba más de una semana cavando. 
      (Había perdido las uñas)
      Movía de un lado a otro los desechos en vano. 
      Los vecinos repetían que descansara,
      Que comiera, que bebiera agua. 
      Pero el hombre seguía cavando boca abajo
      En la oscuridad como un topo. 
     Alguien me dijo en un bar que escribiera 
     Un poema sobre el terremoto en Haití. 
     ¿Para qué? La historia lo ha probado: 
     La poesía no puede arrebatarle bebés a la muerte. 
     Ni un hueso. Ni siquiera un zapato. 

Periodismo en primera persona 

    El testimonio resulta, al final, una verdad marcada por una manera de ver o no ver lo que se le presenta. Este relativismo legitima estilos de periodismo que ya tienen un nombre y una historia. Entonces se convierte en periodismo —periodismo gonzo, lo llaman— el testimonio de quien ha vivido situaciones gracias a roles que se impone. Así el cronista cuenta el día en que fue mesero o torero o cuentachistes o minero o policía o vendedor ambulante o etcétera, largo etcétera. Si vamos a ser estrictos, en ese nuevo rol del cronista hay algo que no es rigurosamente cierto. No lo es ¿y qué? La fidelidad con la verdad nace a partir de ahí.
     A veces, en su fase investigativa, la crónica impone que el hallazgo de la verdad sea posible gracias a una mentira. Para escribir su libro Esclavas del poder, 318 páginas de crónica devastadora sobre «la trata sexual de mujeres y niñas en el mundo», Lydia Cacho cuenta: «En mi viaje desde México hasta el Asia central me disfracé y asumí personalidades falsas. Gracias a ello pude sentarme a beber café con una tratante filipina en Camboya; bailé en un centro nocturno al lado de bailarinas cubanas, brasileñas y colombianas en México; entré en un prostíbulo de jóvenes en Tokio donde todos parecían personajes salidos de un manga; y caminé vestida de novicia por La Merced, uno de los barrios más peligrosos de México, controlado por poderosos tratantes».
    Un ejemplo —extremo, como corresponde a la crónica de nuestro tiempo— es el repertorio de yoes de Gabriela Wiener, que le alcanzó para reunir un conjunto de crónicas gonzas con el tema Antologia_cronica_latinoame.indd 38 16/01/12 17:12 39 exacto de su título, Sexografías, que sus editores presentan así por Internet: «Un viaje kamikaze lleva a la cronista Gabriela Wiener a infiltrarse en cárceles limeñas, exponerse a intercambios sexuales en clubs de swingers, transitar los oscuros senderos del Bois de Boulogne parisino para convivir con travestis y putas, someterse a un complicado proceso de donación de óvulos, participar en un ritual de ingestión de ayahuasca en la selva amazónica o a colarse en las alcobas de superestrellas del porno como Nacho Vidal. Todo con una única finalidad: conseguir la exclusiva más ególatra, el titular más sabroso y la noticia más delirante. Afortunadamente, esta joven heroína del gonzo más extremo sale indemne y puede contarlo, y lo hace con una mordacidad y una clarividencia digna de los mejores maestros de los años dorados del Nuevo Periodismo. Un recorrido temerario y trepidante por el lado más salvaje del periodismo narrativo».
      La exposición «a intercambios sexuales en clubes de swingers» es el tema de la crónica de Wiener —«Dame el tuyo, toma el mío»— incluida en la presente antología, texto que tiene un interés adicional: tiempo después de su testimonio gonzo, la autora escribió una crónica de su crónica —«Swingers, el detrás de escena»—, también seleccionada en este libro. Estas inmanencias fueron provocadas por los editores de Etiqueta negra y en ellas se nota, precisamente, la manera tan determinante como han influido las grandes revistas de crónica en la conformación del estilo y del universo mental de la narrativa periodística latinoamericana de hoy.
     Acerca de los editores o directores de las revistas de crónicas, es evidente que lo han hecho bien; el género ha crecido, ha penetrado, se ha comercializado debidamente, incluyendo los subproductos respectivos: talleres, congresos, cursos, premios, blogs, y ha logrado esto sin perder el nivel, todo lo contrario, creciendo, gracias al surgimiento de nuevos talentos y, más recientemente, de nuevas fuentes de circulación que multiplican la cantidad de excelentes cronistas, como los blogs y las revistas virtuales. Esos editores y directores, además, son buenos cronistas: el capataz sabe pegar ladrillos y esto facilita que logren buenas cosas de los cronistas, los pegaladrillos de mi metáfora. Esta antología incluye crónicas de Toño Angulo Danieri, Marco Avilés, Daniel Titinger (miembros,  todos ellos, del equipo de Etiqueta negra) y Julio Villanueva Chang (fundador de ésta), de Mario Jursich (El Malpensante) y de Liza López (Marcapasos).
     El párrafo sobre Gabriela Wiener es pertinente para señalar otra característica, menos metafísica, del periodismo narrativo de principios del siglo veintiuno: quiere contar las situaciones extremas, los guetos, las más extravagantes o inesperadas tribus urbanas, los ritos sociales —espectáculos, deportes, ceremonias religiosas—, las guerras, las cárceles, las putas, los más aberrantes delitos, las más fulgurantes estrellas. En el fondo de esto hay algo que parece necesario: hacer explícitas las más inesperadas formas de ser distinto dentro de una sociedad; ser un mago sin un brazo, ser el hombre más pequeño del mundo, ser un travesti viejo y pobre, un excarcelado que sigue diciendo que es inocente, un cantante famoso, un asesino a sueldo, una puta, un puto, las más inimaginables maneras de ser, y —casi siempre— contarlo con la naturalidad de quien supone que todos tienen derecho de ser lo que son.

Trabajo para valientes 

    Es natural que la posición del cronista se endurezca. Óscar Martínez, el valientísimo autor del libro Los migrantes que no importan, dedicado al tráfico humano del sur al norte de México por la franja oriental del país, ha visto y oído de todo: chantajes, secuestros, asesinatos, violaciones, trata de blancas y un repertorio difí- cilmente alcanzable de atrocidades de variado tipo. Al fin, con la matanza de 72 personas en Tamaulipas a fines de agosto de 2010, la opinión pública y las autoridades parecían darse cuenta de esos migrantes que no importan. Sin embargo, el 26 de agosto del mismo año, Martínez escribió su columna de opinión en El Faro, el diario salvadoreño donde colabora con el título de «Nos vemos en la próxima masacre de migrantes»:
     No comprendo la algarabía que se ha desatado por los 72 migrantes asesinados en México por Los Zetas. Supongo que se debe a la cantidad de cuerpos apiñados, a lo explícito de la imagen del rancho en el municipio de San Fernando, TamauAntologia_cronica_latinoame.indd 40 16/01/12 17:12 41 lipas, casi en la frontera con Brownsville, Texas. Es un gusano de cadáveres que se enrolla recostado en la pared del galerón descascarado de ese monte en medio de la nada, allá por donde llega el caminito de tierra. Algunos cadáveres estaban atados de manos por la espalda. Otros yacen apiñados, unos sobre otros, en las partes donde el gusano se engorda. No comprendo la algarabía que se ha desatado por la masacre de tantos migrantes.
     Los grandes medios de comunicación mexicanos, los salvadoreños, los hondureños, los guatemaltecos, hasta los estadounidenses, españoles y sudamericanos han utilizado sus portadas, sus páginas principales, sus noticiarios estelares para hablar de la masacre de migrantes en México. No comprendo la algarabía de tanto medio tan grande.
     Los políticos, los de México, de Centroamérica, de Brasil, de Ecuador, han salido urgidos a sentarse en sus sillas de conferencia de prensa, ante aquellos medios, para luego salir en portada. Eso sí, no cualquier político. Son jefes de departamentos, de institutos, de organismos. Son, incluso, los mismísimos presidentes de esos países los que han dicho, como dijo el de México, que los autores de la masacre de San Fernando son unas «bestias». No comprendo tanta algarabía de tanto político tan importante.
     No lo comprendo porque las algarabías suelen explotar tras la sorpresa. No lo comprendo, y si me obligaran a intentarlo diría que fingen. Se están inventando esas caras serias, ese gesto seco. Están haciendo ostento de su tinta, de su tecnología, de su capacidad de contratar un servicio de noticias por cable.
      La masacre de San Fernando, Tamaulipas, cerca, muy, muy cerca de Estados Unidos, allá por donde los indocumentados casi han llegado, no es sorprendente. La masacre de San Fernando, allá a donde un migrante centroamericano llega tras más de 20 días de viaje, es sólo un hecho más, uno impactante, pero nada más. La masacre de San Fernando, allá a donde un centroamericano llega tras haber abordado como polizón más de ocho trenes, era previsible. La masacre de los indocumentados en México empezó a principios de 2007.
      Lo que empezó esta semana una vez más son las conferencias de prensa de los funcionarios compungidos. Lo que empezó esta semana son los grandes titulares de los medios que ni sabían dónde queda Tamaulipas ni qué diablos hace por aquellos lados un indocumentado centroamericano. Lo que empezó esta semana es el circo. Pero ése se acaba pronto. Ése no dura muchos años, ni muchos meses, ni siquiera muchas semanas.
      Es mentira lo que dijo ayer Alejandro Poiré, el secretario del Consejo de Seguridad Nacional de México, el vocero en temas de crimen organizado. Dijo que en los últimos meses han recibido información de que algunas organizaciones de delincuentes participan en secuestros y extorsión de migrantes. Es mentira. Lo sabe hace mucho. Lo dijo el FBI a finales de 2007. Lo dijo la Comisión Nacional de Derechos Humanos de México a mediados del año pasado. Lo dijo bien claro. Su informe se titulaba «Informe Especial Sobre Secuestro de Migrantes en México». Decía que cerca de diez mil indocumentados, principalmente centroamericanos, habían sido secuestrados sólo en los últimos seis meses. Decía también el nombre y apellido de esa «organización de delincuentes». Se llaman Los Zetas, son una banda organizada que existe desde 1997, que fundó el Cártel del Golfo, que nació con militares de élite reclutados para entrenar sicarios. Decía también que las autoridades de municipios y estados mexicanos participaban en esos secuestros. Decía que ocurrían a la luz del día en municipios y estados que también tienen nombre: Tenosique, Tabasco, Coatzacoalcos, Medias Aguas, Tierra Blanca, Veracruz, Ixtepec, Oaxaca, Saltillo, Coahuila, Reynosa, Nuevo Laredo, Tamaulipas. Tamaulipas. Es mentira que Poiré y aquellos de los que él es vocero lo sepan «hace unos meses». Unos pinches meses, diría un mexicano.
      Es mentira, como dijo ayer Antonio Díaz, el coordinador de asesores del Instituto Nacional de Migración de México, que en lo que va de 2010 han detectado alrededor de siete secuestros de migrantes por parte de organizaciones criminales. Es mentira, porque compartimos mesa el lunes 5 de julio a las 6 de la tarde en la Comisión de Derechos Humanos Antologia_cronica_latinoame.indd 42 16/01/12 17:12 43 de la capital mexicana. En esa mesa dijimos que mientras dá- bamos esa charla había migrantes secuestrados, y no siete, dijimos cientos. CIENTOS. Y él asintió.
      [...]
    Si se embarraran, si salieran de sus conferencias, si dejaran de asentir cuando dicen que creen algo para luego no hacer nada. Si dejaran de mentir. Supieran que desde Tamaulipas Los Zetas controlan todo un sistema de secuestro de centroamericanos. Supieran que Los Zetas infiltran a centroamericanos en el tren para detectar a los migrantes que tienen familia en Estados Unidos, a esos a los que le sacan a tablazos los 500, 800, 1.000 o hasta 5.000 dólares en secuestro exprés. Supieran que en cada estaca (y supieran que estaca se le llama a los comandos de Los Zetas) hay un carnicero (y supieran que los carniceros son esos hombres que cortan en trocitos a los migrantes por los que nadie responde y que después los meten en un barril y los queman). Supieran que ranchos como el rancho de San Fernando hay decenas en México y que en muchos hay cadáveres enterrados. Supieran que en San Fernando no hay periodistas que hablen de Los Zetas (ni en Tenosique, ni en Medias Aguas, ni en Orizaba, ni en Tierra Blanca, ni en Saltillo, y supieran también dónde quedan estos lugares) porque los matan. Supieran que desde 2007 Los Zetas controlan desde Tamaulipas la ruta de los coyotes. Supieran que el que no paga muere y que aunque no se vean los cadáveres ahí están. 
     Ustedes no están sorprendidos, nadie de ustedes. Ustedes han montado esta algarabía para parecer sorprendidos. Ustedes son unos mentirosos. A ustedes ya se les va a volver a olvidar una masacre que empezó en 2007. A ustedes sólo hay una manera de despedirlos: nos vemos en la próxima masacre. 

     Es el momento de señalar una cualidad necesaria de la narración periodística. El cronista requiere no tener demasiada noción del peligro y requiere, además, presencia de ánimo, sangre fría, en fin —el cronista como héroe, la cronista como heroína—, valor para investigar su tema, para exponerlo, para asumir las consecuencias de lo que dice. Óscar Martínez es un ejemplo de ese arrojo.
    A veces el valor no se nota: se necesita entereza moral para que alguien escriba una crónica sobre un asesinato en el que el principal imputado es el tío del cronista. Y que el cronista no aluda a este parentesco y sí mencione el nombre de ese tío como muy posible principal responsable. Estoy hablando de «La tormentosa fuga del juez Atilio», texto que adquiere una formidable dimensión moral y humana —es lo mismo— debido a Carlos Martínez D’Aubuisson, donde «sigue los pasos del juez de su país que tuvo que huir para salvar su vida después de que le asignaran la investigación del célebre asesinato del padre Óscar Arnulfo Romero en 1980. Carlos Martínez D’Aubuisson, sobrino del general al que se le atribuye la autoría intelectual de este crimen, recrea el asesinato y la sucesión de huidas de un juez condenado por querer hacer justicia».
     Otro ejemplo: en el prólogo de la segunda edición del libro Los demonios del Edén, el poder que protege a la pornografía infantil, Lydia Cacho, la excepcional periodista mexicana, dice: «El viernes 16 de diciembre de 2005, siete meses después de que comenzó a circular la primera edición de este libro, fui aprehendida sorpresivamente por una brigada de judiciales... Los judiciales portaban una orden de aprehensión girada por un juez poblano, como resultado de una demanda por calumnia y difamación presentada por Kamel Nacif. Este poderoso empresario, llamado “Rey de la mezclilla”, es mencionado en este libro como uno de los amigos que frecuentaban al pederasta Succar Kuri y que éste solía mencionar como uno de sus protectores...». Éste fue el inicio de un largo viacrucis que incluye persecución armada de cuerpos oficiales y no oficiales, secuestro, atentado a su vida, amenazas, prisión arbitraria y un kafkiano, intrincado y costoso recorrido por cortes, jueces y fiscales de varias ciudades de México en el que resultan implicados hasta un gobernador. El cuento está en la crónica «Có- digo rojo», escrita por Laura Castellanos y muestra bien cómo las zonas más oscuras, más siniestras, más corrompidas, resultan implicadas con los centros de poder, con los más dobles y peligrosos miembros de la sociedad, de la política y del empresariado. Los márgenes más viles se sostienen gracias a los más bienpensantes hijos de puta. De modo que cuando la cronista empieza sus averiguaciones sobre el tráfico de niños y niñas, ignora que se está  metiendo con las fachadas más limpias, más poderosas y más respetables del espectro social.

Los temas 


     Los grandes capítulos de la crónica latinoamericana son la violencia o la extravagancia. Quieres estar por fuera de la moral convencional para poder oír la voz del asesino, de la madama, de la niña utilizada como objeto sexual.
    La crónica es la agente del mito popular, de la nueva estética kisch, de lo cursi, lo extravagante, lo envidiado. Sus protagonistas pueden ser el ídolo de multitudes, la cantante famosa, el futbolista estrella, el que haga alharaca. La crónica lo acepta como mito y ayuda a la mitificación. Pero también es el altavoz de la víctima. A la crónica le fascina la víctima. Y el espacio prohibido, gueto o secta, cárcel o frontera caliente. El momento del despelote, por terremoto o lluvia, por represión o mera y patética violencia para poder sobrevivir. La crónica suspira y desvive por encontrar las razones del asesino, sea el niño asesino o el presidente asesino, el terrorista asesino o la adolescente pistolera.
     Hay, sí, un territorio apacible de la narrativa periodística: las crónicas sobre los padres de la crónica o sobre los héroes literarios. En la presente antología vienen textos sobre Lydia Cacho (por Laura Castellanos), sobre Carlos Monsiváis (debido a Fabrizio Mejía Madrid), sobre Jorge Luis Borges (por Laura Kopouchian), sobre Enrique Raab (escrito por María Moreno), sobre Jaime Sabines (por Alejandro Toledo) y sobre Cesare Pavese (por Alejandro Zambra). Comparadas con las crónicas sobre migración o sobre pandillismo o sobre delincuencia infantil, las crónicas sobre deportes parecen cuentos infantiles —aunque en verdad no lo sean—; las muestras sobre fútbol, lucha libre, ciclismo y boxeo se las debemos a Juan Villoro, a José Navia, a Luis Fernando Afanador, a Alejandro Toledo y a Alberto Salcedo Ramos.
     Hay destacadísimas crónicas sobre héroes de la cultura del espectáculo; aquí hay crónicas sobre Gloria Trevi, Lucho Gatica, Carlos Gardel, los Rolling Stones y Bob Dylan. También la gente de poder está diseñada para el espíritu de la crónica: Pablo Escobar visto por Juan José Hoyos, la madre del presidente venezolano perseguida y no encontrada por Liza López, el universo de Pinochet visto a través de dos crónicas, una de Pedro Lemebel y otra de Cristóbal Peña.
      Historias de vidas, individuos o grupos, como las de Martín Caparrós y las de Alberto Salcedo que figuran en la primera parte de esta antología. Individuos anónimos o insólitos —o que han vivido situaciones— como el Cromwell de Juan Manuel Robles, el secuestrado de Álvaro Sierra, el actor de Fiorillo, el enano de Andrés Sanín, el vendedor de libros de Toño Angulo Danieri, los uruguayos que se llaman Hitler de Leonardo Haberkorn, el mago manco de Leila Guerriero, la casi niña pistolera de Cristian Alarcón, el mundo de la prostitución infantil en Acapulco, según Alejandro Almazán. Sin contar las inmersiones por la vía gonzo de Andrés Solano en la vida de alguien que se gane sólo el salario mínimo, o las de Gabriela Wiener en el oficio de swinger.
     En otras ocasiones, el hilo conductor de la crónica es un lugar, un barrio de San Salvador, tal como lo cuenta Roberto Valencia, La cárcel del amor de José Alejandro Castaño, el mercado limeño de Jaime Bedoya, los pueblos, tan distintos entre sí, como el pueblo de gemelos de Juan Pablo Meneses, o el de la frontera de Óscar Martínez D’Aubuisson. El hilo conductor puede ser un rito o un hábito, como el ron —Mario Jursich—, la cocaína —Eugenia Zicavo—, o la Inca Kola —Daniel Titinger y Marco Avilés—.
     Uno de los elementos que convierten la crónica en algo más que un género, en un territorio, es la conciencia del oficio y de sí mismos que tienen los cronistas. Existen magníficos materiales sobre el periodismo literario de varios de ellos. Decidí, entonces, dividir el libro en una primera parte, Los cronistas escriben crónicas, y una segunda parte, Los cronistas escriben sobre la crónica, dedicada a recoger algunos de esos textos, siempre con la misma dificultad a la hora de escoger los materiales seleccionados, que es la calidad que casi todos ostentan. Por ejemplo, fue una difícil decisión cuál de los estupendos textos sobre crónica de Leila Guerriero escogería finalmente.

 Prólogo del libro "Antología de crónica latinoamericana actual"