El Nuevo Periodismo
Por Tom Wolfe
CAPITULO
2.
IGUAL
QUE UNA NOVELA
¿Qué
es esto, en nombre de Cristo? En otoño de 1962 se me ocurrió coger un ejemplar
de Esquire y leí un artículo que se titulaba «Joe Louis: el Rey hecho Hombre de
Edad Madura». El trabajo no comenzaba en absoluto como el típico artículo
periodístico. Comenzaba con el tono y el clima de un relato breve, con una
escena más bien íntima; íntima al menos según las normas periodísticas vigentes
en 1962, en todo caso:
«—¡Hola,
querida! —gritó Joe Louis a su mujer, al verla esperándole en el aeropuerto de
Los Ángeles.
Ella
sonrió, acercándose a él, y cuando estaba a punto de empinarse sobre sus
tacones para darle un beso, se detuvo de pronto.
—Joe,
¿dónde está tu corbata? —preguntó.
—Ay,
queridita —se excusó él, encogiéndose de hombros—. Estuve fuera toda la noche
en Nueva York y no tuve tiempo...
—¡Toda
la noche! —cortó la mujer—. Cuando estás ahí, lo que tienes que hacer es
dormir, dormir y dormir.
—Queridita
—repuso Joe Louis con una sonrisa fatigada—. Soy un hombre viejo.
—Sí
—concedió ella—. Pero cuando vas a Nueva York, quieres ser joven otra vez. »
El
artículo destacaba varias escenas como ésta, mostrando la vida privada de un
héroe del deporte que se hace cada vez más viejo, más calvo, más triste. Enlaza
con una escena en el domicilio de la segunda mujer de Louis, Rose Morgan. En
esta escena Rose Morgan exhibe una película del primer combate entre Joe Louis
y Billy Conn en un salón lleno de gente, entre la cual se halla su actual
marido.
«Rose
parecía excitada al ver a Joe en su mejor forma, y cada vez que un puñetazo de
Louis hacía tambalear a Conn, mascullaba "Mummm" (golpe).
"Mummm" (golpe). "Mummm".
Billy
Conn estaba grandioso en los asaltos intermedios, pero cuando en la pantalla
centelleó el rótulo "13 Asalto", alguien comentó:
—Ahora
es cuando Conn va a cometer su error; intentar atacar a Joe Louis.
El
marido de Rose permaneció silencioso, sorbiendo su whisky.
Cuando
las combinaciones de Louis comenzaron a surtir efecto, Rose repitió
"Mummmmm, mummmmm", y luego el pálido cuerpo de Conn empezó a
derrumbarse contra la pantalla.
Billy
Conn comenzó a incorporarse lentamente. El árbitro contaba sobre él. Conn alzó
una pierna, luego la otra, luego se puso de pie; pero el árbitro le hizo retroceder.
Era demasiado tarde.
...
y entonces, por primera vez, al fondo del salón, desde las blancas
profundidades del sofá, resonó la voz del actual marido —otra vez esa mierda de
Joe Louis.
—Yo
creo que Conn se levantó a tiempo —proclamó—, pero ese arbitro no le dejó
continuar.
Rose
Morgan no dijo nada; simplemente engulló el resto de su bebida. »
¿Qué
demonios pasa? Con unos cuantos retoques todo el artículo podía leerse como un
relato breve. Los pasajes de ilación de escenas, los pasajes explicativos, pertenecían
al estilo convencional de periodismo de los años cincuenta, pero se podían
refundir fácilmente. El artículo se podía transformar en un cuento con muy poco
trabajo. Su carácter realmente único, sin embargo, era el tipo de información
que manejaba el reportero. Al principio no conseguí entenderlo, francamente. De
veras, no comprendía que alguien tuviera acceso a cosas como la pequeña
digresión personal entre un hombre y su cuarta esposa en un aeropuerto, para
luego seguir con ese sorprendente cake-walk por el armario de los recuerdos en
el salón de su segunda esposa. Mi reacción instintiva, de defensa, fue pensar
que el hombre había cargado la suerte, como suele decirse... lo había adornado,
inventado el diálogo... Dios mío, tal vez había inventado escenas enteras, el
mentiroso sin escrúpulos... Lo gracioso del caso es que fue esa precisamente la
reacción que incontables periodistas e intelectuales literarios experimentaron
durante los nueve años siguientes en los que el Nuevo Periodismo adquirió impulso.
¡Los cabritos se lo están inventando! (Se lo digo yo, árbitro, esa jugada es
ilegal... ) La resolución elegante de un reportaje era algo que nadie sabía
cómo tomar, ya que nadie estaba habituado a considerar que el reportaje tuviera
una dimensión estética.
Por
aquel tiempo yo leía revistas como Esquire raras veces. No habría leído el
artículo de Joe Louis de no estar escrito por Gay Talese. Después de todo,
Talese era un periodista del Times. Era uno de los que tomaban parte en mi
juego del reportaje. Lo que había escrito para Esquire se hallaba tan por
encima de lo que hacía (o le dejaban hacer) para el Times, que yo tenía que
descubrir lo que estaba pasando.
No
mucho tiempo después, Jimmy Breslin empezó a escribir una columna local
extraordinaria para mi propio periódico, el Herald Tribune. Breslin llegó al
Herald Tribune de la nada, lo que quiere decir que había escrito un centenar de
artículos o así para revistas como True, Life y Sports Illustrated. Como es
natural, era virtualmente desconocido. En aquella época, calentarse la cabeza
como colaborador independiente de revistas populares era un sistema garantizado
de permanecer anónimo. Breslin despertó la atención del editor del Herald
Tribune, Jock Whitney, gracias a su libro sobre los New York Mets[1], titulado Can't
Anybody Here Play This Game? El Herald Tribune contrató a Breslin para escribir
una columna local «brillante», que pudiese contrarrestar algo de la balumba de
la página editorial, moderar los efectos anestésicos de expertos tales como Walter
Lippman y Joseph Alsop. Las columnas de los periódicos se han convertido en una
ilustración clásica de la teoría de que las organizaciones tienden a elevar a
la gente a sus niveles de incompetencia. La práctica usual consistía en
otorgarle a un hombre una columna como recompensa por sus servicios
distinguidos como reportero. De esta manera se perdía un buen reportero y se
ganaba un mal escritor. El arquetipo de los columnistas periodísticos era
Lippman. Durante 35 años Lippman no hizo en apariencia otra cosa que ingerir el
Times todas las mañanas, fagocitarlo en su ponderativo cacumen durante unos
cuantos días, para luego eyectarlo metódicamente bajo la forma de una gota de
papilla sobre la frente de varios cientos de miles de lectores de otros periódicos
en los días sucesivos. El único reportaje de verdad que recuerdo que Lippman
hiciera fue la visita protocolaria a un jefe de estado, durante la cual tuvo la
oportunidad de sentarse en mullidas butacas de lujosos despachos y tragarse
personalmente las mentiras oficiales del homenajeado, en vez de leerlas en el
Times. Y no pretendo ridiculizar a Lippman, sin embargo. Sólo hacía lo que se
esperaba de él...
En
cualquier caso, Breslin hizo un descubrimiento revolucionario. Hizo el
descubrimiento de que era realmente factible que un columnista abandonara el
edificio, saliese al exterior y recogiera su material a pie con su propio y
genuino esfuerzo personal. Breslin iba a ver al redactor-jefe local para
preguntarle qué noticias y citas se habían recibido, elegía una, se marchaba de
la casa, cubría la información a la manera de un reportero, y la desarrollaba
luego en su columna. Si la noticia era lo bastante significada, su columna
empezaba en primera página en vez de en el interior. Por obvio que pueda
parecer este sistema, era una completa novedad entre los columnistas de
periódico, fuesen locales o nacionales. Los columnistas locales resultan aún
más patéticos, si tal cosa es posible. Arrancan por lo general con el depósito
lleno, dándose a conocer como tremendos boulevardiers y raconteurs, vendiendo
al por menor en letra impresa todos los maravillosos mots y anécdotas que han
recogido a la hora del almuerzo unos pocos años antes. Después de ocho o diez
semanas, sin embargo, empieza a terminárseles el combustible. Se mueven
torpemente y dan boqueadas, pobres cabritos. Están muertos de sed. Se les ha
acabado el tema. Empiezan a escribir sobre las cosas graciosas que ocurrieron
cerca de su casa el otro día, sobre chistes caseros como que la Querida Costilla
o la Dama del
Avon se han largado, o sobre algún libro o artículo fascinante que hayan
estimulado su imaginación, o sobre cualquier cosa que han visto en la
televisión. ¡Dios bendiga a la televisión! Sin programas de televisión que
canibalizar, la mitad de estos hombres se vería perdida, completamente
catatónica. No pasa mucho tiempo sin que ese azul tuberculoso, perceptible casi
a simple vista, de la pantalla de 23 pulgadas irradie de su prosa. Cada vez que
ustedes vean a un columnista tratando de ordeñar temas de su vida doméstica,
artículos, libros, o el receptor de televisión, tendrán en sus manos un alma
hambrienta... Deberían de mandarle una cesta...
Pero
Breslin trabajaba como un energúmeno. Se podía pasar todo el día recopilando
información, volver a las cuatro o así de la tarde, y sentarse ante una mesa en
la sala de la redacción local. Todo un espectáculo. Breslin era un irlandés de
buena apariencia con una abundante pelambrera negra y las agallas de un
luchador nato. Al sentarse ante su máquina de escribir, se encorvaba hasta
adquirir la forma de una bola de bowling. Se ponía a beber café y a fumar
cigarrillos hasta que el vapor empezaba a impulsar su cuerpo. Parecía una bola
de bowling alimentada con oxígeno líquido. Al entrar en ignición, comenzaba a teclear.
Nunca he visto un hombre capaz de escribir tan bien sobre la base de una hora
de cierre fija. Recuerdo particularmente un artículo suyo sobre la condena, por
el delito de extorsión, de un jefazo del Sindicato de Camioneros llamado
Anthony Provenzano. Al principio del artículo, Breslin presenta la imagen del
sol que entra a través de las viejas y polvorientas ventanas del tribunal
federal y que hace resplandecer el diamante en el anillo del meñique de
Provenzano:
«La
mañana no estaba nada mal. El patrón, Tony Provenzano, que es uno de los
capitostes de la Unión
de Camioneros, recorría arriba y abajo el pasillo que da paso a este tribunal
federal de Newark, con una pequeña sonrisa en el rostro mientras sacudía por
todas partes la ceniza de una boquilla blanca.
—Hoy
hace un día estupendo para pescar —decía Provenzano—. Tendríamos que salir y
hacernos con unas truchas.
Luego
separó las piernas un poco para abordar a un tipo gordo que se llamaba Jack,
que vestía un traje gris. Tony sacó la mano izquierda como si lanzara el
anzuelo sobre ese Jack. El diamante que Tony llevaba en el meñique centelleó a
la luz que entraba por las altas ventanas del pasillo. Luego Tony se ladeó y le
pegó a Jack una palmada en el hombro con la mano derecha.
—Siempre
en el hombro —rió uno de los individuos que estaban en el pasillo—. Tony
siempre le sacude a Jack en el hombro. »
El
artículo continúa por el estilo con los cortesanos de Jersey rodeando y
adulando a Provenzano, mientras el sol hace resplandecer el anillo de su
meñique. Dentro de la sala del tribunal, sin embargo, Provenzano empieza a
recibir su merecido. El juez empieza a reprenderle, y el sudor brota en el
labio superior de Provenzano. Luego el juez le condena a siete años, y
Provenzano empieza a retorcerse el anillo en el dedo meñique con la mano
derecha. Finalmente Breslin remata su trabajo con una escena en la cafetería
donde el joven fiscal que trabajó el caso está comiendo escalope y ensalada de
frutas puestos en una bandeja.
«—No
llevaba nada que brillase en la mano. El tipo que ha hundido a Tony Pro no
tiene un anillo de diamantes en el meñique. »
¡Bien!
¡Muy bien! ¡Decid lo que queráis! Ahí estaba, un relato breve, completo con su
simbolismo y todo, y encima sacado de la vida misma, como suele decirse, sobre
algo que ha ocurrido hoy, y que se puede comprar en el quiosco a las once de
esta noche por diez centavos...
El
trabajo de Breslin suscitó un indefinido resentimiento tanto entre periodistas
como literatos durante el primer año o dos. Digo indefinido porque nunca
entendieron del todo lo que estaba haciendo... como no fuese que de algún modo
ruin y vulgar la producción del hombre era literaria. Entre los intelectuales
de la literatura se hablaba de Breslin como de «un poli que escribe» o «un
Runyon que hace asistencia social» [2]. No eran insultos
inteligentes siquiera, sin embargo, porque se basaban en la actitud de Breslin,
que parecía ser la del taxista con la gorra ladeada sobre un ojo. Parecían no
ser conscientes en absoluto de una parte crucial del trabajo de Breslin: esto
es, su labor como reportero. Breslin convirtió en una costumbre el llegar al
escenario mucho antes del acontecimiento con el fin de recoger material
ambiental, el ensayo en el cuarto de maquillaje, que le permitieran crear un
personaje. De su modus operandi formaba parte el recoger los detalles
«novelísticos», los anillos, la transpiración, las palmadas en el hombro, y lo
hacía con más habilidad que muchos novelistas.
Los
profesionales de la literatura no captaron este aspecto del Nuevo Periodismo, a
causa del supuesto inconsciente por parte de la crítica moderna de que la
materia prima está sencillamente «ahí». Es lo que está «dado». La idea es: Dado
tal y tal cuerpo de material, ¿qué ha hecho el artista con él? El papel crucial
que ese trabajo de reportero juega en cualquier tipo de narración, ya sea en
novelas, películas, o ensayos, es algo que no es que haya sido ignorado, sino
sencillamente que no se ha comprendido. La noción moderna del arte es una
esencialmente religiosa o mágica, según la cual se considera al artista como
una bestia sagrada que, de algún modo, grande o pequeño, recibe fogonazos
provenientes de la cabeza del dios, proceso que se denomina creatividad. El
material es meramente su arcilla, su paleta... Hasta la obvia relación entre la
crónica y las grandes novelas —basta con pensar en Balzac, Dickens, Gogol,
Tolstoi, Dostoyevsky, y, de hecho, Joyce— es algo que los historiadores
literarios han considerado únicamente en un sentido biográfico. Le ha tocado al
Nuevo Periodismo llevar esta extraña cuestión de la crónica a primer plano.
Pero
eso son cuestiones sobre las que volveremos más tarde. No recuerdo que nadie
hablase de ellas por aquel entonces. Yo no, desde luego. En la primavera de
1963 hice mi presentación personal en este nuevo ruedo, aunque sin
proponérmelo. He descrito ya (en la introducción de El Embellecido Cochecito
Aerodinámico Fluorescente) las extrañas circunstancias en las que escribí mi
primer artículo para una revista —«ahí viene (¡Vruum! ¡Vruum!) ese Embellecido
Cochecito Aerodinámico (¡Rahghhh!) Fluorescente (Thphhhhhh!) Doblando la Curva
(Brummmmmmmmmmmmmm-mmm)... »— en forma de lo que creía un simple memorándum al
director gerente de Esquire. Este artículo no era por ningún concepto un relato
corto, pese al empleo de escenas y de diálogo. Yo no pretendía tal cosa en
absoluto. Es difícil de explicar cómo era. Era una subasta de cosas usadas,
aquel artículo... bosquejos, retales de erudición, fragmentos de notas, breves
ráfagas de sociología, apostrofes, epítetos, lamentos, cháchara, todo lo que me
venía a la cabeza, cosido en su mayor parte de forma tosca y torpe. En eso
residía su virtud. Me descubrió la posibilidad de que había algo «nuevo» en
periodismo. Lo que me interesó no fue sólo el descubrimiento de que era posible
escribir artículos muy fieles a la realidad empleando técnicas habitualmente
propias de la novela y el cuento. Era eso... y más. Era el descubrimiento de
que en un artículo, en periodismo, se podía recurrir a cualquier artificio
literario, desde los tradicionales dialogismos del ensayo hasta el monólogo
interior y emplear muchos géneros diferentes simultáneamente, o dentro de un
espacio relativamente breve... para provocar al lector de forma a la vez
intelectual y emotiva. No estoy echándole gladiolos a ese más bien pintoresco
primer trabajo mío, entiéndanme. Hablo únicamente de lo que me sugirió.
Pronto
tuve oportunidad de explorar cada una de las posibilidades que se me ocurrían.
El Herald Tribune me asignó servicios simultáneos, como si fuera un defensa
escoba. Dos días por semana trabajada oficialmente en la redacción local como
reportero a cargo de asuntos generales, como de costumbre. Los otros tres días
me dedicaba oficialmente a preparar un artículo semanal de 1.500 palabras para
el nuevo suplemento dominical del Herald Tribune, que se llamaba New York. Al
mismo tiempo, a partir del éxito de «Ahí Viene (¡Vruum! ¡Vruum!) Ese
Embellecido Cochecito Aerodinámico (¡Rahghh!) Fluorescente (¡Thphhhhh!)
Doblando la Curva
(¡Brummmmmmmmmmmmmmrnmm!)... », fabricaba también artículos para Esquire. Esta
distribución laboral era lo bastante insensata para empezar. Recuerdo haber
hecho una escapada en avión a Las Vegas en mis dos días de trabajo oficial en
el Herald Tribune para escribir un artículo encargado por Esquire —«¡¡¡¡Las
Vegas!!!!»—, sentarme luego dándome vueltas la cabeza en el borde de una cama
de raso blanco en una suite Hog-Stomping Baroque en un hotel del Strip —en el
decorado que llaman Hog-Stomping Baroque hay candelabros de cristal de 400 libras en los
cuartos de baño— y coger el teléfono para dictar al equipo taquigráfico de la
redacción local del Tribune el último tercio de un artículo sobre las carreras
de demolición de coches en Long Island para New York —«Sana diversión en
Riverhead»—, esperando terminar a tiempo para mi cita con un psiquiatra vestido
con traje de seda negra de moharé con botones de metal y cuello vuelto sobre
los hombros, sin solapas, uno de los dos únicos psiquiatras de Las Vegas County
por aquel entonces, que me acompañaría a visitar a las víctimas del Strip en el
pabellón estatal de enfermos mentales que se hallaba más allá de Charleston
Boulevard. Lo más insensato del asunto es que el artículo sobre las carreras de
demolición de coches fue el último que escribí que se acercara más o menos a
las 1.500 palabras. En lo sucesivo empezaron a aumentar hasta 3.000, 4.000,
5.000, 6.000 palabras. Igual que Pascal, lo lamentaba, pero no tenía tiempo de
escribirlos más cortos. En los nueve meses que quedaban de 1963 y la primera
mitad de 1964 escribí tres largos artículos más para Esquire y veinte para New
York. Todo eso sin contar lo que estaba escribiendo como reportero para la
redacción local del Herald Tribune dos días por semana. La idea de un día libre
perdió toda significación. Recuerdo que me puse furioso el lunes 25 de
noviembre de 1963, porque necesitaba desesperadamente ponerme en contacto con
ciertas personas para terminar algún que otro artículo y todas las oficinas de
Nueva York parecían estar cerradas, una tras otra. Era el día del funeral del
Presidente Kennedy. Recuerdo que me puse a mirar la televisión... malhumorado,
pero no por nobles motivos.
Puesto
a experimentar en este terreno, las condiciones por las que trabajaba entonces
no podían ser más ideales. Escribía principalmente para New York, que, como ya
he dicho, era un suplemento dominical. En aquella época, 1963, los suplementos
dominicales estaban cerca de ser la forma más humilde de publicación periódica.
Su jerarquía andaba muy por debajo del periódico diario normal, y sólo
ligeramente por encima de la prensa sensacionalista, de papeles como el
National Enquirer en su época «Abandoné a Mis Niños en la Puerta del Orfanato». Como
resultado, los suplementos dominicales no tenían tradiciones, ni pretensiones,
ni esperanzas de sobrevivir, ni siquiera reglas de cómo había que expresarse.
Eran como un caramelo para el intelecto, eso es todo. Los lectores no se
sentían culpables si los ponían a un lado, los tiraban o no los miraban
siquiera. No experimenté nunca la menor vacilación ante cualquier artificio que
razonablemente atrajese la atención del lector unos cuantos segundos más. Traté
de gritarle justo al oído: ¡Quieto ahí!... En los suplementos dominicales no
había sitio para las almas apocadas. Así fue como empecé a jugar con el
artificio del punto-de-vista.
Por
ejemplo, una vez escribí un artículo sobre las chicas detenidas en la Prevención de Mujeres
de Greenwich Village[3], en el cruce de la Avenida Greenwich
y la Avenida
de las Américas, un cruce que se conocía como el Paraíso de las Chaladas. Las
chicas solían gritarles a los chicos de la calle, a todos los simpáticos,
libres, pusilánimes y satisfechos viandantes del Village que veían andar por
allá abajo. Le gritaban a cada varón el primer nombre que se les ocurría
—«¡Bob!» «¡Bill!» «¡Joe!» «¡Jack!» «¡Jirnmy!» «¡Willie!» «¡Benny!»— hasta que
acertaban con el correcto, y algún pobre bobo se detenía para mirar hacia
arriba y contestarles. Ellas le sugerían entonces un montón de singulares
imposibilidades anatómicas para que el chico se distrajese probándolas consigo
mismo y se echaban a reír como locas. Yo estaba allí una noche, cuando pescaron
a un chico de unos veintiún años llamado Harry. Así que empecé el artículo con
las chicas gritándole:
«—¡Hai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ryyyyyyyyyyyyyyyyyyyy!
»
Miré
lo que había escrito. Me gustó. Decidí que me divertiría gritarle yo mismo a
aquel cabrito. Así que empecé a increparle, yo también, en la frase siguiente:
«Oh,
querido y amable Harry, con tu peinado de gángster de película francesa, con tu
camiseta de cuello alto de la
Ski Shop y encima tu camisa de algodón azul del economato del
Ejército y la Armada,
con tus pantalones de pana de Bloomsbury que viste anunciados en la edición
aérea del Manchester Guardian y que te mandaron por encargo, y con tu agazapada
y plana libido intelectual errante por Greenwich Village... ¿te ha invocado a
ti realmente esa sirena?»
Entonces
hice que las chicas le gritasen otra vez:
«¡Hai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-airyyyyyyyyyy!»
Entonces
volvía a empezar de nuevo, y así sucesivamente. No había nada sutil en
semejante procedimiento, que podría denominarse el Narrador Insolente. Todo lo contrario.
Por eso precisamente me gustó. Me gustó la idea de arrancar un artículo
haciendo que el lector, a través del narrador, hablase con los personajes, se
insolentase con ellos, les insultase, les hostigase con ironía o superioridad,
o lo que fuera. ¿Por qué pretender que el lector se quede tumbado y deje que
los personajes vayan llegando de uno en uno, como si su mente fuera una barra
giratoria de entrada al metro? Pero yo era democrático acerca de eso, de veras
que lo era. A veces me metía yo en el artículo y jugaba conmigo mismo. Podía
convertirme en «el hombre del Borsalino marrón», un enorme y algo policial
sombrero italiano que usaba entonces, o «el hombre de la corbata Big Lunch».
Escribía sobre mí en tercera persona, por lo general como si fuera un
espectador perplejo o alguien que pasa por la calle, lo que era con frecuencia
el caso. Una vez incluso comencé un artículo[4] sobre un vicio al que
yo también me sentía inclinado, los trajes hechos a medida, como si el narrador
insolente fuese otra persona... que me trataba a mí con impertinencia: «Ojales
de verdad. ¡Eso es! Un hombre se puede desabrochar la manga en la muñeca con el
pulgar y el índice, porque esa clase de trajes llevan ojales de verdad ahí.
Tom, chico, es terrible. En cuanto lo descubres, ya no te puedes pasar sin eso.
¡De ninguna manera!»... así por el estilo cualquier cosa con tal de evitar mi
entrada en materia como el narrador periodístico habitual, con un susurro en la
voz, como el locutor de radio en un partido de tenis.
La
voz del narrador, de hecho, era uno de los grandes problemas en la literatura
de no-ficción. La mayoría de los escritores de no-ficción sin saberlo, lo
hacían en una tradición británica vieja de un siglo, según la cual se daba por
entendido que el narrador debe asumir una voz tranquila, cultivada y, de hecho,
distinguida. La idea era que la voz del narrador debía ser como las paredes
blanquecinas o amarillentas que Syrie Maugham popularizó en la decoración de
interiores... un «fondo neutral» sobre el cual pudieran destacar pequeños
toques de color. La elipsis era la cuestión. No pueden imaginar lo categórica
que era la palabra «elipsis» entre los periodistas y los literatos hace diez
años. Algo hay que decir en favor del concepto, naturalmente, pero el problema residía
en que al principio de los años sesenta la elipsis se había convertido en un
auténtico tapiz mortuorio. Los lectores se aburrían hasta las lágrimas sin
comprender el porqué. Cuando se topaban con ese tono beige pálido, esto
empezaba a señalarles, inconscientemente, que aparecía otra vez un pelmazo
familiar, «el periodista», una mente pedestre, un espíritu flemático, una
personalidad apagada, y no había forma de desembarazarse de esa rutina
desvaída, como no fuera abandonar la lectura. Eso no tenía nada que ver con la
objetividad y la subjetividad, o asumir una postura o un «compromiso»: era una
cuestión de personalidad, energía, empuje, brillantez... La voz del periodista
medio tenía que ser como la voz del locutor medio... un ronroneo, un zumbido...
Para
evitar esto yo no vacilaba en recurrir a cualquier Cosa. Escribí un artículo[5] sobre Junior Johnson,
un corredor automovilístico de Ingle Hollow, Carolina del Norte, que había
aprendido a conducir transportando whisky de contrabando a Charlotte y otros puntos
de distribución. «No existe un trabajo más duro en el mundo que contrabandear
whisky», explicaba Johnson. «No conozco ningún otro negocio que te obligue a
levantarte a cualquier hora de la noche y salir a andar por la nieve y todo eso
y trabajar. Es el modo más difícil del mundo de ganarse la vida, y no creo que
nadie lo haga sin que le hayan obligado. » En este caso, mientras Júnior
Johnson explicaba la industria del whisky americano de maíz, no había problema,
porque a) el diálogo tiende a ser de natural atractivo, o fascinante, para el
lector; y b) la jerga de Ingle Hollow que emplea resultaba insólita. Pero luego
tenía que hacerme cargo yo de la explicación, con el fin de resumir en unos
cuantos párrafos la información que había reunido en varias entrevistas. Así
que... decidí adoptar yo también el lenguaje de Ingle Hollow, desde el momento
en que le venía bien al tema. No hay ninguna ley sobre que el narrador tenga
que hablar en beige o en el dialecto de los malos periodistas de Nueva York.
Así que continué la explicación yo mismo, como sigue:
«La
mezcla que fermenta no le espera a uno. Empieza a soltar espuma cuando está a
punto y uno tiene que estar allí para quitársela, esté en los bosques, en la
maleza, en los zarzales, en el estercolero, en la nieve. Sería una gran cosa
que uno lo tuviera todo a mano dentro de un viejo y cómodo cobertizo con techo
de metal ondulado y ordenara esas piezas como a uno le dé la gana y no tuviera
que contrabandear todo ese cobre y todo ese azúcar y todo lo demás y fuera
calderero y plomero y tonelero y carpintero y caballo de tiro y todo eso que
Dios nunca ha visto, todo de una pieza.
Y
vivir de una manera decente... Júnior y sus hermanos, sobre las dos de la
madrugada, salen a hurtadillas hacia el escondrijo, el lugar donde se ha
ocultado el licor una vez hecho... »
Yo
imitaba el acento de un contrabandista de whisky de Ingle Hollow, con el fin de
crear la ilusión de ver la acción a través de la mirada de alguien que se halla
realmente en el escenario y forma parte de él, más que hablar como un narrador
beige. Empecé a considerar este procedimiento como la voz de proscenio, como si
los personajes que se hallan en primer término del protagonista estuvieran
hablando.
Con
las descripciones hacía la misma cosa. En vez de presentarme como el locutor
radiofónico que describe la gran parada, me deslizaba lo más rápidamente en las
cuencas del ojo, como si dijéramos, de los personajes del artículo. Con
frecuencia cambiaba el punto de vista en mitad de un párrafo o incluso de una
frase.
Empecé
un artículo sobre Baby Jane Holzer, titulada «La Chica del Año», de la manera
siguiente:
«Flequillos
melenas bouffants peinados campana gorras Beatle caras mantecosas pestañas
postizas ojos pintados jerseys rellenos puntiagudos sostenes franceses
chaquetas de cuero con flecos pantalones téjanos pantalones ceñidos téjanos
ceñidos culos golosos botas altas con cremallera botas cortas zapatillas Knight
de bailarina, cientos de ellas, esas llamativas pollitas, agitándose y
gritando, corriendo de un lado para otro dentro del teatro de la Academy of Music bajo
aquella vasta y vieja y polvorienta cúpula con querubines allá arriba —¿no son
supermaravillosas?
—¿No
son supermaravillosas? —exclama Baby Jane, y añade—: ¡Hola, Isabel! ¡Isabel!
¿No quieres sentarte entre bastidores... con los Stones?
El
espectáculo no ha comenzado aún. Los Rolling Stones no han salido siquiera a
escena, el local está repleto de una gran penumbra negruzca y mugrienta, y de
esas llamativas pollitas.
Las
chicas se retuercen de esta manera y de aquella otra en el pasillo y a través
de ojos fuertemente pintados, balanceándose con sus pestañas postizas Lengua de
Tigre Lámeme y sus appliqués negros, balanceándose como árboles de Navidad de
escaparate, no dejan de mirarla a — ella — Baby Jane — sobre el pasillo. »
El
párrafo inicial es un torrente de ropa Groovy [6], que termina con la
frase «¿No son supermaravillosas?». Con esta frase el punto de vista pasa a
Baby Jane, y es a través de sus ojos que miramos a las chicas, «las llamativas
pollitas», que se agolpan en el teatro. La descripción continúa a través de la
mirada de Jane hasta la frase «no dejan de mirarla —a ella— Baby Jane», a
partir de la cual el punto de vista bascula a las chicas, y el lector se
encuentra de improviso mirando a Baby Jane a través de los ojos de ellas: «¿Qué
diablos es esto? Ella es vistosa hasta el más desaforado de los extremos. Su
cabello se yergue sobre su cabeza en una enorme corona hirsuta, un bronceado
intenso florece en una cara angosta con dos ojos abiertos —¡swock!— como
paraguas, con todo ese pelo que flota sobre una casaca hecha de... ¡cebra!
¡Esas pobres franjas huérfanas! ¡Oh, maldita sea! Ahí está con sus amigas, algo
así como una especie de abeja reina para todas las llamativas pollitas que hay
por doquier. »
De
hecho, tres puntos de vista se emplean en este pasaje bastante breve, el punto
de vista del personaje principal (Baby Jane), el punto de vista de las personas
que la están mirando (las «llamativas pollitas»), y el mío propio. Yo cambiaba
continuamente de punto de vista en un sentido o en otro, a menudo con
brusquedad, en muchos de los artículos que escribí en 1963, 1964 y 1965. Con el
tiempo un crítico me calificó de «camaleón» que instantáneamente asumía la
coloración de aquello sobre lo que estaba escribiendo. Para él era un defecto.
Yo lo tomé como un cumplido. Un camaleón... ¡pero si se trataba de eso!
A
veces utilicé el punto de vista en el sentido jamesiano con que lo entienden
los novelistas, para entrar en seguida en la mente de un personaje, para vivir
el mundo a través de su sistema nervioso central a lo largo de una escena
determinada. Al escribir sobre Phil Spector («El Primer Magnate Adolescente»),
comencé el artículo no sólo dentro de su mente sino con un virtual monólogo interior.
Una de las revistas de información consideró aparentemente mi artículo sobre
Spector como una proeza inverosímil, porque le entrevistaron y le preguntaron
si no creía que este pasaje era una simple ficción que se apropiaba su nombre.
Spector respondió que, de hecho, le parecía muy exacto. Esto no tenía nada de
sorprendente, en cuanto cada detalle de este pasaje estaba tomado de una larga
entrevista con Spector sobre cómo se había sentido exactamente en aquella
ocasión:
«Todas
esas gotas de lluvia deben de estar drogadas o algo. No bajan resbalando por la
ventanilla, van hacia atrás, hacia la cola, como carcamales que caminasen sobre
un colchón. El aeroplano se desliza sobre el cemento hacia la pista, para
despegar, y esa estúpida agua infartada resbala, oblicuamente, de un lado a
otro de la ventanilla. Phil Spector, 23 años, el magnate del rock and roll,
productor de Philles Records, el primer nabab adolescente de Norteamérica,
observa... esa patología acuosa... es enfermiza, fatal. Aprieta el cinturón del
asiento sobre sus entrañas... Un zumbido brota del interior del avión, un
chorro de aire sale disparado por el orificio de ventilación sobre el asiento
de alguien, algún bobo enciende un cono de luz, hay un letrero que se alza
junto a la pista, una absurda, crítica, demente instrucción al piloto —Pista 4,
¿Están Las Fundas Superiores del Cilindro BAJADAS?— y más allá una confusa
hilera de luces de un color azul sulfuroso, igual que las luces del techo de
una fábrica de pasta dentífrica de Nueva Jersey, sólo que desparramadas sin
parar en hileras azul sulfuroso sobre el condado de Los Angeles. Todo es...
confuso. Gotas de lluvia esquizoides. El aeroplano se parte en dos durante el
despegue y todos los pasajeros de la mitad delantera se abalanzan sobre Phil
Spector en un torrente de cuerpos entre una espesa y anaranjada... ¡napalm! No,
ocurre en lo alto; hay un gran desgarrón en el costado del aparato,
sencillamente se desgarra, ve rasgarse el techo, combarse en perversos
goterones, como un huevo enfermizo de Dalí, y Phil Spector sale volando por la
hendidura, sombrío, glacial. Y el aeroplano, es de caña...
—¡Señorita!
Una
azafata se dirige hacia el fondo con el fin de abrocharse el cinturón para
despegar. El avión se mueve, los reactores truenan. Bajo una falda azul
Lifebuoy, sus piernas a prueba de incendios se oyen rítmicamente, saliendo de
unas incitantes-rosadas braguitas Fantasy... »
Tenía
la sensación, con razón o sin ella, de hacer cosas que nadie nunca había hecho
antes en periodismo. Solía intentar imaginarme lo que experimentaban los
lectores al encontrarse con toda esa desenvoltura y fragmentación en un
suplemento dominical. Me gustaba esa idea. No me sentía parte integrante de
ningún medio periodístico o literario normal. Más tarde leí la nostalgia del
crítico inglés John Bailey de una época en la que los escritores tenían el
sentido de Pushkin de «mirar a todas las cosas de nuevo», como si fuera por
primera vez, sin la constante intimidación de ser consciente de lo que otros
escritores habían hecho ya. Esa era exactamente la sensación que yo tenía a
mediados de los años sesenta.
Estoy
seguro de que otros que hacían experiencias en los artículos de revista,
empezaban a sentir lo mismo, como Tálese.
Estaban
traspasando los límites convencionales del periodismo, pero no simplemente en
lo que se refiere a técnica. La forma de recoger material que estaban
desarrollando se les aparecía también como mucho más ambiciosa. Era más
intensa, más detallada, y ciertamente consumía más tiempo del que los reporteros
de periódico o de revista, incluyendo los reporteros de investigación,
empleaban habitualmente. Fomentaron la costumbre de pasarse días enteros con la
gente sobre la que estaban escribiendo, semanas en algunos casos. Tenían que
reunir todo el material que un periodista persigue... y luego ir más allá
todavía. Parecía primordial estar allí cuando tenían lugar escenas dramáticas,
para captar el diálogo, los gestos, las expresiones faciales, los detalles del
ambiente. La idea consistía en ofrecer una descripción objetiva completa, más
algo que los lectores siempre tenían que buscar en las novelas o los relatos
breves: esto es, la vida subjetiva o emocional de los personajes. Por eso es
por lo que resultó tan irónico que la vieja guardia del periodismo y la literatura
empezase a tachar a este nuevo periodismo de «impresionista». Las facetas más
importantes que se experimentaban en lo que a técnica se refiere, dependían de
una profundidad de información que jamás se había exigido en la labor
periodística. Sólo a través del trabajo de preparación más minucioso era
posible, fuera de la ficción, utilizar escenas completas, diálogo prolongado,
punto de vista y monólogo interior. Con el tiempo, yo y otros fuimos acusados
de «meternos en la mente de los personajes»... ¡Pero si de eso se trataba! Para
mí esto era un timbre más que el reportero tenía que pulsar.
La
mayoría de la gente que con el tiempo ha escrito sobre mi estilo, sin embargo,
tiende a centrarse en ciertos manierismos: el uso abundante de puntos, guiones,
signos de exclamación, cursivas y ocasionalmente figuras de puntuación que no
se habían empleado nunca:::::::::: y de interjecciones, gritos, palabras sin
sentido, onomatopeyas, mimesis, pleonasmos, empleo continuo del presente
histórico, etcétera. Esto me parecía bastante natural, por cuanto muchos de
estos artificios resultaban perceptibles incluso antes de leer una sola
palabra. La tipografía realmente parecía distinta. Con referencia a mi empleo
de cursivas y signos de exclamación, un crítico observó, con desdén, que mi
trabajo parecía sacado en cierto modo del diario de infancia de la reina
Victoria. Los diarios de infancia de la reina Victoria son, de hecho, muy
entretenidos, incluso encantadores. Basta compararlos con los kilómetros de
prosa oficial que derramó sobre Palmerston, Wellington, Gladstone en cartas y
comunicados, y sobre el pueblo inglés en sus proclamaciones, para comprender lo
que quiero decir. Descubrí una gran cantidad de signos de puntuación y
tipografía que yacían durmientes cuando yo empecé... y debo confesar que me
divertí mucho empleándolos. Imaginé que ya era hora de que alguien violase lo
que Orwell llamaba «las convenciones de Ginebra del pensamiento»... un
protocolo que había encerrado al periodismo y más generalmente la no-ficción (y
las novelas) en una tan tediosa cárcel durante tanto tiempo. Descubrí que cosas
como los signos de exclamación, las cursivas, y los cambios bruscos (guiones) y
las síncopas (puntos) contribuían a crear la ilusión de que una persona no sólo
hablaba sino también de que una persona pensaba. Solía divertirme poniendo
puntos suspensivos donde menos se esperaba, no al final de una frase sino en la
mitad, para crear el efecto... de un ritmo discontinuo. Me parecía que la mente
reaccionaba ¡ante todo!... en puntos, guiones, y signos de exclamación,
racionalizados luego, reforzados fugazmente, por medio de comas.
Pronto
descubrí que a la gente le gustaba parodiar mi estilo. Hacia 1966 las parodias
comenzaron a llegar en tromba. He de confesar que las leía todas. Supongo que
era porque en el fondo de toda parodia se esconde la bola de oro de un
homenaje. Hasta las parodias hostiles admiten desde el principio que el blanco
posee una voz distinta.
No
ocurre muy a menudo que uno se tope con un nuevo estilo, punto. Y si un estilo
nuevo se creaba no a través de la novela, ni del cuento, ni del poema, sino a
través del periodismo... supongo que eso resultaría extraordinario. Fue
probablemente esa idea —más que cualquier artificio determinado, como emplear
escenas y diálogo en un estilo «novelístico»— lo que hizo concebir grandes
ideas acerca de un periodismo nuevo. A mi modo de ver, si un estilo literario
nuevo podía nacer del periodismo, resultaba entonces razonable que el
periodismo pudiese aspirar a algo más que una simple emulación de esos
envejecidos gigantes, los novelistas.
Traducción de José Luis Guarner
Fuente: The New Journalism
Portada: Julio Vivas
Primera edición: 1977
Séptima edición: 1998
© Tom Wolfe, 1973
Editorial Anagrama, S. A., 1976, Barcelona
ISBN: 84-339-1202-X
Depósito Legal: B. 1888-1998
Popular equipo de béisbol.
Daraon Runyon (1884-1946), humorista y escritor
norteamericano especializado en la observación de peculiares personajes de la
fauna de Nueva York.
«El último héroe norteamericano. »
Expresión de slang que, entre otras varias
acepciones, se aplica desde 1955
a lo que está de moda, el «último grito».