Taller de
Periodismo y Literatura
Maestro: Martín Caparrós
Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano y Corporación
Andina de Fomento
Cartagena, 16 al 20 de diciembre 2003
Por María Paulina Ortiz
Durante cinco días el periodista y novelista argentino
Martín Caparrós se reunió con quince periodistas latinoamericanos para
hablarles sobre las relaciones entre periodismo y literatura. O mejor: de la
falta de diferencia entre periodismo y literatura. El taller –que creó la
Fundación en memoria del periodista Eligio García Márquez– se desarrolló con el
espíritu de una gran sala de redacción en la que el maestro trabajó con todos
los participantes. Se trataba de entender por qué se escribe como se escribe y
qué se puede hacer para escribir mejor. Para ello se realizaron charlas
teóricas, discusiones en grupo y ejercicios de reportería y redacción. Todo con
el objetivo de identificar y manejar las herramientas que de la ficción puede
tomar el periodismo para hacer mejor su trabajo.
Para escribir periodismo como se escribe un cuento.
Martín Caparrós nació en Buenos Aires en 1957. Trabaja en
periodismo hace treinta años. Ha hecho prensa, radio y televisión. Es autor de
novelas, libros de crónicas y ensayos. Sus artículos se publican en varios
medios de América y Europa.
Periodismo y
Literatura
No hay vez que no me pregunten: ¿cuál cree usted que es
la diferencia entre periodismo y literatura? Es inevitable la pregunta y para
mí es siempre un fracaso. Intento, busco, doy vueltas y no consigo contestarla
a satisfacción. Mi convicción es que no hay diferencia. ¿Por qué tiene que
haberla? ¿Quién postula que la hay? Aceptemos la separación en términos de
pactos de lectura: el pacto que el autor le propone al lector: voy a contarle
una historia y esa historia es cierta, ocurrió y yo me enteré de eso (el pacto
de la no-ficción). Y el pacto de la ficción: voy a contarle una historia, nunca
sucedió, pero lo va a entretener, lo va a hacer pensar, descubrir cosas, lo que
sea. Estos pactos de lectura marcan una diferencia.
Pero la separación en términos estilísticos creo que es
falsa. En lo estructural no hay nada que indique que tengan que diferir. No hay
nada en la calidad intrínseca del trabajo que imponga una diferencia. Yo
escribo y lo que escribo en algunos casos parece ser periodismo –porque
eventualmente lo publican en un periódico y porque eventualmente cuento algo
que he visto– y en otros casos parece ser literatura –porque cuento lo que se
me ocurrió y porque se publica en un libro. Pero tampoco estoy tan seguro de
que en un caso sea exactamente lo que he visto y en otro no tenga nada que ver
con lo que he visto. Esto no es central para mí en el momento en que estoy
frente a la computadora. Cuando escribo lo que sea que vaya a escribir mi chip
estilístico es muy semejante. No tengo la sensación de cambiar el chip según si
estoy escribiendo una cosa y otra.
Durante mucho tiempo los periodistas que escribían
ficción eran sujetos bastante definidos. En un momento hacían periodismo y en
otro ficción, y eran claramente diferentes las herramientas en cada área. Esto
empezó a disolverse visiblemente hace cuarenta o cincuenta años, pero también
eso es una convención, porque la crónica con herramientas de la ficción se ha
trabajado hace 2500 años. Heródoto, por ejemplo, era un excelente periodista,
sus crónicas de viaje son de lo mejor que se ha escrito, pero se le tiene como
padre de la Historia y literato.
Digo cuarenta o cincuenta años porque la referencia
obligada en esto es el famoso Nuevo Periodismo (los norteamericanos que
empezaron a contar en primera persona con herramientas de la ficción). Aunque
esto ya había sido hecho en el siglo XX, para no ir más lejos, por el francés
Albert Londres, que viajaba por el mundo y escribía libros. El camino de Buenos
Aires es un libro suyo delicioso sobre trata de blancas, investigado con
mecanismos periodísticos y relatado en primera persona. Esto, mucho antes que
Wolfe o Capote.
Rodolfo Walsh, periodista argentino, autor de no-ficciones
como Operación masacre y Quien mató a Rosendo –muy al estilo de la novela negra
americana, con frases cortas, ritmo seco, duro, mucho diálogo– escribió un
cuento, Esa mujer, en el que invierte el mecanismo: pone en escena a un
periodista que va a entrevistar un militar que quiso desaparecer el cadáver de
Eva Perón, y usa el estilo que terminó de depurar en sus no-ficciones para
contar una ficción. Este cuento es un ejemplo excelente de cómo se van
intrincando la ficción y la no-ficción, y el estilo que uno usa para uno y otro
en un solo relato.
La idea decimonónica de que la literatura es ficción tuvo
acogida hasta entrado el siglo XX, pero se fue deshilachando. Ahora muy pocos
sostendrían una identidad casi absoluta entre literatura y ficción literaria.
Para mí la literatura es un conjunto amplio que incluye ciertas formas de
periodismo. Yo pensaría que dentro de la literatura, dentro de lo que se hace
valiéndose de cierta estructura de palabras y demás, están tanto la ficción
como el periodismo. Pero lo que me interesan son los cruces entre ficción y
no-ficción; aprender a pensar una crónica, un reportaje, una entrevista como un
cuento; tratar de usar las herramientas del relato para mejorar la descripción
del mundo que hacemos en los textos periodísticos. Robarle a la ficción lo que
se pueda para hacer mejor periodismo.
Primera
persona
La primera característica que definió al Nuevo Periodismo
fue la primera persona. La primera persona es una manera de decir “yo me hago
cargo de lo que estoy diciendo” frente a la supuesta neutralidad y/u
objetividad del lenguaje periodístico habitual, la tercera persona. Es curioso:
se supone que es una forma de aminorar lo que uno dice, pero es lo contrario.
La primera persona se hace cargo y aclara: “esta no es la verdad, es lo que yo
digo”. Pone en duda la posibilidad de emitir una verdad y expresa que lo que se
emite es un punto de vista –el punto de vista del autor–, cosa que los medios
no hacen nunca porque sus pactos de lectura se basan en la suposición de que lo
que dicen es la verdad.
Todos los textos, aunque no lo digan, son en primera
persona, así estén escritos en tercera. Cualquier cosa que se escriba es
necesariamente una versión subjetiva. Escribir en primera persona es solo una
cuestión de decencia, de poner en evidencia aquello que son pero no muestran.
Nadie puede dar cuenta de una realidad completa sin pasar por el tamiz
personal. El truco ha sido equiparar objetividad con honestidad y subjetividad
con manejo, con trampa. Pero la subjetividad es ineludible. Simular que no hay
alguien detrás de lo escrito es amoral. Contra la apariencia de la objetividad,
creo que hay que poner en evidencia la subjetividad. La forma más clara de
hacerlo es la primera persona.
Llevamos siglos creyendo que hay relatos automáticos
producidos por esa “máquina fantástica” que se llama prensa; convencidos de que
los que nos cuentan las historias son las máquinas-periódicos, porque esa
máquina hace todo lo posible para que sea así, porque necesita ese pacto para
seguir pretendiendo que lo que cuenta es la verdad y no una de las infinitas
miradas posibles. Si hay una justificación teórica, y hasta moral, para el
hecho de usar todos los recursos que la narrativa ofrece, sería esa: pensar que
con esos recursos se está poniendo en evidencia que hay una subjetividad, una
persona que mira y cuenta.
Los diarios tratan de imponer “la prosa periodística”,
“la prosa objetiva”, que más que objetiva es castrada. Han construido muy
cuidadosamente ese modelo que consideramos una escritura transparente. Hemos
llegado a la convicción tácita de que cuando vemos cierto tipo de prosa, no hay
prosa, no hay escritura, nadie está contando eso. Es el discurso del medio, de
la máquina. A lo largo de tantos años de acostumbrarnos, lo creemos. Volver a
poner una escritura entre lo relatado y el lector es la manera de decir: aquí
hay alguien que está contando. Para que esto suceda, para volver a introducir
ese filtro de la escritura, la manera ha sido ir encontrando formas, estilos,
estructuras y demás que se opongan y se diferencien de esa escritura
transparente de los diarios en las últimas décadas.
No es que esté en
contra de la limpieza de una prosa, sino de la fórmula que pretende que ahí no
hay escritura. Hay prosas súper limpias que son infinitamente más bellas que
otras cargadas, pero también ponen más en escena la existencia del autor. No es
la máquina la que escribe sino cada uno de los que trabajan en ella. No existe
objetividad escrita. Lo que existe es la honestidad, la decencia, que consiste
en contar lo que se sabe, enterarse todo lo posible, y si uno no sabe algo
decir no sé. En Amor y anarquía, la biografía que escribí de la chica argentina
que murió en Italia colgada en su prisión en 1998 acusada de terrorismo, yo no
sabía si la habían matado o si se suicidó. Tenía datos a favor del suicidio
pero después de mucho dudar terminé contando que no lo sabía. Era una decisión
rara porque una investigación de ese tipo, sobre todo si es un libro, pretende
saber cómo fueron las cosas. Es un gesto de honestidad decir que hay datos que
uno no sabe. Para mí esa honestidad ocupa el lugar que los medios quieren
hacerle jugar a la objetividad.
Un periódico no se permite decir “No se sabe” y se lanza
a afirmar algo de lo cual tiene evidencias relativas. Después se desdice, se
hace el tonto, pasa un mes y nadie se acuerda. Los periodistas no se creen en
condiciones de permitirse la duda, cuando lo más interesante es si uno puede
dudar, y si puede dudar en público, mejor todavía. Es raro, porque lo que se
espera es que afirme. En eso se parece el discurso periodístico al discurso
político: afirma todo el tiempo. Pero con qué derecho se le dice a alguien lo
que tiene que hacer o lo que le conviene. Me molesta la posición del que
afirma, prefiero ser el que mira y se pregunta.
Cuando digo primera persona no estoy postulando eso de
“cuando yo llegué...”. No estoy hablando de una opinión de fulano. No hay que
confundir la escritura en primera persona con la escritura sobre la primera
persona. Cuando el cronista empieza a hablar más sobre la primera persona que
de lo que lo rodea, deja de ser interesante. Nuestro trabajo es contar el mundo
y sus posibilidades, contar algo del mundo que nos parece que le va a venir
bien a los lectores.
Cuanta más
cercanía, cuanta más pasión se ponga a lo que se hace, mucho mejor. La pasión
no es estupidez y la distancia no garantiza ningún tipo de neutralidad. El
miedo es que se supone que involucrarse lo hace a uno ir en cierta dirección,
yo creo que uno siempre va en cierta dirección. Disimular las ideas que uno
tiene sobre algo es más engañoso que hacerlas evidentes. No existe tal cosa
como narrar una serie de sucesos sin involucrarse de alguna manera. Lo que se
puede ser es decente y narrar los hechos de la manera más responsable posible.
La crónica
Dentro de este género literario que solemos llamar
periodismo y que está determinado, si acaso, por el pacto de lectura –que
asegura que lo que uno está contando de algún modo sucedió– hay una serie de
subgéneros. La crónica es uno de ellos. Me gusta la palabra crónica. Defiendo
la idea de crónica y supongo que la defiendo tanto más cuanto que la crónica es
un anacronismo. Me gusta ya para empezar que en la palabra crónica esté la
palabra cronos, es decir, tiempo. Obviamente todo lo que se escribe es sobre el
tiempo, pero en el caso de la crónica es esa especie de inútil intento de
atrapar el tiempo en el que uno vive, por supuesto está condenado al fracaso
pero es absolutamente digno intentar una y otra vez.
La crónica tuvo su
momento y ese momento pasó. América se hizo a base de crónicas. América se
llenó de nombres y de conceptos y de ideas sobre ella a partir de esas
crónicas, que eran como un intento increíble de adaptación de lo que se sabía a
lo que no se sabía. Hay estos ejemplos notables en que un cronista de indias
describe una fruta que no había visto nunca y dice: es como las manzanas de
Castilla, solo que es ovalada y adentro tiene carne anaranjada. Obviamente no
tenía nada que ver con la manzana de Castilla, pero tenía que partir de algo,
no podía empezar de la nada. Partía de lo conocido para llegar a lo desconocido.
Así fue como se
escribió América: en esas crónicas que partían de lo que esperaban encontrar
aquí y chocaban con lo que sí encontraban. Creo que nos pasa un poco todo el
tiempo. Cuando vamos a un lugar a tratar de contarlo o cuando nos enfrentamos a
una situación y tratamos de contarla, vamos con lo que creemos que vamos a ver
y chocamos con lo que vemos. Me parece que es en ese choque donde se producen
cuestiones bastante ricas.
La crónica es un género altamente latinoamericano para el
cual los latinoamericanos no estamos del todo equipados. Me resultaba curioso,
sobre todo cuando viajaba por ahí, pensar que tenía una gran ventaja –al mismo
tiempo gran desventaja– y es que yo como argentino no tengo una mirada
programada. Si fuera francés vería todo a través del racionalismo cartesiano;
si fuera inglés miraría con los ojos de un lord del imperio; si fuera
norteamericano miraría con los ojos del patrón. No perteneciendo a ninguna de
estas culturas fuertes, tenemos unos ojos que deben inventarse todo el tiempo a
sí mismos. No sabemos desde dónde estamos mirando y eso por un lado es una
debilidad y por otro es interesante porque nos obliga a crear el lugar desde el
que estamos mirando.
Pero, insisto, la crónica es un anacronismo. Era una
forma de contar en una época en que no había otras. Cuando empezó la
fotografía, a finales del siglo XIX, comenzaron a aparecer estas revistas
ilustradas en que las crónicas ocupaban cada vez menos espacio y las fotos cada
vez más. Entonces lo que hacían era mostrar los lugares que antes describían.
Antes de eso había algún grabado, algún óleo, alguna acuarela, pero era muy
difícil su reproducción, casi imposible. La forma más fácil de reproducir una
mirada sobre un lugar era la forma escrita, prácticamente la única forma de
contar el mundo era la escrita.
La fotografía
empezó a disputarle ese lugar, luego el cine, luego la televisión. Y quedó
claro que la forma escrita es como la más pobre desde un punto para contar el
mundo, la que da menos sensación de inmediatez, la que da menos sensación de
verosimilitud, la que deja más en claro que uno está mirando a través de los
ojos de otro. Esos que son en principio puntos en contra también pueden ser una
ventaja y es sobre lo que hay que trabajar: el hecho de que hay una mirada que
cuenta, que hay una capacidad de sugerencia de la palabra que la imagen no
tiene (la imagen no sugiere, muestra), que hay la oportunidad de entrar a una
cantidad de lugares que la cámara no tiene. Las posibilidades de registro de
nuestro cerebro por suerte son todavía mejores que las de una cámara. No
tenemos que sacar la cabeza y encender la luz roja: estamos en una situación
que queremos contar y la recordamos y la contamos. Podemos actuar al escribir.
La crónica se
definiría, entre otras cosas, por ocuparse de lo que no es noticia, de lo que
no nos enseñaron a considerar noticia. La noticia en general tiene dos
posibilidades: o habla de los poderosos o de los que se cayeron por alguna
razón (un tipo que cometió un delito, o la víctima, o el accidentado). Pero la
gente normal, con perdón de la expresión, no entra en el concepto de noticia
que en general manejamos. La información, curiosamente, supone interesar a
muchísima gente de lo que pasa con poquita, de los tejes y manejes de los pocos
señores del poder. Esa es una decisión política fuerte de la información.
Postular que lo que importa es lo que le pasa a ese pequeño sector está de
manera tácita imponiendo un modelo del mundo en el cual lo significativo es lo
que les sucede a unos pocos y los demás lo que deben hacer es consumir aquello
que les sucede a esos pocos.
Me parece que la crónica se revela contra eso e intenta
contar lo que le pasa a la gente más parecida a aquellos que leerían esa
noticia. La crónica es una forma de pararse ante esa estructura de la
información que habla de unos pocos y decir que vale la pena contar lo que le
pasa a todos los demás. A veces es más importante, más noticioso, más
informativo para mucha gente enterarse de lo que pasa con unas personas en una
plaza cualquiera que leer las declaraciones de un ministro. Puede hablar más de
sobre su vida, su país y sus circunstancias. Es una lástima que los medios no
tomen la idea de que sería mejor contar vidas cotidianas. El periodismo tendría
que dedicarse a la vida de todos.
Frontera entre
crónica y reportaje
La crónica y el reportaje son géneros distintos, pero
cada uno es tan válido como el otro. En general se piensa que en los reportajes
hay más análisis que en la crónica. Eso no es consustancial al género. Con la
presencia del narrador se puede hacer mucho análisis, sin la presencia del
narrador se puede hacer ninguno.
Es confusa la frontera entre los dos. Si es necesario
definir lo que diferencia la crónica del reportaje pensaría en la primera
persona o en un tono que remita a la primera persona –aunque no se esté
diciendo “yo” –, en un tono que de alguna manera incluya más explícitamente la
experiencia y la mirada del autor del trabajo. Muchas veces el tipo de material
que se consigue para uno y otro es parecido, lo que se cuenta es parecido, pero
lo que define la diferencia es eso: si se incluyen o no experiencias y miradas
en un lugar visible y preponderante. Aún en tercera persona, la crónica está
más cerca de evocar una experiencia personal.
Actitud del
cazador
Mirar es central para un cronista. Mirar en el sentido
fuerte. Mirar y ver se han confundido, ya no se sabe muy bien cuál es cuál. Sin
embargo, entre ver y mirar hay una diferencia radical. Mirar es la búsqueda, la
actitud consciente y voluntaria de tratar de aprehender lo que hay alrededor, y
de aprender. Para un cronista es definitivo mirar con toda la fuerza posible.
Es lo que llamo la actitud del cazador.
Me gusta salir a
hacer una crónica porque me parece que me pongo primitivo, que recupero ese
atavismo del cazador que sale a ver qué encuentra. Y como sabe que tiene un
tiempo limitado, un hambre infinito y así sucesivamente, tiene que estar atento
todo el tiempo, mirando, pendiente de qué va a pasar.
Es de las cosas
que más me entusiasman: pensar que todo lo que hay por ahí puede ser materia de
lo que voy a contar. No pensar que si voy a hablar con el ministro el único
momento en el que tendría que estar un poquito concentrado es cuando prendo el
grabador y le digo “entonces, ministro, qué opina usted sobre”. Mientras llego,
toco la puerta, voy subiendo... todo es posible de ser contado.
Esa actitud del cazador, estar mirando todo el tiempo, es
definitiva. Mirar donde aparentemente no pasa nada, donde aparentemente no hay
una clara situación periodística. Aprender a mirar de nuevo aquello que creemos
saber ya cómo es. Buscar, buscar, buscar. Me gusta que esa actitud se use todo
el tiempo en todos lados, pero sobre todo para contar las historias de aquellos
que nos enseñaron a no considerar noticia. Enfocar hacia ellos nuestra mirada.
Qué voy a
contar
Lo primero que hay que hacer es descubrir qué se quiere
contar y desde qué punto de vista. Parece una tontería, pero la ventaja de
movimiento que da una buena historia sobre una historia más o menos es extraordinaria.
Es cierto que un buen periodista hace algo más o menos bueno con una historia
banal, pero localizar una buena historia es importante y vale la pena
esforzarse en esa etapa porque va a facilitar el resto. Muchas veces uno no lo
toma en cuenta y termina confiando en recursos complicadísimos para salvar una
historia que no valía.
Elegir es más significativo de lo que uno cree. Dilucidar
dónde está el corazón de la cosa. Definir el foco y hacer que los recursos que
se ponen en juego colaboren con él. Preguntarse por aquello que queremos
responderle al lector una vez lea el texto. Qué va a hacer que valga la pena,
qué lo va a hacer distinto de lo que se cuenta cientos de miles de veces en
todo tipo de medios. A menudo historias que podrían haber sido muy buenas pasan
justo al costado. Errarla por una pulgada o por una milla da lo mismo. Pero es
más penoso errarla por una pulgada.
Si algo le llama a uno la atención especialmente, hay que
confiar en que eso va a llamarle la atención a los demás. Confiar en ese
entusiasmo por las cosas que a uno le sorprenden y tratar de enterarse por qué
suceden esas cosas. Me gustan las crónicas que narran algo que todo el mundo ve
todos los días. Me gusta la idea de enfrentarme con lo evidente y hacerlo
visible. Una crónica sobre Birmania es fácil, lo difícil es contar la manzana
de tu casa. Obviamente la muleta del exotismo facilita mucho las cosas. Uno
sabe que tiene que estar mirando y mira con esa virginidad que permite ver en
cada cosa lo digno de ser contado.
Yo solía decir que viajaba mucho y escribía crónicas de
viaje para ver si alguna vez podía llegar a hacer la crónica de la manzana de
mi casa, y de hecho no la he podido hacer. Es interesante contar el propio
lugar con una mirada un poco distinta. Existe la superstición de que no hay
nada que ver en lo que uno ve todo el tiempo. Esa misma superstición la tienen
los lectores: ¿qué me vas a contar si yo lo estoy viendo todos los días?,
cuando en realidad está lleno de cosas que contar, con solo rascar un poquito,
y ni siquiera rascar: a veces es conectar cuestiones que no lo estaban
visiblemente, pensar algo que no suele ser pensado, darle una vuelta de tuerca
a algo y hacerlo más interesante.
Me parece que
deberíamos tratar de encontrar en cada hecho que uno cuenta aquello que puede
sintetizar el mundo. Tomarse el tiempo y el esfuerzo necesarios como para
encontrar ese punto de vista, ese foco, ese detalle que haga que algo que uno
podría contar y que sería banal, pueda convertirse en algo que por la razón que
sea le interese a la gente a quien esa cosa en particular no le importe. Lo que
un artículo o crónica debería lograr es que le importe leerla a alguien a quien
esa cuestión no le interesa absolutamente nada.
Cuando voy a comenzar un trabajo me da la sensación de
que ya todo está contando, todo está entendido, y que mejor me quedo en mi
casa. Pero se me pasa pronto. Después de haber elegido lo que quiero contar
sigo con la documentación. No está mal leer todo lo que uno pueda. Para mí ahí
empieza el trabajo de campo. Lo leído me sirve para aislar cierta data (no creo
que lo personal, que el punto de vista, excluya ni la información ni las
cifras) y sobre todo para extraer ideas de dónde ir, qué hacer, que después
será un diez por ciento de lo que finalmente haré o quizás ni me sirvan. Pero
me tranquilizan, me permiten encarar el trabajo.
Llego al lugar con la sensación de que más o menos sé qué
voy a hacer en los próximos días: ir a tal parte, entrevistar a tal persona,
los temas que voy a tratar, lo que quiero conseguir. Pero cuando llego al lugar
trato de no leer más y me quedo sólo con mi cuadernito. Durante mucho tiempo
usé anotadores, últimamente uso grabador. Es raro, pero en el mundo
contemporáneo llama mucho menos la atención una persona que habla sola que
alguien que escribe.
Mientras estoy en la reportería, detrás de una historia,
voy tomando notas que son fragmentos del texto que después haré. No ideas ni
posibilidades de frases, sino frases que seguramente después corregiré, pero
que están ya bastante redactadas. Por eso mi forma de trabajo no implica un
empezar a escribir. Lo que hago después es ver dónde pongo cada cosa, como si
estuviera editando un video; voy organizado todo y llenándolo de lo que llamo
tejido conectivo, como en anatomía, aquello que va conectando una cosa con
otra.
En general trato
de tener algún contacto en el lugar. Pero me gusta perderme primero, sin muchas
ideas creadas. Leo los diarios locales, no las secciones internacionales ni de
política nacional sino las páginas de sucesos, las sociales, los clasificados.
Me parece que son una fuente del clima muy útil. Trato de meterme en los
lugares que sucede aquello que voy a contar, de enterarme de todo lo posible.
Es un trabajo de reportería similar a cualquier otro, con la diferencia central
de que hay que mirar todo lo que por lo general no se mira.
El principio
Un cronista es un cazador de principios. La presa básica
del cronista es un principio. El cronista va por ahí buscando principios. Si
encuentra uno ya queda tranquilo, si encuentra seis: ¡esta sí va a ser una
buena crónica! El principio no solo va a atraer al lector sino que le va a dar
el tono con el cual se va a desarrollar el relato. Después lo que hay hacer es
plagiarse a sí mismo, no salirse del cauce que ese principio ha fijado, o si se
sale tener muy claro que se está saliendo, por qué, cómo y con qué otro
principio (una frase, una idea, un diálogo que pueda justificar el cambio de
tono), de manera que el lector no sienta que algo raro pasó sino que hubo un
cambio de música, como un discjockey que cambia a propósito.
El principio es lo
más importante de cualquier texto. Toda la energía que se le pueda poner a la
primera frase es poca porque de eso depende la suerte del resto. Un principio
que cuente, que ponga al lector frente a una acción, que inquiete. La primera
frase es casi un trabajo publicitario: consiste en concentrar en diez o quince
palabras la dosis suficiente de sorpresa, de desconcierto, de intriga, de
excitación, como para que digan “quiero comprar ese producto”. En definitiva lo
que hacemos es vender un producto, que es lo que viene después. Una crónica
puede ser muy buena, pero nuestra primera necesidad es que se lo crea el que la
va a leer. Para eso hay que buscarse la manera. La primera frase es muy útil.
Me gusta empezar
mostrando algo, no dando cuenta de lo que sucede. En los principios no hay que
dar demasiada información, es mejor que sean impresionistas, que busquen
producir sensaciones, inquietudes y abran una puerta hacia el resto. No hay fórmulas.
Lo que sí hay es un estado de alerta. Estar todo el tiempo pensando que se
necesita encontrar un inicio, estar examinando todo lo que se presenta a ver si
va a servir para empezar o no.
Uno está hablando
con alguien y dice algo interesante... ¿será que eso sirve para empezar? Si uno
está con esa actitud de alerta en la búsqueda de un principio necesariamente
alguno va a aparecer. Alguno va a pasar el examen. Si durante la reportería uno
piensa varias veces “con esto puedo empezar el texto” y acumula varios
principios posibles, quiere decir que va a poder renovar el interés y el
impacto del texto bastantes veces, abriendo de nuevo, creando otra vez ese
efecto.
Decir o
mostrar
Una diferencia fuerte entre los modelos periodísticos es
la elección entre decir o poner en escena. La elección de la crónica es poner
en escena. Por eso necesita más espacio para desarrollar situaciones,
personajes, porque apunta a producir en el lector la sensación y no a decirle
“la sensación es esta”. Que el lector vea con uno ciertas cosas y reaccione de
cierta manera, no decirle por qué debería pensar ciertas cosas. Uno puede decir
“La escena era conmovedora” y ya; para construir una escena conmovedora se
necesita un desarrollo y cierta habilidad narrativa.
Hay que tener
cuidado acerca del partido que uno toma: el de decir o el de mostrar.
Obviamente es relativo. Uno puede decir en unos momentos y mostrar en otros.
Reforzar una puesta en escena con un subrayado, pero manejándolo, sabiendo que
se está frente a estas dos opciones y que la mezcla de ambas es otra opción
posible. Teniendo en cuenta que es una mezcla y que se tomó esa opción.
Una de las formas en que la escritura periodística
clásica postula su transparencia –para que uno crea que es la realidad directa–
es cortando toda puesta en escena, todo espesor, toda descripción. Me parece
que de lo que se trata es de espesar las salsas. Hacer que los personajes, los
lugares, las formas de hablar, todo lo que pongamos en el texto, tenga carne,
espesor. Que tenga materia y no sea esa especie de fotocopia que en general
entrega la escritura periodística.
En qué tono
contarlo
La elección del tono debe hacerse desde el momento en que
se empieza a trabajar en una crónica. El tono en que se escribe algo es central
porque comunica toda la sensación alrededor de lo que se está leyendo. Los
datos, las palabras, los hechos pueden ser los mismos, pero según como uno los
vaya articulando, según el tipo de frase que vaya poniendo, según el tipo de
organización, van a armarse tonos totalmente distintos. Si no se toma una
decisión desde el principio –“esto lo voy a contar de tal manera”– se mezclan
tonos y se hace ruido. El lector va a perderse: “¿cómo así? si yo venía leyendo
una cosa y de pronto encuentro otra”. No digo que eso no sea un recurso valido:
a veces uno empieza de una manera para seguir después con otra y para volver y
para ir. Está bien, si se controla.
El tono que uno le va a dar al texto no se lo imagina en
abstracto. Creo que uno se lo imagina a partir de una o de dos frases. La forma
de plasmar mejor el tono en que uno cuenta es el principio, son las dos o tres
primeras frases.
Uno de los datos
centrales del tono es el tipo de palabras que uno usa. Nosotros trabajamos con
palabras, pero no tenemos un dominio demasiado extenso sobre las palabras que
usamos. Sería ideal controlar las palabras porque cuando uno no las controla,
ellas lo controlan a uno y hablan por uno. Siempre pasa: las palabras siempre
dicen mucho más de lo que uno querría y eso obviamente es incontrolable. Pero
hay la posibilidad de decidir. Uno puede elegir con el tono. Decidir, por
ejemplo, si va a poner falleció, murió, dejó de existir. Para cada cosa que uno
quiera decir hay un registro muy amplio de palabras. Es bueno saber en qué
léxico quiere uno moverse, para manejar el tono.
Y tratar de evitar
lo que llamo las segundas palabras. Los periodistas creemos que nuestro oficio
consiste en desechar la primera palabra que viene a la cabeza y usar la
segunda. En lugar de murió, poner falleció; las cifras bajaron, pero ponemos
descendieron. Así sucesivamente. Los diarios están plagados de segundas
palabras, que para mí son el signo más definitivo de algo kitsch, de
manierismo, de comprar el jarrón de porcelana con flores violetas en vez del
vaso sencillo de vidrio recto. La primera palabra casi siempre es la mejor. Si
uno usa una segunda para demostrar que sabe muchas palabras, si el único
recurso que tiene es ese, es porque está jodido. Me parece que uno tiene formas
más elegantes de contar, formas que tienen que ver con el tono, el ritmo, el
punto de vista.
El caso
paradigmático de segundas palabras al poder es el frenesí por la sinonimia.
Caer en una tormenta de sinónimos so pretexto de que queda feo repetir algo.
¿Por qué queda feo repetir? Si estoy convencido de que esa es la palabra ¿por
qué no la puedo decir ocho veces? ¿Qué pasa? ¿El lector va a decir que soy un
poco burro? Un sinónimo puede hablar a través de uno si no piensa mucho la
palabra. Es central saber qué se está diciendo. Usemos diccionario.
Interesémonos por las palabras. Son la única materia prima que tenemos.
Hay un verbo muy
noble en castellano que es decir, dijo, dice. Por alguna razón creemos que
tenemos que usar toda esta sinonimia (señaló, advirtió, indicó) que además nos
traiciona. Se usa explicó cuando alguien simplemente dijo algo. O declaró
cuando dijo buenos días. Cada uno de estos verbos sustitutivos conlleva un
juicio sobre cuál fue la intención del tipo cuando lo dijo. Si uno dice
advirtió está haciendo juicios de que el fulano lo dijo “para que”. Conlleva un
significado que uno no le quiso dar a la expresión sino que se coló por no usar
“dijo”. Nunca uso otro verbo que no sea “dijo”, “dice”, “dirá” o “había dicho”.
Es más elegante y preciso. Es una primera palabra. Si cada tanto hay que
subrayar que lo que hizo no fue solo decir sino amenazar, puede que uno lo
diga, pero ahí ya va a tener peso.
Usar las primeras
palabras es un pequeño paso hacia una forma de saber qué palabras usa uno y por
qué. Cada momento estamos eligiendo la palabra tal en vez de la palabra cual.
Cuánto más sepamos por qué estamos eligiendo cada palabra, mejor vamos a
escribir, porque vamos a estar controlando lo que escribimos. Para eso hay que
leer mucho y saber qué significan las palabras.
Si cada día uno se entera de una o dos palabras, de dónde
vienen, cómo se pueden usar, al cabo de dos años tiene mil palabras más y va a
poder usarlas como le dé la gana y no ser usado por ellas. No deberíamos
permitir que las palabras nos pongan en un lugar donde no queríamos estar. Usar
la palabra fallecer ya me hace ser parte de determinada retórica, determinado
tono. También es importante cuidar la gradación de las palabras. Uno tiende a
usar palabras muy fuertes muy rápido y esas palabras no dejan espacio para
seguir adelante. Después, cuando realmente se quiere decir algo, no hay cómo
decirlo ni el lector lo va a creer.
Lo que más hace
avanzar la narración es el verbo. Me gusta que las situaciones verbales se
expresen con verbos. Lo directo tiene mucha más fuerza. Si estamos contando una
de acción (otra cosa sería si estamos describiendo un paisaje) es mejor el
toc-toc-toc, el ritmo rápido, el golpe. Las formulaciones directas. No perder
aliento en oraciones subordinadas, que son la muerte del ritmo. Muchas subordinas
pueden evitarse o reemplazarse por los dos puntos. Los dos puntos implican una
continuidad, una relación de causa-consecuencia.
Uno de los problemas que se tienen es cómo introducir
frases. Empezar una frase es difícil, uno parece estar obligado a alguna
introducción, a poner algo antes para ayudarse, una muleta que no sirve para
nada. Usamos algún tipo de adverbial de tiempo o de consecuencia –entonces, por
lo tanto– y esos suelen ser los momentos más pesados de una frase porque
después uno ya está contando lo que tiene que contar. Hay que cuidar esas
transiciones porque pueden arruinar una buena frase. La forma como uno empieza
la frase determina de qué modo se va a leer. Algunos conectivos no son
necesarios. Se quitan y no pasa nada.
No hay que
enunciar lo que se va a hacer sino hacerlo. Cuando uno relee lo escrito
encuentra que ha puesto cosas innecesarias. La aspiración máxima es que todo lo
que haya en el texto sea necesario para él. Eliminar lo superfluo, lo que no
quiere decir necesariamente ser seco ni austero. Se puede ser barroco y llenar
todo de palabras sin que nada sea superfluo, pero eso es más complicado. Yo leo
lo que escribía hace quince años y digo ¡cuántas palabras usaba! Ahora escribo
con menos palabras, menos adjetivos, menos fórmulas y menos ganas de sorprender
a nadie. Supongo que es un camino habitual: cuando uno empieza necesita que
digan ¡ah, miren, qué bárbaro! Después se le pasa y puede escribir tranquilo.
Cuidar también que no haya ritmos demasiado distintos.
Actuar en vez de reproducir. Concentrar. Poner solo lo necesario para contar lo
se quiere contar. Uno tiene una cantidad de información recogida, pero debe ir
cincelando el texto como una escultura hasta que quede lo que uno quiere
presentar. La crónica, así como el relato, debe dar la sensación de que todo lo
que narra es necesario.
Comas y
adjetivos
Las comas son otro de los grandes flagelos de la
humanidad. Uno echa comas sobre el campo y espera que crezcan. Somos muy
generosos. Deberíamos controlarlas más. Una coma no puede separar el sujeto del
predicado y sobre todo del verbo. Dos comas se anulan a menos que encierren una
idea. El mal uso central de la coma es confundirla con una señal respiratoria:
ahora ¡a respirar!
La coma es un signo ortográfico que organiza el sentido
de una oración. Hasta aquí llegó cierta idea, lo que hay entre estas comas es
otra idea de otro nivel respecto al resto. Así como con el punto termino una
exposición y empiezo otra, la coma sirve para que dentro de una idea haya un
subsector que está separado del otro. Por eso no se separan sujeto y predicado,
se necesitan mutuamente. ¿Usarla porque se suceden ideas? Esa no es su función,
a menos que se esté enumerando.
El punto y coma es
muy útil y muy poco usado. Es una forma de separación. En nuestra jerarquía es
un poco más que una coma y un poco menos que un punto. Cuando se quiere separar
dos ideas bastante pero no tanto como para decir “aquí termina una enunciación
y empieza decididamente otra”, puede usarse el punto y coma. En periodismo no
se usa casi nada. Ha sido reemplazado por el punto, lo cual es perder una
posibilidad, perder la riqueza de usar un signo más.
Los adjetivos
antepuestos son otra de las marcas de aquel jarrón con flores violetas. Los
adjetivos están muy cómodos después de los sustantivos. La estructura con la
que pensamos nuestro idioma tiende a dar primero el sustantivo y después
adjetivarlo. Hay idiomas donde no es así, el inglés suele ser al revés. En el
castellano corriente el adjetivo antepuesto es como un signo de una supuesta
belleza que me parece del mismo orden que las segundas palabras.
Cuando hay una sucesión de adjetivos, cuando no hay
sustantivo que se libre de un adjetivo, se vuelve un cliché que habría que
derrotar. Cambia mucho si uno usa un adjetivo a conciencia, para subrayar algo,
para producir un efecto, que si lo usa porque va saliendo así. Si se pone un
adjetivo en cinco líneas ese adjetivo tiene mucha fuerza, pero si a cada sustantivo
se le pone un adjetivo ya es como una costumbre, una formulación que de tan
repetida no va a decir nada.
La música de
las palabras
¿Suena bien lo que escribimos? Más allá de los
significados, también es una cuestión de sonido. Leerlo, oírlo, repetirlo,
mirar qué suena mejor. Buscar frases placenteras. Para lograr un ritmo, un
arrullo, es central ir oyendo lo que se escribe y hacer pequeños ajustes que
permitan que una frase fluya mejor. Esto es en lo que más trabajo, en eliminar
esos ruidos que parecen tonterías pero marcan diferencia. A veces me paso un
rato buscando una palabra no porque no consiga decir lo que quiera decir sino
porque faltan sílabas o sobra una sílaba.
Es una condición casi indispensable tener en la cabeza
las músicas que le van bien al idioma. Es cierto que el lenguaje se constituye
a partir de la poesía y la buena poesía es el momento de mayor concentración
del idioma. Dar vueltas por la poesía es bueno. Empaparse, imbuirse de cierta
manera de escribir, escuchar.
En castellano, las frases de siete, ocho, diez y once
sílabas van mejor que otras combinaciones. Casi nadie tiene en cuenta esto
cuando escribe. No se trata de ir contando frase por frase, pero con el tiempo
y la práctica uno se va dando cuenta. La medida del romance, ocho, es la
métrica más popular, es cortita. El endecasílabo es más sereno, da más aire. El
alejandrino está construido en dos partes de siete más siete, porque catorce
puede resultar largo y pomposo. Usar estos ritmos hace que el castellano que
uno produce sea más fluido y agradable.
Tratar de darle
mucha atención al sonido de lo que escribimos. A ese ritmo que remite a lo
auditivo, que remite al sonido que tiene eso si se lo pronuncia, si se lo dice,
no a lo que en general se entiende como lenguaje oral, que es tratar de
reproducir la forma en que hablamos. Atender a la música de las palabras.
Una voz propia
De lo que se trata es de encontrar una voz que los demás
reconozcan como de uno. Que alguna vez suceda que algunos lectores lean un
pedacito de un texto y digan esto es de tal persona. Encontrar nuestra propia
voz, nuestro propio estilo, nuestra manera de decir las cosas y no estar cerrado
a las posibilidades. Eso incluye lo que a uno se le ocurra y también lo que uno
pueda copiar.
Uno casi siempre empieza copiando y si no lo hace
conscientemente lo hace sin darse cuenta. Leer es ir incorporando fórmulas,
maneras que después uno va a reproducir. Hay casos en que uno puede hacerlo de
forma más notoria, para ir armando su propia voz. No teman copiar, robar ideas,
formas, giros, tonos; solo sería penoso si uno copia una cosa y no sale de ahí,
queda como anclado. Pero usar modelos para incorporarlos y tratar de salir
adelante a partir de ahí, está bien.
Para encontrar la
voz hay que leer mucho y leer con esa intención: pensando qué de todo eso me va
a servir, qué voy a poder usar. Si uno lee con esa intensidad algo se le pega
del ritmo, del tono. Algo le va quedando y lo va usando en su propia
producción. La mejor manera de aprender a escribir es leyendo. Se puede hablar,
pensar, hacer muchas cosas para escribir mejor, pero la absolutamente
indispensable es leer. Leer atentamente y pensar ah, yo podría hacer algo así,
yo podría desarrollar esto. O simplemente escuchar un ritmo, seguir el sonido
de la prosa, ir dejándose llevar por ciertos recursos.
Hoy nos parece tan
importante la originalidad sin saber que en eso sí que somos originales, porque
hasta hace ciento y pico de años la originalidad no le importaba a nadie.
Retomar algo que había sido hecho y hacerlo de nuevo, con una ligera variación,
era perfectamente lícito. Lo digo para autorizar cualquier tipo de plagio, de
robo, si va a llevarnos después a encontrar nuestra propia voz.
La estructura
Ninguna historia me ha dicho cómo contarla. A mí la
historia no me habla. Eso me funciona por sobresaltos: este puede ser un
principio, tengo que organizar la estructura de tal manera. Cuando voy por la
calle pienso: lo central es la historia de fulano, con esa historia voy a
estructurar todo y lo demás lo meto alrededor. La idea de intuición no exculpa
del esfuerzo, el interés, el entusiasmo, la formación, la búsqueda. No hay tal
cosa como intuición en el sentido de iluminación externa. Son procesos que
dependen de lo que uno pueda haber hecho, de lo que uno pueda haber acumulado,
solo que no están conscientes.
Uno se enfrenta a
una historia con un determinado prejuicio, con un juicio previo. Al ir a un
sitio uno va más o menos decidido de lo que va a contar, pero hay que estar lo
suficientemente abierto como para decir: no, en realidad la historia no es esa,
o es esa pero a través de otra vía que le da una vuelta radical. Esto lo que
exige es un examen constante de qué es lo que uno está haciendo.
Si yo estoy haciendo una crónica, a partir del momento en
que empiezo el trabajo de campo voy armando una estructura, o guión, como lo
llamo. Cuando ya tengo algunas cosas pienso: abro con tal, después viene tal,
después cual, en el medio me faltaría algo, ¿qué puede ser? Cada noche, cada
mañana, reviso mi estructura y veo qué de lo que ha ido pasando la modificó y
qué voy a necesitar para completar los agujeros que se han creado. Pero siempre
dispuesto a que pase algo que le dé vuelta. Y en general pasa, es bueno que
pase, uno no se encuentra necesariamente el principio de su texto el primer
día. La estructura no solo permite saber qué se está haciendo y cómo, sino qué
falta por hacer.
Todo el tiempo hay
que estar tratando de entender cuál es la historia que se quiere contar, cual
es la historia que va a completar, a redondear, a darle sentido a lo que uno
está haciendo. Es bueno acostumbrarse a trabajar de esa manera, aun cuando no
se tenga el tiempo largo para sentarse a escribir. Ir editando en la cabeza,
editando casi en el sentido cinematográfico: lo que me va servir es esto,
necesito hacer otra pregunta, tengo que ir a ver a tal persona para que me
hable de tal cosa. De la misma manera uno puede ir armando en la cabeza la
estructura de la nota que va a hacer. Si uno va pensando qué es lo que tiene,
qué debe conseguir, cómo va a organizarlo, hay menos riesgo de que se escape
algo.
Para estructurar
un texto una posibilidad es buscar un hilo conductor central e incrustar en ese
hilo el resto de las cosas que uno quiere contar. Por supuesto también se puede
hacer un relato que respete la cronología, o un relato que tenga que ver con el
propio recorrido del cronista. Hay muchas posibilidades. Lo importante es que
la estructura tenga orden. Si coexisten dos historias, por ejemplo, hay que
tener claro cuáles son y encontrar una estructura que permita dejárselo claro
al lector. Debe haber marcas que aclaren dónde estamos y por qué.
Siempre trato de
pensar la estructura con cierta espacialidad. La tengo que ver. Hay una
composición casi pictórica en la forma en que uno imagina un texto, hay unas
simetrías, unas formas que se engranan, se contraponen, se completan. Me gusta
poder verlas, por eso mismo tiene que tener esa calidad espacial.
Pensar lo que uno
está contando en términos visuales es una buena manera. Pensar las crónicas
como una sucesión de imágenes cuya distancia con lo mirado va a marcar la
manera en que las cosas van a ser contadas. Elegir los planos que se van a usar
en cada momento. No quedarse lejos mucho tiempo en planos generales sin mostrar
nada que llame particularmente la atención. El plano general sirve para usarlo
por momentos, para pasar rápido a un primer plano, a un plano medio, a un plano
americano, a un primerísimo plano.
Esa sensación
visual es bien significativa cuando uno está escribiendo una crónica. Qué uso
de los planos hacer, cuándo se pone qué plano. Tenemos el ojo bastante
acostumbrado por las películas. Se puede hacer el ejercicio de mirar dos o tres
películas que a uno le gusten, analizando qué planos va usando el realizador en
cada momento. De ahí uno aprende un poco sobre cómo componer un texto.
Suelo mantener la
idea de que en los textos haya como unidades más o menos autónomas, conjuntos
de párrafos que uno llama bloques (nombre no muy feliz). Cada bloque debe tener
su apertura, su desarrollo, su cierre, sus nudos dramáticos, sus momentos de
mayor intensidad, sus personajes. Me gusta trabajar cada uno como una unidad en
sí y a la vez ir viendo cómo cada bloque se relaciona con el anterior y con el
posterior. Es interesante armar enganches por oposición, por causalidad, por
continuidad, entre el final de un bloque y el otro.
Algunas cosas
dentro del texto merecen más énfasis que otras: hay que darle ese énfasis para
que la escritura no sea monocorde, que sus altos y bajos correspondan a lo que
uno esta tratando de contar en cada momento. Manejar los cambios de intensidad.
Darle más aliento a la información, sin apretujarla. Buscar matices en la
escritura. No contar demasiado parecido cosas que no lo son. No contar las
cosas como si fueran un registro notarial. No son un registro: son un relato.
De nuevo qué opción tomamos: decir o poner en escena.
Los diálogos
Cómo ponemos en el texto los diálogos o las líneas de
citas textuales. A mí me gusta sacarlas del cuerpo del texto porque me parece
que airea el espacio. Me gusta con un guión de diálogo, afuera, y no incluyo el
verbo dentro de esa línea. Cuando pongo el verbo, lo pongo abajo. Creo que una
línea de diálogo es ya en sí una unidad y no me gusta ensuciarla con el dijo,
pensó, declaró.
Hace un tiempo usaba mucho lo que llamaba “el efecto V”
(lo bautizamos así con un amigo porque la autoría era del escritor Manuel
Vicent), que se trataba de usar líneas de diálogo para separar unidades del
relato en vez de poner un subtítulo, por ejemplo. Cuando quería dar sensación
de continuidad pero separar un bloque de otro. A veces los párrafos muy largos
le dan al lector la sensación de miedo, de que se está metiendo en un túnel muy
interminable.
Cuando uno toma un diálogo o una cita debe ser muy
preciso. Poner atención a que la gente habla como habla, no como dicen los
manuales de estilo que hay que hablar. La forma como alguien dice algo es por
lo menos tan importante como aquello que dice. Sin embargo, los periodistas
están convencidos de que pueden hacérselo decir en el idioma en que les parece
conveniente.
La manera en que
habla alguien es información y contribuye a crear el clima, a dibujar el
personaje. Eso que hacen en las entrevistas que no hay frases que no terminen,
no hay titubeos, no hay muletillas, no hay correcciones, no hay errores, todo
está según las reglas de la Real Academia... La gente en general no habla según
las reglas de la Academia. No es que haya que reproducirse exactamente cada
palabra dicha sino crear el mismo efecto con las herramientas que se tienen.
Si uno introduce
un personaje en un texto no es muy difícil encontrar las tres o cuatro características
que lo definen. Pero hay que estar atento y tener ganas de buscarlas. Hay que
ir con esa premisa. Mirar todos los detalles posibles. El personaje tiene que
estar definido para que exista, tener esos rasgos que lo perfilen. Cómo está
vestido, cómo se mueve, cosas que si uno las pone cambian el espesor de lo que
se está escribiendo. Lo hacen más verosímil. Cualquier lector va a creer más en
un personaje que tiene ciertas características, que es alguien.
La entrevista
La entrevista es un género injustamente maltratado desde
el punto de vista de la escritura. Es un género que ejercita mal nuestro
periodismo. En la entrevista la escritura renuncia a cualquiera de sus
atribuciones y lo único que hace es demostrar su inferioridad con respecto a
los demás canales: si uno ve una entrevista con fulano en televisión, lo está
escuchando, está viendo lo que hace y tiene una serie de información sobre él;
si la oye por radio escucha a fulano y sus tonos, además de lo que dice. Pero
si esa entrevista la lee en la prensa, en el 98 por ciento de los casos va a
leer solo el texto mal transcrito de lo que fulano dice. Es el caso más claro
en el cual la escritura se presenta inferior a los otros medios.
Supongo que es así
básicamente por pereza: un periodista va a hacer una entrevista, pone el
grabador, charla un rato y después transcribe ocho preguntas y ocho respuestas.
Me da la sensación de que es mucho decir que eso es un periodista. Ha hecho el
trabajo de tratar de pensar algunas preguntas, también en la mayoría de los
casos no ha pensado las preguntas. Pero aún habiendo hecho todos los deberes
–que para una entrevista es leer todo lo que uno pueda sobre ese fulano y armar
una sucesión de preguntas que es de alguna manera un esqueleto de la nota que
se va a hacer– desaprovecha las posibilidades de la escritura.
En nuestros medios
hemos llegado a considerar entrevista a la transcripción notarial de los
fragmentos de un diálogo, con lo cual el periodista desde el momento en que
sale de la casa del entrevistado se transforma en un ser inútil. Un periodista
tendría que tener un poco más de orgullo y ser un poco más que eso. Cuando uno
va a hacer una entrevista tiene que ir con el mismo espíritu de la crónica, del
cazador, con la mirada que busca. Una entrevista es un texto periodístico en el
cual puede usarse todo tipo de recursos, como en cualquier otro.
Debería estar
prohibido hacer una entrevista sin tener un buen cuestionario armado. Saber
bien a dónde voy, intentar mostrarle al entrevistado que no solo conozco lo que
hace, sino mostrarle cierta complicidad sobre todo si es entrevista escrita.
Esto le abre espacio para que cuente y seguro va a dar un resultado
infinitamente mejor que cuando uno va a pelearse con el entrevistado.
Me parece que lo que funciona mucho en una entrevista es
callarse la boca. No hay nada más efectivo para hacer hablar a alguien que
callarse la boca. No saltar rápidamente a la siguiente pregunta, sino quedarse
callado, esperando. El noventa por ciento de la gente habla y ahí es cuando va
a empezar a hablar sin saber qué va a decir. Ahí es cuando la charla se vuelve
una charla.
Hace muchos años me divertía haciendo siempre una
pregunta: ¿para qué sirve lo que hace? Es extraña, descoloca a la persona. En
las entrevistas trato de preguntar por el poder. Es interesante también una
entrevista cuando de alguna manera consigue poner en escena las obsesiones del
entrevistador. Es lo que va hacer que esa entrevista no sea igual que las otras
cien mil que se publican.
En una entrevista la idea es ir mezclando diálogos con
narración, tanto como en una crónica. Esto le va a dar más riqueza. En el
diálogo importa la verosimilitud. Que sea verosímil como lenguaje del
entrevistado, como lenguaje del entrevistador, como parte de esa situación. A
veces cambiar el orden de las preguntas cambia el sentido, si eso se produce yo
no lo hago. Pero si no lo cambia y además contribuye a mejorar el relato, a
hacerlo más comprensible, fluido, no tengo problema. Me gusta jugar con la
mezcla de discurso indirecto y discurso directo. Por un lado poner lo que dijo
(discurso directo) y de repente cortar y decir “y después siguió contándome
que” (indirecto, uno dice lo que el otro dijo).
Una entrevista es un relato para cuya producción uno
tiene que ir y hablar con alguien. Un relato donde hay dos personajes, el
entrevistado y el entrevistador. Hay un escenario, hay datos que forman el
contexto. Como una crónica, requiere encontrar una buena entrada, un buen
final, regular los tiempos, en un momento acelerar un poco, en otro hacerlo más
lento –si se quiere decir algo que exige más elaboración. Hacer uso de los tres
tiempos centrales que tiene el castellano.
Creo que todo lo que uno ve y oye es material
periodístico. El off the record no termina de convencerme. Me parece que es
otra expresión del contubernio entre sectores de poder, políticos y
periodísticos. A mí no me interesa mucho el periodismo que tenga que ver con
gente que pueda desmentirme. Me interesa contar las historias de los que no
salen normalmente en los diarios.
El perfil
La entrevista debería estar más mezclada con el perfil.
Por alguna razón el perfil lo hacemos poco en Latinoamérica, los anglosajones
son los que más y mejor lo practican. Es un género precioso, requiere más
trabajo. Puede ser esa una razón por la cual no se hace, pero quizás también
porque da un poco de miedo hablar de la gente que merecería perfiles con
palabras que no sean las que él y su entorno sugieren.
Mientras en la
entrevista hay una sola fuente, en el perfil hay muchas. Hay otra gente que va
a decir algo sobre el personaje. El texto se arma no solo con lo que el
personaje dice y con lo que uno ve sino con lo que otros dicen. Cuánto más
central esté la presencia del personaje, más parecerá una entrevista; cuánto
más haya alrededor pintura de quien lo escribe, más cercano estará al perfil.
La versión más minimalista de este género –que los
americanos hacen con frecuencia bien– es esa especie de collage de voces:
entrevistan a veinte personas para que cuenten algo sobre fulano y después publican
fragmentos de lo que cuenta cada uno, con una edición casi cinematográfica. Así
se va armando el retrato del personaje. Es atractivo, da resultados preciosos.
Tiene buen ritmo, va y viene, salta de un extremo al otro según quién hable y
cuenta una historia. Ese sería el grado cero del perfil. A partir de ahí se
iría desarrollando a medida que uno trabaja con los testimonios. Algunas cosas
las contaremos con nuestra voz y otros quedarán como testimonios. Es un género
que vale la pena rescatar.
Editores y
lectores
En el periodismo sucede que cuando se dan cuenta de que
eres bueno haciendo algo consiguen la manera de que no lo hagas más. Debe ser
una cosa de protección del idiota. Cuando alguien muestra que no es tan idiota,
so pretexto de premiarlo, consiguen que no lo demuestre. Lo cierto es que desde
distintos sectores –individuales, institucionales– hay como una pelea para
romper con eso.
A mí me costó bastante tiempo que no me pagaran menos por
escribir. En algún momento empecé a dirigir medios. Eso tiene su atractivo, ver
cómo se crea el espacio, etc., pero llegó el día en que quise escribir otra vez
y eso significaba un descenso económico fuerte. Tuve que pelear para que no
fuera así. Creo que poco a poco algunos han ido consiguiendo que escribir no
sea castigado económicamente, que los dueños de los medios entiendan que es
bueno pagarle bien a alguien porque escribe bien. En algunos espacios está
apareciendo la conciencia de que eso es digno de ser pagado. Pero hay que
seguir peleando.
¿Cómo hemos hecho
para pensar que los lectores son idiotas? Los editores en general creen que el
lector no lee, con lo cual lo ponen en el limbo de la indefinición, porque un
lector que no lee pasa a ser una no-entidad. Ese es un problema grave porque hay
géneros que no funcionan en cinco mil o en seis mil caracteres. Si uno quiere
contar una crónica en la que establezca ciertos personajes, ciertos ambientes,
ciertas situaciones, necesita espacio para eso.
Hace cuarenta años los escritores pensaban que los
lectores eran súper inteligentes y por ello había que dedicar los mayores
esfuerzos que uno pudiera para estar a su altura. Ahora parece ser que la
situación fuera casi la contraria: pensamos que el lector es alguien a quien
hay que explicarle todo porque es tan tonto que si no se le explica, si no se
le hace fácil, corto, simple, no va a entender nada. Eso es decididamente
triste. Se le llena todo de recuadritos, de dibujitos, de fotitos, porque se
cree que el lector es alguien que no lee y si lee se está equivocando. El
recuadro es una derrota del cronista. Es no confiar que en un solo texto va a
poder interesar al lector, engancharlo para todo el recorrido.
La pirámide invertida también es un gesto de resignación
del periodismo: mi lector no va a llegar ni a la línea veinte, entonces le
cuento todo en las cinco primeras, por lo que el lector no llega a la veinte ya
que todo se le ha dicho en las cinco primeras. Es una confesión de impotencia
del periodista. Sería bueno tener la soberbia de pensar que sí lo vamos a
mantener y que le podemos contar las cosas a lo largo de veinte líneas o más.
Los cuentos lo que buscan es eso: que el lector llegue al final y que haya
cosas que lo impulsen a seguir y a seguir.
¿Por qué la televisión se cree que tiene derecho a
enseñarle al espectador a mirar y los diarios no creen que tienen el derecho de
enseñarle al lector a leer? Si queremos tener la oportunidad de trabajar de
otra manera, tenemos que proponerle al lector otras formas de acercarse a lo
escrito, tenemos que conseguir quién sea capaz de recibir aquello que vamos a
producir. Si no creamos lectores no podemos ser periodistas mejores, no podemos
ser periodistas distintos. Obviamente desafiar a los lectores supone desafiar a
los editores primero, y antes supone desafiarnos a nosotros mismos (mucho más
que a editores y lectores). Desafiarnos a ser capaces de hacer algo que no sea
la papilla de siempre.
Tener ganas
Es muy probable que nadie venga a ofrecerle a uno el
espacio para hacer lo que quiere. Todo depende de cuán convencido esté uno de
que tiene ganas de dar la pelea. Muchas veces uno hace esto contra jefes,
patrones, medios y depende de uno –y de las ganas que tiene de hacerlo– las
posibilidades que tendrá de seguir haciéndolo. Uno pueden elegir desentenderse
de cualquier intento de mejorar en ese sentido. Pero si lo que quiere es
cambiar para mejor hay que dar la lucha.
Me pregunto cuán
infranqueable, cuán ineludible es la obligación de un cierto formato. Para un
editor lo más fácil es decir “hacemos como se ha hecho siempre”, sin
complicaciones, sin esfuerzos; pero uno puede eventualmente entregarle dos
opciones en el mismo espacio: una de ellas trabajada y escrita de otra manera.
El editor en algún momento fue periodista, a veces hasta le puede interesar que
uno le haga una oferta distinta si con eso puede llegar a mejorar lo que le
pidió. Siempre se pueden encontrar maneras, si se tienen ganas.
A uno lo editan, pero lo editan mucho más en la medida en
que se deja editar. Eso también tiene que ver con el grado de convencimiento
que uno tenga de que lo que está haciendo y lo dispuesto que esté a defenderlo.
A veces la defensa de ese convencimiento lo puede llevar a dejar un trabajo.
Uno siempre negocia consigo mismo. Uno sabe hasta dónde tiene ganas de
arriesgar y hasta dónde de preservar. Es una cuestión personal: si cumple con
reglas que no siempre tiene ganas de cumplir o elige un espacio en el que no
tenga que cumplirlas. Depende de lo paciente que sea cada uno. Yo me he pasado
largas temporadas ganando mucho menos porque prefería tratar de ganármelas con
un trabajo que me gustaba más. Pero hay que estar convencido de que hay otra
cosa que uno quiere hacer.
En cualquiera de las opciones que uno tome lo que me
parece que no vale es echarle la culpa a los otros. Finalmente uno es el
responsable de sus decisiones, de lo que hace y de lo que no hace, de cuánto
soporta y de cuánto no soporta. Uno sabe que las condiciones en las que tiene
que ganarse la vida muchas veces no son las que uno querría, pero también sabe
hasta dónde quiere negociar y cuánto le importa. Puede ser muy legítimo que a
uno no le importe mucho escribir en primera persona, por ejemplo, pero si uno
decide que quiere hacerlo es su responsabilidad. En eso y en cualquier otra
cosa. Siempre se ha demostrado que los que han querido han encontrado alguna
manera más o menos trabajosa de sortear los obstáculos, y eso supone levantarse
dos horas antes o dormirse después o no salir los sábados o ganar menos y
aguantarse los problemas el fin de mes.
Hay que buscársela. Y sobre todo hay que tener
entusiasmo. Atreverse a buscar, a querer. A uno puede no salirle lo que
intenta, pero la satisfacción de saber que lo ha intentado es mucho más que la
resignación de no intentarlo nunca. Creo que hay que probar. Seguir buscando y
buscando. De hecho elegimos una profesión que consiste en buscar, buscar
información, buscar vínculos, buscar interpretaciones, buscar formas de
entender el mundo. Ya que elegimos eso para el desarrollo de nuestro trabajo,
supongo que no nos va a resultar muy difícil elegirlo también con respecto a
las formas que le damos a nuestro trabajo. Pasamos el día buscando información,
comprensión, análisis, esclarecimiento. ¿Por qué no buscar también formas
nuevas de que eso termine en las manos del lector? Es querer que las cosas se
hagan un poco mejor. Vale la pena.
El final
Tengo la sensación –pero es sobre todo eso, una
sensación, no creo poder justificarla– de que, así como el principio aparece
durante el trabajo de campo, el final aparece en la escritura. A mí, por lo
menos, me suele aparecer en la escritura. Y no siempre tengo muy claro qué tipo
de final prefiero: me molesta que sean muy redondos –que retomen algo del
principio, por ejemplo– o muy teatrales o muy moraleja de la fábula. De hecho
cuando me encuentro con ese tipo de finales –a veces, incluso, en mi propio
trabajo– me producen cierta incomodidad, algo parecido a la desconfianza.
Me interesa más, si acaso, un final que no parezca
termina –el famoso final abierto, que postula la continuación y la
indeterminación de lo que se ha contado– o incluso un final que ponga de algún
modo en cuestión las convicciones que el lector se ha formado durante la
lectura: no un final abierto sino un final abridor. Ese sería casi mi ideal –y
de hecho lo uso bastante en mis novelas y un poco menos en mis crónicas: que el
final le deje al lector la sensación de que tiene que repensar lo que ha leído,
que quizás no todo sea como le pareció en primera instancia. Que
nada es, en general, lo que parece.