martes, 14 de abril de 2015


MUSICA › UNA TARDE CON LOS FANS DE LOS STONES EN LA PUERTA DEL HOTEL

Los rolingas en la dulce espera

La banda de Jagger y Richards toca hoy, pero ellos empezaron antes: crónica de un fanatismo que excede lo musical.

Por Julián Gorodischer*

Ahora mismo tres de los Stones (Ron Wood, Keith Richards y Charlie Watts) tal vez estén apretando el botón de rocío automático que perfumará sus cuerpos; más tarde, cuando los acompañe Mick Jagger –en la lujosa habitación de la mansión Four Seasons– tomarán exclusivamente champán Cristal y agua mineral Perrier y comerán en vajilla Limoges con cubiertos de plata. Aquí abajo, la Negra Nelly, una de la vieja guardia que compone la hinchada a los pies de los Stones (con un cupo fijo de doscientas almas deshidratadas, durante el lunes del arribo), justifica su estado al límite continuo del desmayo, sometida a los 35 grados sin bebida ni reparo: es un sacrificio necesario. Y dedica su carta de amor al ídolo. “Jagger –grita al balcón–, sos hermoso, me das una alegría muy grande. Mi novio es parecido a vos.” Son las tres de la tarde, Jagger sigue demorado por haber asistido a la reunión de padres en la escuela carioca de su hijo Lucas (que tuvo con la modelo brasileña Luciana Giménez), y todavía no se vio el rostro de una estrella; apenas hay un puño que logra excitar a multitudes cada vez que se asoma por la ventana. El máximo fervor llegó cuando la mano mágica (que, dicen, era de Richards) colgó dos pañuelos, uno rojo y uno verde sobre una baranda: la multitud aulló. Al turista alemán de la pileta del Four Seasons que quiso su minuto de gloria (y osó asomarse a saludar) no le fue tan bien: lo bañaron en saliva.

Aquí –cuentan los que saben– el mundo es estón o rolinga. Las chicas que hacen puerta en el Jockey Club (y se ligan el reto del oligarca ofendido: ¡Moviéndose!) son estrictamente rolingas. “El flequillo no es un rasgo; es una forma de identificarnos. También las Topper, porque son las más baratas, viste...”, dice Debra. Las Nenas –como se define este subgrupo– saben menos de música que de estilo; no tienen ticket para el show, pero sí persistencia. Ellas y Córdoba (Guillermo Evelin, de origen cantado) planifican, anotando teléfonos y mails, la avalancha prevista para el recital, cuando la montaña podrá mover la valla, cuando el deseo será más fuerte que la yuta, yuta, compadre (como canta la banda de los Revolucionarios, unos recién llegados dedicados a romper la modorra). Los Revolucionarios ponen una condición a la revista de la farándula que les pide la fotito costumbrista: “O todos o ninguno... Vengan... Vamos la familia rolinga... ¡Vengan todos!”, arenga Martín, alias El Estón, integrante de la banda de covers La Ultima Vez, que en lo que dure la semana deberá salvarse para todo el año. Ahora mismo están organizando recitales, imitan timbre y posturas de poster, ¿pasarán la gorra a un costado del estadio para los que se quedaron afuera (la mayoría en esta guardia de pobres, pero honrados)? “No sabés cómo me sale el Jagger –alardea El Estón–. Se van a dar cuenta porque me voy a empezar a desquiciar para todos lados; ¡sólo con alcohol encima!”

Aquí, en la arena, donde se juega el status de incondicional, no se ve ni un solo ejemplar de una casta relativamente novedosa de estón glam (saco, camisa, botas de cocodrilo y flequillo desmechado) ni tampoco llegaron imitadores de Jagger, más preocupados –comentan las lenguas viperinas– por salir en un video de Turf que por probar la condición de fan. “Mirala a ésa –gritan Debra y Las Nenas (pura sangre rolinga)–, ¡sos una careta, nena! ¿De dónde saliste?” El pecado de Sigrid Silberberg fue mostrar el tatuaje de la lengua en la nalga a los fotógrafos... Entre tanto fan llorando miseria, reclamando que por qué en la nación stone no hay un recital gratuito como en Río, que por qué en el ’98 salía 50 pesos el campo y ahora cuesta una fortuna..., la diosa Sigrid, con su hermana Carol, comenta que ella sí va a entrar, emocionada porque escuchaba a los Stones “desde la panza de mamá”. La diva estón (nueva casta, reservada a señoritas) ambiciona con captar la mirada del astro y desprecia a las rolingas. “Muchas piensan demasiado en el flequillo –critica–. Yo me vine acá corriendo, me muero de calor, entrego todo. A mí estos tipos me cambiaron la vida de frente march. Es una forma de ser.” En el duelo entre Sigrid y Las Nenas podría resumirse la tensión más evidente en esta previa. A saber: los rolingas inscriben el nombre de Los Piojos o La 25 en su remera, calcan el cliché (flequillo, zapatillas sucias, lengua afuera), saben poco de música, no tienen entrada; los estón: pagan y saben un poco de cada disco, se quejan de qué tiene que hacer un grupo como Los Piojos en vez de Los Ratones en el recital.

Cerca de las seis de la tarde, cuando se comenta que Jagger podría haber llegado ya, la familia vive su catarsis. Dice un histórico que la tolerancia entre el estón y el rolinga llegó a los límites de la homologación. El fan modelo 2006 es puramente emocional; es un manso que calla cuando hay que callar, que paga lo que hay que pagar y hasta organiza la avalancha para que la eficiencia sea más fuerte que el exabrupto.

Luciano Quintana, de la banda Ropavejeros, canta como Jagger ahora que hay que pasar el tiempo haciendo algo... “Yo te puedo decir/ que no andás tan fuerte sobre mí/ na na na.../ si me dejás contar cuántas veces tuve que escuchar/ bla bla bla/ ya no soy yo el que está limando esta situación/ no tenés más que hablar/ te bajé del carro/ de qué te la das...” Este Jagger de Flores, al que antes le decían Morrison, dedica su vida a tocar la guitarra todo el día. En el 40 x 5, el bar temático de Villa del Parque en el que pasará la vigilia junto a vinilos auténticos, trajes, videos y euforia, podrá volver a cantar su hit, y llorará su pena de no poder asistir al recital. ¡Es tan caro! Y él necesita comprarse una guitarra acústica si alguna vez quiere ser alguien. Allí en 40 x 5 también estará Patricio Pérez, el dibujante, descubriendo el secreto de la inmortalidad cada vez que le preguntan sobre cómo nacen sus caricaturas de Jagger. “Lo miro –reconstruye, frente a sus dibujos gigantes–, y miro esas muecas que él hace... esas caras que pone... Si te fijás en la lengua de los Stones, te das cuenta de que (Andy) Warhol se inspiró en la boca de Jagger, en cómo se le salen los dientes, los labios hinchados, esa cosa de canchero, esa boca que pega justo con su forma de ser... Es muy difícil pensar otro símbolo: la lengua con espinas trató de innovar, pero a los fans no les cayó bien; ni tampoco aceptaron la lengua arco iris. El que sobrevive es el clásico.”

*Nota publicada en el diario Página/12 el 21 de febrero de 2006
El Nuevo Periodismo

Por Tom Wolfe

CAPITULO 2.

IGUAL QUE UNA NOVELA

¿Qué es esto, en nombre de Cristo? En otoño de 1962 se me ocurrió coger un ejemplar de Esquire y leí un artículo que se titulaba «Joe Louis: el Rey hecho Hombre de Edad Madura». El trabajo no comenzaba en absoluto como el típico artículo periodístico. Comenzaba con el tono y el clima de un relato breve, con una escena más bien íntima; íntima al menos según las normas periodísticas vigentes en 1962, en todo caso:
«—¡Hola, querida! —gritó Joe Louis a su mujer, al verla esperándole en el aeropuerto de Los Ángeles.
Ella sonrió, acercándose a él, y cuando estaba a punto de empinarse sobre sus tacones para darle un beso, se detuvo de pronto.
—Joe, ¿dónde está tu corbata? —preguntó.
—Ay, queridita —se excusó él, encogiéndose de hombros—. Estuve fuera toda la noche en Nueva York y no tuve tiempo...
—¡Toda la noche! —cortó la mujer—. Cuando estás ahí, lo que tienes que hacer es dormir, dormir y dormir.
—Queridita —repuso Joe Louis con una sonrisa fatigada—. Soy un hombre viejo.
—Sí —concedió ella—. Pero cuando vas a Nueva York, quieres ser joven otra vez. »
El artículo destacaba varias escenas como ésta, mostrando la vida privada de un héroe del deporte que se hace cada vez más viejo, más calvo, más triste. Enlaza con una escena en el domicilio de la segunda mujer de Louis, Rose Morgan. En esta escena Rose Morgan exhibe una película del primer combate entre Joe Louis y Billy Conn en un salón lleno de gente, entre la cual se halla su actual marido.
«Rose parecía excitada al ver a Joe en su mejor forma, y cada vez que un puñetazo de Louis hacía tambalear a Conn, mascullaba "Mummm" (golpe). "Mummm" (golpe). "Mummm".
Billy Conn estaba grandioso en los asaltos intermedios, pero cuando en la pantalla centelleó el rótulo "13 Asalto", alguien comentó:
—Ahora es cuando Conn va a cometer su error; intentar atacar a Joe Louis.
El marido de Rose permaneció silencioso, sorbiendo su whisky.
Cuando las combinaciones de Louis comenzaron a surtir efecto, Rose repitió "Mummmmm, mummmmm", y luego el pálido cuerpo de Conn empezó a derrumbarse contra la pantalla.
Billy Conn comenzó a incorporarse lentamente. El árbitro contaba sobre él. Conn alzó una pierna, luego la otra, luego se puso de pie; pero el árbitro le hizo retroceder. Era demasiado tarde.
... y entonces, por primera vez, al fondo del salón, desde las blancas profundidades del sofá, resonó la voz del actual marido —otra vez esa mierda de Joe Louis.
—Yo creo que Conn se levantó a tiempo —proclamó—, pero ese arbitro no le dejó continuar.
Rose Morgan no dijo nada; simplemente engulló el resto de su bebida. »
¿Qué demonios pasa? Con unos cuantos retoques todo el artículo podía leerse como un relato breve. Los pasajes de ilación de escenas, los pasajes explicativos, pertenecían al estilo convencional de periodismo de los años cincuenta, pero se podían refundir fácilmente. El artículo se podía transformar en un cuento con muy poco trabajo. Su carácter realmente único, sin embargo, era el tipo de información que manejaba el reportero. Al principio no conseguí entenderlo, francamente. De veras, no comprendía que alguien tuviera acceso a cosas como la pequeña digresión personal entre un hombre y su cuarta esposa en un aeropuerto, para luego seguir con ese sorprendente cake-walk por el armario de los recuerdos en el salón de su segunda esposa. Mi reacción instintiva, de defensa, fue pensar que el hombre había cargado la suerte, como suele decirse... lo había adornado, inventado el diálogo... Dios mío, tal vez había inventado escenas enteras, el mentiroso sin escrúpulos... Lo gracioso del caso es que fue esa precisamente la reacción que incontables periodistas e intelectuales literarios experimentaron durante los nueve años siguientes en los que el Nuevo Periodismo adquirió impulso. ¡Los cabritos se lo están inventando! (Se lo digo yo, árbitro, esa jugada es ilegal... ) La resolución elegante de un reportaje era algo que nadie sabía cómo tomar, ya que nadie estaba habituado a considerar que el reportaje tuviera una dimensión estética.
Por aquel tiempo yo leía revistas como Esquire raras veces. No habría leído el artículo de Joe Louis de no estar escrito por Gay Talese. Después de todo, Talese era un periodista del Times. Era uno de los que tomaban parte en mi juego del reportaje. Lo que había escrito para Esquire se hallaba tan por encima de lo que hacía (o le dejaban hacer) para el Times, que yo tenía que descubrir lo que estaba pasando.
No mucho tiempo después, Jimmy Breslin empezó a escribir una columna local extraordinaria para mi propio periódico, el Herald Tribune. Breslin llegó al Herald Tribune de la nada, lo que quiere decir que había escrito un centenar de artículos o así para revistas como True, Life y Sports Illustrated. Como es natural, era virtualmente desconocido. En aquella época, calentarse la cabeza como colaborador independiente de revistas populares era un sistema garantizado de permanecer anónimo. Breslin despertó la atención del editor del Herald Tribune, Jock Whitney, gracias a su libro sobre los New York Mets[1], titulado Can't Anybody Here Play This Game? El Herald Tribune contrató a Breslin para escribir una columna local «brillante», que pudiese contrarrestar algo de la balumba de la página editorial, moderar los efectos anestésicos de expertos tales como Walter Lippman y Joseph Alsop. Las columnas de los periódicos se han convertido en una ilustración clásica de la teoría de que las organizaciones tienden a elevar a la gente a sus niveles de incompetencia. La práctica usual consistía en otorgarle a un hombre una columna como recompensa por sus servicios distinguidos como reportero. De esta manera se perdía un buen reportero y se ganaba un mal escritor. El arquetipo de los columnistas periodísticos era Lippman. Durante 35 años Lippman no hizo en apariencia otra cosa que ingerir el Times todas las mañanas, fagocitarlo en su ponderativo cacumen durante unos cuantos días, para luego eyectarlo metódicamente bajo la forma de una gota de papilla sobre la frente de varios cientos de miles de lectores de otros periódicos en los días sucesivos. El único reportaje de verdad que recuerdo que Lippman hiciera fue la visita protocolaria a un jefe de estado, durante la cual tuvo la oportunidad de sentarse en mullidas butacas de lujosos despachos y tragarse personalmente las mentiras oficiales del homenajeado, en vez de leerlas en el Times. Y no pretendo ridiculizar a Lippman, sin embargo. Sólo hacía lo que se esperaba de él...
En cualquier caso, Breslin hizo un descubrimiento revolucionario. Hizo el descubrimiento de que era realmente factible que un columnista abandonara el edificio, saliese al exterior y recogiera su material a pie con su propio y genuino esfuerzo personal. Breslin iba a ver al redactor-jefe local para preguntarle qué noticias y citas se habían recibido, elegía una, se marchaba de la casa, cubría la información a la manera de un reportero, y la desarrollaba luego en su columna. Si la noticia era lo bastante significada, su columna empezaba en primera página en vez de en el interior. Por obvio que pueda parecer este sistema, era una completa novedad entre los columnistas de periódico, fuesen locales o nacionales. Los columnistas locales resultan aún más patéticos, si tal cosa es posible. Arrancan por lo general con el depósito lleno, dándose a conocer como tremendos boulevardiers y raconteurs, vendiendo al por menor en letra impresa todos los maravillosos mots y anécdotas que han recogido a la hora del almuerzo unos pocos años antes. Después de ocho o diez semanas, sin embargo, empieza a terminárseles el combustible. Se mueven torpemente y dan boqueadas, pobres cabritos. Están muertos de sed. Se les ha acabado el tema. Empiezan a escribir sobre las cosas graciosas que ocurrieron cerca de su casa el otro día, sobre chistes caseros como que la Querida Costilla o la Dama del Avon se han largado, o sobre algún libro o artículo fascinante que hayan estimulado su imaginación, o sobre cualquier cosa que han visto en la televisión. ¡Dios bendiga a la televisión! Sin programas de televisión que canibalizar, la mitad de estos hombres se vería perdida, completamente catatónica. No pasa mucho tiempo sin que ese azul tuberculoso, perceptible casi a simple vista, de la pantalla de 23 pulgadas irradie de su prosa. Cada vez que ustedes vean a un columnista tratando de ordeñar temas de su vida doméstica, artículos, libros, o el receptor de televisión, tendrán en sus manos un alma hambrienta... Deberían de mandarle una cesta...
Pero Breslin trabajaba como un energúmeno. Se podía pasar todo el día recopilando información, volver a las cuatro o así de la tarde, y sentarse ante una mesa en la sala de la redacción local. Todo un espectáculo. Breslin era un irlandés de buena apariencia con una abundante pelambrera negra y las agallas de un luchador nato. Al sentarse ante su máquina de escribir, se encorvaba hasta adquirir la forma de una bola de bowling. Se ponía a beber café y a fumar cigarrillos hasta que el vapor empezaba a impulsar su cuerpo. Parecía una bola de bowling alimentada con oxígeno líquido. Al entrar en ignición, comenzaba a teclear. Nunca he visto un hombre capaz de escribir tan bien sobre la base de una hora de cierre fija. Recuerdo particularmente un artículo suyo sobre la condena, por el delito de extorsión, de un jefazo del Sindicato de Camioneros llamado Anthony Provenzano. Al principio del artículo, Breslin presenta la imagen del sol que entra a través de las viejas y polvorientas ventanas del tribunal federal y que hace resplandecer el diamante en el anillo del meñique de Provenzano:
«La mañana no estaba nada mal. El patrón, Tony Provenzano, que es uno de los capitostes de la Unión de Camioneros, recorría arriba y abajo el pasillo que da paso a este tribunal federal de Newark, con una pequeña sonrisa en el rostro mientras sacudía por todas partes la ceniza de una boquilla blanca.
—Hoy hace un día estupendo para pescar —decía Provenzano—. Tendríamos que salir y hacernos con unas truchas.
Luego separó las piernas un poco para abordar a un tipo gordo que se llamaba Jack, que vestía un traje gris. Tony sacó la mano izquierda como si lanzara el anzuelo sobre ese Jack. El diamante que Tony llevaba en el meñique centelleó a la luz que entraba por las altas ventanas del pasillo. Luego Tony se ladeó y le pegó a Jack una palmada en el hombro con la mano derecha.
—Siempre en el hombro —rió uno de los individuos que estaban en el pasillo—. Tony siempre le sacude a Jack en el hombro. »
El artículo continúa por el estilo con los cortesanos de Jersey rodeando y adulando a Provenzano, mientras el sol hace resplandecer el anillo de su meñique. Dentro de la sala del tribunal, sin embargo, Provenzano empieza a recibir su merecido. El juez empieza a reprenderle, y el sudor brota en el labio superior de Provenzano. Luego el juez le condena a siete años, y Provenzano empieza a retorcerse el anillo en el dedo meñique con la mano derecha. Finalmente Breslin remata su trabajo con una escena en la cafetería donde el joven fiscal que trabajó el caso está comiendo escalope y ensalada de frutas puestos en una bandeja.
«—No llevaba nada que brillase en la mano. El tipo que ha hundido a Tony Pro no tiene un anillo de diamantes en el meñique. »
¡Bien! ¡Muy bien! ¡Decid lo que queráis! Ahí estaba, un relato breve, completo con su simbolismo y todo, y encima sacado de la vida misma, como suele decirse, sobre algo que ha ocurrido hoy, y que se puede comprar en el quiosco a las once de esta noche por diez centavos...
El trabajo de Breslin suscitó un indefinido resentimiento tanto entre periodistas como literatos durante el primer año o dos. Digo indefinido porque nunca entendieron del todo lo que estaba haciendo... como no fuese que de algún modo ruin y vulgar la producción del hombre era literaria. Entre los intelectuales de la literatura se hablaba de Breslin como de «un poli que escribe» o «un Runyon que hace asistencia social» [2]. No eran insultos inteligentes siquiera, sin embargo, porque se basaban en la actitud de Breslin, que parecía ser la del taxista con la gorra ladeada sobre un ojo. Parecían no ser conscientes en absoluto de una parte crucial del trabajo de Breslin: esto es, su labor como reportero. Breslin convirtió en una costumbre el llegar al escenario mucho antes del acontecimiento con el fin de recoger material ambiental, el ensayo en el cuarto de maquillaje, que le permitieran crear un personaje. De su modus operandi formaba parte el recoger los detalles «novelísticos», los anillos, la transpiración, las palmadas en el hombro, y lo hacía con más habilidad que muchos novelistas.
Los profesionales de la literatura no captaron este aspecto del Nuevo Periodismo, a causa del supuesto inconsciente por parte de la crítica moderna de que la materia prima está sencillamente «ahí». Es lo que está «dado». La idea es: Dado tal y tal cuerpo de material, ¿qué ha hecho el artista con él? El papel crucial que ese trabajo de reportero juega en cualquier tipo de narración, ya sea en novelas, películas, o ensayos, es algo que no es que haya sido ignorado, sino sencillamente que no se ha comprendido. La noción moderna del arte es una esencialmente religiosa o mágica, según la cual se considera al artista como una bestia sagrada que, de algún modo, grande o pequeño, recibe fogonazos provenientes de la cabeza del dios, proceso que se denomina creatividad. El material es meramente su arcilla, su paleta... Hasta la obvia relación entre la crónica y las grandes novelas —basta con pensar en Balzac, Dickens, Gogol, Tolstoi, Dostoyevsky, y, de hecho, Joyce— es algo que los historiadores literarios han considerado únicamente en un sentido biográfico. Le ha tocado al Nuevo Periodismo llevar esta extraña cuestión de la crónica a primer plano.
Pero eso son cuestiones sobre las que volveremos más tarde. No recuerdo que nadie hablase de ellas por aquel entonces. Yo no, desde luego. En la primavera de 1963 hice mi presentación personal en este nuevo ruedo, aunque sin proponérmelo. He descrito ya (en la introducción de El Embellecido Cochecito Aerodinámico Fluorescente) las extrañas circunstancias en las que escribí mi primer artículo para una revista —«ahí viene (¡Vruum! ¡Vruum!) ese Embellecido Cochecito Aerodinámico (¡Rahghhh!) Fluorescente (Thphhhhhh!) Doblando la Curva (Brummmmmmmmmmmmmm-mmm)... »— en forma de lo que creía un simple memorándum al director gerente de Esquire. Este artículo no era por ningún concepto un relato corto, pese al empleo de escenas y de diálogo. Yo no pretendía tal cosa en absoluto. Es difícil de explicar cómo era. Era una subasta de cosas usadas, aquel artículo... bosquejos, retales de erudición, fragmentos de notas, breves ráfagas de sociología, apostrofes, epítetos, lamentos, cháchara, todo lo que me venía a la cabeza, cosido en su mayor parte de forma tosca y torpe. En eso residía su virtud. Me descubrió la posibilidad de que había algo «nuevo» en periodismo. Lo que me interesó no fue sólo el descubrimiento de que era posible escribir artículos muy fieles a la realidad empleando técnicas habitualmente propias de la novela y el cuento. Era eso... y más. Era el descubrimiento de que en un artículo, en periodismo, se podía recurrir a cualquier artificio literario, desde los tradicionales dialogismos del ensayo hasta el monólogo interior y emplear muchos géneros diferentes simultáneamente, o dentro de un espacio relativamente breve... para provocar al lector de forma a la vez intelectual y emotiva. No estoy echándole gladiolos a ese más bien pintoresco primer trabajo mío, entiéndanme. Hablo únicamente de lo que me sugirió.
Pronto tuve oportunidad de explorar cada una de las posibilidades que se me ocurrían. El Herald Tribune me asignó servicios simultáneos, como si fuera un defensa escoba. Dos días por semana trabajada oficialmente en la redacción local como reportero a cargo de asuntos generales, como de costumbre. Los otros tres días me dedicaba oficialmente a preparar un artículo semanal de 1.500 palabras para el nuevo suplemento dominical del Herald Tribune, que se llamaba New York. Al mismo tiempo, a partir del éxito de «Ahí Viene (¡Vruum! ¡Vruum!) Ese Embellecido Cochecito Aerodinámico (¡Rahghh!) Fluorescente (¡Thphhhhh!) Doblando la Curva (¡Brummmmmmmmmmmmmmrnmm!)... », fabricaba también artículos para Esquire. Esta distribución laboral era lo bastante insensata para empezar. Recuerdo haber hecho una escapada en avión a Las Vegas en mis dos días de trabajo oficial en el Herald Tribune para escribir un artículo encargado por Esquire —«¡¡¡¡Las Vegas!!!!»—, sentarme luego dándome vueltas la cabeza en el borde de una cama de raso blanco en una suite Hog-Stomping Baroque en un hotel del Strip —en el decorado que llaman Hog-Stomping Baroque hay candelabros de cristal de 400 libras en los cuartos de baño— y coger el teléfono para dictar al equipo taquigráfico de la redacción local del Tribune el último tercio de un artículo sobre las carreras de demolición de coches en Long Island para New York —«Sana diversión en Riverhead»—, esperando terminar a tiempo para mi cita con un psiquiatra vestido con traje de seda negra de moharé con botones de metal y cuello vuelto sobre los hombros, sin solapas, uno de los dos únicos psiquiatras de Las Vegas County por aquel entonces, que me acompañaría a visitar a las víctimas del Strip en el pabellón estatal de enfermos mentales que se hallaba más allá de Charleston Boulevard. Lo más insensato del asunto es que el artículo sobre las carreras de demolición de coches fue el último que escribí que se acercara más o menos a las 1.500 palabras. En lo sucesivo empezaron a aumentar hasta 3.000, 4.000, 5.000, 6.000 palabras. Igual que Pascal, lo lamentaba, pero no tenía tiempo de escribirlos más cortos. En los nueve meses que quedaban de 1963 y la primera mitad de 1964 escribí tres largos artículos más para Esquire y veinte para New York. Todo eso sin contar lo que estaba escribiendo como reportero para la redacción local del Herald Tribune dos días por semana. La idea de un día libre perdió toda significación. Recuerdo que me puse furioso el lunes 25 de noviembre de 1963, porque necesitaba desesperadamente ponerme en contacto con ciertas personas para terminar algún que otro artículo y todas las oficinas de Nueva York parecían estar cerradas, una tras otra. Era el día del funeral del Presidente Kennedy. Recuerdo que me puse a mirar la televisión... malhumorado, pero no por nobles motivos.
Puesto a experimentar en este terreno, las condiciones por las que trabajaba entonces no podían ser más ideales. Escribía principalmente para New York, que, como ya he dicho, era un suplemento dominical. En aquella época, 1963, los suplementos dominicales estaban cerca de ser la forma más humilde de publicación periódica. Su jerarquía andaba muy por debajo del periódico diario normal, y sólo ligeramente por encima de la prensa sensacionalista, de papeles como el National Enquirer en su época «Abandoné a Mis Niños en la Puerta del Orfanato». Como resultado, los suplementos dominicales no tenían tradiciones, ni pretensiones, ni esperanzas de sobrevivir, ni siquiera reglas de cómo había que expresarse. Eran como un caramelo para el intelecto, eso es todo. Los lectores no se sentían culpables si los ponían a un lado, los tiraban o no los miraban siquiera. No experimenté nunca la menor vacilación ante cualquier artificio que razonablemente atrajese la atención del lector unos cuantos segundos más. Traté de gritarle justo al oído: ¡Quieto ahí!... En los suplementos dominicales no había sitio para las almas apocadas. Así fue como empecé a jugar con el artificio del punto-de-vista.
Por ejemplo, una vez escribí un artículo sobre las chicas detenidas en la Prevención de Mujeres de Greenwich Village[3], en el cruce de la Avenida Greenwich y la Avenida de las Américas, un cruce que se conocía como el Paraíso de las Chaladas. Las chicas solían gritarles a los chicos de la calle, a todos los simpáticos, libres, pusilánimes y satisfechos viandantes del Village que veían andar por allá abajo. Le gritaban a cada varón el primer nombre que se les ocurría —«¡Bob!» «¡Bill!» «¡Joe!» «¡Jack!» «¡Jirnmy!» «¡Willie!» «¡Benny!»— hasta que acertaban con el correcto, y algún pobre bobo se detenía para mirar hacia arriba y contestarles. Ellas le sugerían entonces un montón de singulares imposibilidades anatómicas para que el chico se distrajese probándolas consigo mismo y se echaban a reír como locas. Yo estaba allí una noche, cuando pescaron a un chico de unos veintiún años llamado Harry. Así que empecé el artículo con las chicas gritándole:
«—¡Hai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ryyyyyyyyyyyyyyyyyyyy! »
Miré lo que había escrito. Me gustó. Decidí que me divertiría gritarle yo mismo a aquel cabrito. Así que empecé a increparle, yo también, en la frase siguiente:
«Oh, querido y amable Harry, con tu peinado de gángster de película francesa, con tu camiseta de cuello alto de la Ski Shop y encima tu camisa de algodón azul del economato del Ejército y la Armada, con tus pantalones de pana de Bloomsbury que viste anunciados en la edición aérea del Manchester Guardian y que te mandaron por encargo, y con tu agazapada y plana libido intelectual errante por Greenwich Village... ¿te ha invocado a ti realmente esa sirena?»
Entonces hice que las chicas le gritasen otra vez:
«¡Hai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-ai-airyyyyyyyyyy!»
Entonces volvía a empezar de nuevo, y así sucesivamente. No había nada sutil en semejante procedimiento, que podría denominarse el Narrador Insolente. Todo lo contrario. Por eso precisamente me gustó. Me gustó la idea de arrancar un artículo haciendo que el lector, a través del narrador, hablase con los personajes, se insolentase con ellos, les insultase, les hostigase con ironía o superioridad, o lo que fuera. ¿Por qué pretender que el lector se quede tumbado y deje que los personajes vayan llegando de uno en uno, como si su mente fuera una barra giratoria de entrada al metro? Pero yo era democrático acerca de eso, de veras que lo era. A veces me metía yo en el artículo y jugaba conmigo mismo. Podía convertirme en «el hombre del Borsalino marrón», un enorme y algo policial sombrero italiano que usaba entonces, o «el hombre de la corbata Big Lunch». Escribía sobre mí en tercera persona, por lo general como si fuera un espectador perplejo o alguien que pasa por la calle, lo que era con frecuencia el caso. Una vez incluso comencé un artículo[4] sobre un vicio al que yo también me sentía inclinado, los trajes hechos a medida, como si el narrador insolente fuese otra persona... que me trataba a mí con impertinencia: «Ojales de verdad. ¡Eso es! Un hombre se puede desabrochar la manga en la muñeca con el pulgar y el índice, porque esa clase de trajes llevan ojales de verdad ahí. Tom, chico, es terrible. En cuanto lo descubres, ya no te puedes pasar sin eso. ¡De ninguna manera!»... así por el estilo cualquier cosa con tal de evitar mi entrada en materia como el narrador periodístico habitual, con un susurro en la voz, como el locutor de radio en un partido de tenis.
La voz del narrador, de hecho, era uno de los grandes problemas en la literatura de no-ficción. La mayoría de los escritores de no-ficción sin saberlo, lo hacían en una tradición británica vieja de un siglo, según la cual se daba por entendido que el narrador debe asumir una voz tranquila, cultivada y, de hecho, distinguida. La idea era que la voz del narrador debía ser como las paredes blanquecinas o amarillentas que Syrie Maugham popularizó en la decoración de interiores... un «fondo neutral» sobre el cual pudieran destacar pequeños toques de color. La elipsis era la cuestión. No pueden imaginar lo categórica que era la palabra «elipsis» entre los periodistas y los literatos hace diez años. Algo hay que decir en favor del concepto, naturalmente, pero el problema residía en que al principio de los años sesenta la elipsis se había convertido en un auténtico tapiz mortuorio. Los lectores se aburrían hasta las lágrimas sin comprender el porqué. Cuando se topaban con ese tono beige pálido, esto empezaba a señalarles, inconscientemente, que aparecía otra vez un pelmazo familiar, «el periodista», una mente pedestre, un espíritu flemático, una personalidad apagada, y no había forma de desembarazarse de esa rutina desvaída, como no fuera abandonar la lectura. Eso no tenía nada que ver con la objetividad y la subjetividad, o asumir una postura o un «compromiso»: era una cuestión de personalidad, energía, empuje, brillantez... La voz del periodista medio tenía que ser como la voz del locutor medio... un ronroneo, un zumbido...
Para evitar esto yo no vacilaba en recurrir a cualquier Cosa. Escribí un artículo[5] sobre Junior Johnson, un corredor automovilístico de Ingle Hollow, Carolina del Norte, que había aprendido a conducir transportando whisky de contrabando a Charlotte y otros puntos de distribución. «No existe un trabajo más duro en el mundo que contrabandear whisky», explicaba Johnson. «No conozco ningún otro negocio que te obligue a levantarte a cualquier hora de la noche y salir a andar por la nieve y todo eso y trabajar. Es el modo más difícil del mundo de ganarse la vida, y no creo que nadie lo haga sin que le hayan obligado. » En este caso, mientras Júnior Johnson explicaba la industria del whisky americano de maíz, no había problema, porque a) el diálogo tiende a ser de natural atractivo, o fascinante, para el lector; y b) la jerga de Ingle Hollow que emplea resultaba insólita. Pero luego tenía que hacerme cargo yo de la explicación, con el fin de resumir en unos cuantos párrafos la información que había reunido en varias entrevistas. Así que... decidí adoptar yo también el lenguaje de Ingle Hollow, desde el momento en que le venía bien al tema. No hay ninguna ley sobre que el narrador tenga que hablar en beige o en el dialecto de los malos periodistas de Nueva York. Así que continué la explicación yo mismo, como sigue:
«La mezcla que fermenta no le espera a uno. Empieza a soltar espuma cuando está a punto y uno tiene que estar allí para quitársela, esté en los bosques, en la maleza, en los zarzales, en el estercolero, en la nieve. Sería una gran cosa que uno lo tuviera todo a mano dentro de un viejo y cómodo cobertizo con techo de metal ondulado y ordenara esas piezas como a uno le dé la gana y no tuviera que contrabandear todo ese cobre y todo ese azúcar y todo lo demás y fuera calderero y plomero y tonelero y carpintero y caballo de tiro y todo eso que Dios nunca ha visto, todo de una pieza.
Y vivir de una manera decente... Júnior y sus hermanos, sobre las dos de la madrugada, salen a hurtadillas hacia el escondrijo, el lugar donde se ha ocultado el licor una vez hecho... »
Yo imitaba el acento de un contrabandista de whisky de Ingle Hollow, con el fin de crear la ilusión de ver la acción a través de la mirada de alguien que se halla realmente en el escenario y forma parte de él, más que hablar como un narrador beige. Empecé a considerar este procedimiento como la voz de proscenio, como si los personajes que se hallan en primer término del protagonista estuvieran hablando.
Con las descripciones hacía la misma cosa. En vez de presentarme como el locutor radiofónico que describe la gran parada, me deslizaba lo más rápidamente en las cuencas del ojo, como si dijéramos, de los personajes del artículo. Con frecuencia cambiaba el punto de vista en mitad de un párrafo o incluso de una frase.
Empecé un artículo sobre Baby Jane Holzer, titulada «La Chica del Año», de la manera siguiente:
«Flequillos melenas bouffants peinados campana gorras Beatle caras mantecosas pestañas postizas ojos pintados jerseys rellenos puntiagudos sostenes franceses chaquetas de cuero con flecos pantalones téjanos pantalones ceñidos téjanos ceñidos culos golosos botas altas con cremallera botas cortas zapatillas Knight de bailarina, cientos de ellas, esas llamativas pollitas, agitándose y gritando, corriendo de un lado para otro dentro del teatro de la Academy of Music bajo aquella vasta y vieja y polvorienta cúpula con querubines allá arriba —¿no son supermaravillosas?
—¿No son supermaravillosas? —exclama Baby Jane, y añade—: ¡Hola, Isabel! ¡Isabel! ¿No quieres sentarte entre bastidores... con los Stones?
El espectáculo no ha comenzado aún. Los Rolling Stones no han salido siquiera a escena, el local está repleto de una gran penumbra negruzca y mugrienta, y de esas llamativas pollitas.
Las chicas se retuercen de esta manera y de aquella otra en el pasillo y a través de ojos fuertemente pintados, balanceándose con sus pestañas postizas Lengua de Tigre Lámeme y sus appliqués negros, balanceándose como árboles de Navidad de escaparate, no dejan de mirarla a — ella — Baby Jane — sobre el pasillo. »
El párrafo inicial es un torrente de ropa Groovy [6], que termina con la frase «¿No son supermaravillosas?». Con esta frase el punto de vista pasa a Baby Jane, y es a través de sus ojos que miramos a las chicas, «las llamativas pollitas», que se agolpan en el teatro. La descripción continúa a través de la mirada de Jane hasta la frase «no dejan de mirarla —a ella— Baby Jane», a partir de la cual el punto de vista bascula a las chicas, y el lector se encuentra de improviso mirando a Baby Jane a través de los ojos de ellas: «¿Qué diablos es esto? Ella es vistosa hasta el más desaforado de los extremos. Su cabello se yergue sobre su cabeza en una enorme corona hirsuta, un bronceado intenso florece en una cara angosta con dos ojos abiertos —¡swock!— como paraguas, con todo ese pelo que flota sobre una casaca hecha de... ¡cebra! ¡Esas pobres franjas huérfanas! ¡Oh, maldita sea! Ahí está con sus amigas, algo así como una especie de abeja reina para todas las llamativas pollitas que hay por doquier. »
De hecho, tres puntos de vista se emplean en este pasaje bastante breve, el punto de vista del personaje principal (Baby Jane), el punto de vista de las personas que la están mirando (las «llamativas pollitas»), y el mío propio. Yo cambiaba continuamente de punto de vista en un sentido o en otro, a menudo con brusquedad, en muchos de los artículos que escribí en 1963, 1964 y 1965. Con el tiempo un crítico me calificó de «camaleón» que instantáneamente asumía la coloración de aquello sobre lo que estaba escribiendo. Para él era un defecto. Yo lo tomé como un cumplido. Un camaleón... ¡pero si se trataba de eso!
A veces utilicé el punto de vista en el sentido jamesiano con que lo entienden los novelistas, para entrar en seguida en la mente de un personaje, para vivir el mundo a través de su sistema nervioso central a lo largo de una escena determinada. Al escribir sobre Phil Spector («El Primer Magnate Adolescente»), comencé el artículo no sólo dentro de su mente sino con un virtual monólogo interior. Una de las revistas de información consideró aparentemente mi artículo sobre Spector como una proeza inverosímil, porque le entrevistaron y le preguntaron si no creía que este pasaje era una simple ficción que se apropiaba su nombre. Spector respondió que, de hecho, le parecía muy exacto. Esto no tenía nada de sorprendente, en cuanto cada detalle de este pasaje estaba tomado de una larga entrevista con Spector sobre cómo se había sentido exactamente en aquella ocasión:
«Todas esas gotas de lluvia deben de estar drogadas o algo. No bajan resbalando por la ventanilla, van hacia atrás, hacia la cola, como carcamales que caminasen sobre un colchón. El aeroplano se desliza sobre el cemento hacia la pista, para despegar, y esa estúpida agua infartada resbala, oblicuamente, de un lado a otro de la ventanilla. Phil Spector, 23 años, el magnate del rock and roll, productor de Philles Records, el primer nabab adolescente de Norteamérica, observa... esa patología acuosa... es enfermiza, fatal. Aprieta el cinturón del asiento sobre sus entrañas... Un zumbido brota del interior del avión, un chorro de aire sale disparado por el orificio de ventilación sobre el asiento de alguien, algún bobo enciende un cono de luz, hay un letrero que se alza junto a la pista, una absurda, crítica, demente instrucción al piloto —Pista 4, ¿Están Las Fundas Superiores del Cilindro BAJADAS?— y más allá una confusa hilera de luces de un color azul sulfuroso, igual que las luces del techo de una fábrica de pasta dentífrica de Nueva Jersey, sólo que desparramadas sin parar en hileras azul sulfuroso sobre el condado de Los Angeles. Todo es... confuso. Gotas de lluvia esquizoides. El aeroplano se parte en dos durante el despegue y todos los pasajeros de la mitad delantera se abalanzan sobre Phil Spector en un torrente de cuerpos entre una espesa y anaranjada... ¡napalm! No, ocurre en lo alto; hay un gran desgarrón en el costado del aparato, sencillamente se desgarra, ve rasgarse el techo, combarse en perversos goterones, como un huevo enfermizo de Dalí, y Phil Spector sale volando por la hendidura, sombrío, glacial. Y el aeroplano, es de caña...
—¡Señorita!
Una azafata se dirige hacia el fondo con el fin de abrocharse el cinturón para despegar. El avión se mueve, los reactores truenan. Bajo una falda azul Lifebuoy, sus piernas a prueba de incendios se oyen rítmicamente, saliendo de unas incitantes-rosadas braguitas Fantasy... »
Tenía la sensación, con razón o sin ella, de hacer cosas que nadie nunca había hecho antes en periodismo. Solía intentar imaginarme lo que experimentaban los lectores al encontrarse con toda esa desenvoltura y fragmentación en un suplemento dominical. Me gustaba esa idea. No me sentía parte integrante de ningún medio periodístico o literario normal. Más tarde leí la nostalgia del crítico inglés John Bailey de una época en la que los escritores tenían el sentido de Pushkin de «mirar a todas las cosas de nuevo», como si fuera por primera vez, sin la constante intimidación de ser consciente de lo que otros escritores habían hecho ya. Esa era exactamente la sensación que yo tenía a mediados de los años sesenta.
Estoy seguro de que otros que hacían experiencias en los artículos de revista, empezaban a sentir lo mismo, como Tálese.
Estaban traspasando los límites convencionales del periodismo, pero no simplemente en lo que se refiere a técnica. La forma de recoger material que estaban desarrollando se les aparecía también como mucho más ambiciosa. Era más intensa, más detallada, y ciertamente consumía más tiempo del que los reporteros de periódico o de revista, incluyendo los reporteros de investigación, empleaban habitualmente. Fomentaron la costumbre de pasarse días enteros con la gente sobre la que estaban escribiendo, semanas en algunos casos. Tenían que reunir todo el material que un periodista persigue... y luego ir más allá todavía. Parecía primordial estar allí cuando tenían lugar escenas dramáticas, para captar el diálogo, los gestos, las expresiones faciales, los detalles del ambiente. La idea consistía en ofrecer una descripción objetiva completa, más algo que los lectores siempre tenían que buscar en las novelas o los relatos breves: esto es, la vida subjetiva o emocional de los personajes. Por eso es por lo que resultó tan irónico que la vieja guardia del periodismo y la literatura empezase a tachar a este nuevo periodismo de «impresionista». Las facetas más importantes que se experimentaban en lo que a técnica se refiere, dependían de una profundidad de información que jamás se había exigido en la labor periodística. Sólo a través del trabajo de preparación más minucioso era posible, fuera de la ficción, utilizar escenas completas, diálogo prolongado, punto de vista y monólogo interior. Con el tiempo, yo y otros fuimos acusados de «meternos en la mente de los personajes»... ¡Pero si de eso se trataba! Para mí esto era un timbre más que el reportero tenía que pulsar.
La mayoría de la gente que con el tiempo ha escrito sobre mi estilo, sin embargo, tiende a centrarse en ciertos manierismos: el uso abundante de puntos, guiones, signos de exclamación, cursivas y ocasionalmente figuras de puntuación que no se habían empleado nunca:::::::::: y de interjecciones, gritos, palabras sin sentido, onomatopeyas, mimesis, pleonasmos, empleo continuo del presente histórico, etcétera. Esto me parecía bastante natural, por cuanto muchos de estos artificios resultaban perceptibles incluso antes de leer una sola palabra. La tipografía realmente parecía distinta. Con referencia a mi empleo de cursivas y signos de exclamación, un crítico observó, con desdén, que mi trabajo parecía sacado en cierto modo del diario de infancia de la reina Victoria. Los diarios de infancia de la reina Victoria son, de hecho, muy entretenidos, incluso encantadores. Basta compararlos con los kilómetros de prosa oficial que derramó sobre Palmerston, Wellington, Gladstone en cartas y comunicados, y sobre el pueblo inglés en sus proclamaciones, para comprender lo que quiero decir. Descubrí una gran cantidad de signos de puntuación y tipografía que yacían durmientes cuando yo empecé... y debo confesar que me divertí mucho empleándolos. Imaginé que ya era hora de que alguien violase lo que Orwell llamaba «las convenciones de Ginebra del pensamiento»... un protocolo que había encerrado al periodismo y más generalmente la no-ficción (y las novelas) en una tan tediosa cárcel durante tanto tiempo. Descubrí que cosas como los signos de exclamación, las cursivas, y los cambios bruscos (guiones) y las síncopas (puntos) contribuían a crear la ilusión de que una persona no sólo hablaba sino también de que una persona pensaba. Solía divertirme poniendo puntos suspensivos donde menos se esperaba, no al final de una frase sino en la mitad, para crear el efecto... de un ritmo discontinuo. Me parecía que la mente reaccionaba ¡ante todo!... en puntos, guiones, y signos de exclamación, racionalizados luego, reforzados fugazmente, por medio de comas.
Pronto descubrí que a la gente le gustaba parodiar mi estilo. Hacia 1966 las parodias comenzaron a llegar en tromba. He de confesar que las leía todas. Supongo que era porque en el fondo de toda parodia se esconde la bola de oro de un homenaje. Hasta las parodias hostiles admiten desde el principio que el blanco posee una voz distinta.
No ocurre muy a menudo que uno se tope con un nuevo estilo, punto. Y si un estilo nuevo se creaba no a través de la novela, ni del cuento, ni del poema, sino a través del periodismo... supongo que eso resultaría extraordinario. Fue probablemente esa idea —más que cualquier artificio determinado, como emplear escenas y diálogo en un estilo «novelístico»— lo que hizo concebir grandes ideas acerca de un periodismo nuevo. A mi modo de ver, si un estilo literario nuevo podía nacer del periodismo, resultaba entonces razonable que el periodismo pudiese aspirar a algo más que una simple emulación de esos envejecidos gigantes, los novelistas.


Traducción de José Luis Guarner
Fuente: The New Journalism
Portada: Julio Vivas
Primera edición: 1977
Séptima edición: 1998
© Tom Wolfe, 1973
Editorial Anagrama, S. A., 1976, Barcelona
ISBN: 84-339-1202-X
Depósito Legal: B. 1888-1998




[1] Popular equipo de béisbol.
[2] Daraon Runyon (1884-1946), humorista y escritor norteamericano especializado en la observación de peculiares personajes de la fauna de Nueva York.
[3] «Voces de Village Square. »
[4] [4] «El vicio secreto. »
[5] «El último héroe norteamericano. »
[6] Expresión de slang que, entre otras varias acepciones, se aplica desde 1955 a lo que está de moda, el «último grito».
Monrovia

Por Martín Caparrós

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Apuntes sobre el manejo de la escena

Por Alberto Salcedo Ramos.

LAS ESCENAS: INTRODUCCIÓN, DEFINICIÓN, GENERALIDADES, IMPORTANCIA

En los últimos años ha habido en América Latina una reactivación de los géneros narrativos del periodismo. Pareciera existir la conciencia de que el público necesita historias bien contadas, redondas, humanas, completas en su información y perdurables por su propuesta estética. Gran parte del éxito de los escritores de reportajes, perfiles y crónicas de hoy, depende de saber captar la esencia de los sucesos y personajes a través de las escenas. Un poeta reconocido no se comporta de la misma manera cuando está en un recital que cuando departe con sus familiares. Reconocer esos matices y acciones que se derivan de la relación con el entorno, resulta de vital importancia para contar mejor los hechos. ¿Qué cara puso la mujer del enfermo terminal mientras este nos contaba su drama? ¿De qué manera el frenazo del carro en la avenida, el sonido de la vajilla en la cocina o la conversación de los adolescentes en el cuarto nos enriquece el relato sobre nuestro personaje? Somos, qué duda cabe, producto del espacio que ocupamos y de la relación con las criaturas que nos rodean, así como ese espacio y esos seres están también condicionados por nuestro carácter. ¿Qué habría sido de la famosa crónica de Gonzalo Arango sobre el ciclista “Cochise” Rodríguez si el autor no nos hubiera descrito los adornos de su apartamento (“el corazón de Jesús más feo del mundo”) y sus modales (“se sacó una tirita de carne que se le había enredado entre los dientes”)? ¿En qué habría quedado el célebre relato de Germán Santamaría con Omayra, la niña atascada en el lodo de Armero, si no nos hubiera descrito bien el espacio en el cual estaba aprisionado su cuerpo y la relación de la víctima con las personas que la acompañaban? El periodista Gay Talese se dio el lujo de escribir un memorable y extenso perfil de Frank Sinatra sin hablar con él ni una sola vez. ¿Cómo lo logró? Conversando con muchas otras fuentes, claro, pero también viendo actuar al personaje, mostrando sus acciones, recreando sus atmósferas. Saber construir escenas no sólo es fundamental para mantener el ritmo y el encanto del relato. El ya citado Talese considera que las escenas “dan credibilidad”. Como lector, me resulta más creíble ver al personaje de la historia organizando las pastillas dentro del botiquín que recibir simplemente la información de que es un tipo hipocondríaco.
La dramaturgia es una forma de la literatura y del cine – aplicable también a los géneros narrativos del periodismo – que enfoca las acciones de los personajes en un tiempo y un espacio determinados.
La dramaturgia se consolida con base en verbos conjugados, es decir, acciones.
La expresión mínima de la dramaturgia es la escena. La escena es una estructura narrativa compuesta por una unidad de tiempo, acción y lugar.
Narrar a través de escenas es una manera de hacer visibles a los personajes. De acercarlos a los lectores.

• Toda escena contiene un tiempo (lo que dura)
• Toda escena contiene una acción (lo que pasa)
• Toda escena contiene un espacio (el lugar en el que ocurre)
• Toda escena tiene un ritmo propio, que es lento o rápido.
• Si miramos la escena desde el punto de vista cinematográfico, tenemos que hablar de una “composición”: son los elementos que componen la escena, los que aparecen en el encuadre. Esa composición no sólo debe ser estética sino también funcional: no es el entorno como adorno sino como parte de la vida, de las cosas que ocurren. Si hay un jarrón no es sólo porque se ve bonito sino porque está relacionado con lo que yo hago como personaje.
• Aunque la escena es importante para “visualizar” a los personajes, para humanizarlos y acercárselos al lector, no debe ser un recurso del cual se abuse. No hay que usar escenas por el mero prurito de usarlas: hay que tener en cuenta el sentido general de la historia. Una escena necesita contexto para alcanzar significado. Las escenas deben ser parte de una armazón estructural que también contenga diálogos, imágenes, buen lenguaje. Todo eso, al yuxtaponerse, genera emociones, interés, risas.
• Hay que tener mucho cuidado con el manejo de los detalles que forman parte de la escena. Si en una película ambientada en los años 30 se utiliza un automóvil de los años 70, no faltará el espectador que descubra el error y se desencante. Lo mismo pasa con las historias escritas.
Todas las narraciones aspiran a ser una representación de la vida, nos recuerda Juan José Hoyos. Y para lograr esa representación, nada mejor que la acción. El concepto de “escenificación” procede de la literatura inglesa. Consiste en presentar los hechos ante el lector como si él los estuviera viendo con sus propios ojos. Dicho concepto está apoyado en la escena de las tragedias, donde los personajes, por medio de sus palabras y sus gestos, representan en el escenario una acción. Cuando simplemente se narra, se oye la voz del narrador. Cuando además se escenifica, se oye la voz del personaje y también se los ve actuando en un lugar determinado. La escena da a los hechos descritos un carácter único, representativo, decisivo. La escena está sometida al principio de unidad de tiempo, lugar y acción. El autor necesita describir el marco físico y recrear la acción en el tiempo. Hay un ritmo interior que debe estar a tono con la historia, pero teniendo en cuenta que el éxito de los buenos relatos es que tengan acciones que avancen. El recurso de las escenas es atinado cuando se ha sido testigo de las situaciones, cuando las acciones han ocurrido frente a nuestros ojos. Cuando no hemos sido testigos directos, puede resultar más conveniente apelar a los testimonios de los personajes. García Márquez, en “Noticia de un secuestro”, recurre más a las versiones de los sobrevivientes que al relato de escenas contadas por un narrador omnisciente (que es lo característico de su literatura). La historia “La cenicienta, de Gerardo Reyes, también tiene predominio de los testimonios sobre las escenas. ¿Por qué? Porque el periodista, que es muy bueno, nunca fue testigo directo de los hechos que narra. El camino del flujo narrativo nos garantiza economía de palabras y mayor velocidad. Por eso es tan usado en los diarios. Pero hay que buscar la manera de intercalar escenas, porque dan credibilidad y atraen al lector con mayor fuerza.

EJEMPLOS DE ESCENAS

• Jimmy Breslin las usaba hasta en las columnas de opinión, como nos lo recuerda Tom Wolfe en su libro “El nuevo periodismo”. La cita textual es la siguiente: “recuerdo particularmente un artículo suyo sobre la condena, por el delito de extorsión, de un jefazo del Sindicato de Camioneros llamado Anthony Provenzano. Al principio del artículo, Breslin presenta la imagen del sol que entra a través de las viejas y polvorientas ventanas del tribunal federal y que hace resplandecer el diamante en el anillo del meñique de Provenzano. (...) EL artículo continúa por el estilo con los cortesanos de Jersey rodeando y adulando a Provenzano, mientras el sol hace resplandecer el anillo de su meñique. Dentro de la sala del tribunal, sin embargo, Provenzano empieza a recibir su merecido. (...) Luego el juez le condena a siete años, y Provenzano empieza a retorcerse el anillo en el dedo meñique. Finalmente Breslin remata su trabajo con una escena en la cafetería, donde el joven fiscal que trabajó el caso está comiendo escalopa y ensalada de frutas. Y con el siguiente párrafo textual: “No llevaba nada que brillase en la mano. EL tipo que ha hundido a Tony Provenzano no tiene un anillo de diamantes en el dedo meñique”.
• Los trabajadores de Pablo Escobar tratando de hacer dormir a una bandada de pájaros en los árboles, por órdenes del capo. Esa escena da la medida de su sentido del poder: se cree tan grande que hasta quiere torcer el curso de la naturaleza.
• Samuel Burkart, el mítico personaje de García Márquez, aparece en escenas tanto al comienzo como al final del célebre reportaje Caracas sin agua”. Al principio haciendo la fila para comprar agua mineral y afeitándose con jugo de duraznos. Y al final, dormido y despertándose con el ruido de la lluvia en el techo.

LAS HISTORIAS, LAS ACCIONES

Los géneros narrativos – bien sean del cine, de la literatura, del teatro o del periodismo – deben contar una historia. El escritor E.M. Forster dice que “una historia es la narración de hechos”. Robert Louis Stevenson, por su parte, dice que “contar historias es escribir sobre gente en acción”. Y añade: “es lo que le ha ocurrido a alguien en un momento concreto, con un antes y un después. Las historias son acciones humanas en el espacio y en el tiempo”.
Ojo: en una historia debe haber una trama. De nada sirve amontonar una secuencia de frases bellas si no hay acciones que hagan avanzar el argumento. Pulitzer les decía a los reporteros: “a mí denme los verbos, que yo veré si les pongo adjetivos”.
Lo que hace que ocurran los hechos son los verbos, es decir, las acciones. Por tanto, el sentido de la escena debe estar relacionado con ese criterio: no es la escena como decorado, como adorno, sino como elemento vivo que determina el curso de los acontecimientos.
“Las historias son lo que le pasa (argumento) a alguien (personaje/s) en un momento y en un espacio concretos (tiempo y espacio)”.
Scout Fitzgerald decía: “la acción es el personaje”.
Hay que saber describir bien las acciones. Se puede distinguir quién viene, si es alguien que nos resulta familiar, por las pisadas. El modo de andar de una persona revela prisa, inseguridad, cansancio, desgano o ilusión.
Hay que dotar de personalidad a las acciones: todo el mundo come, habla, camina, pero no del mismo modo.
Aunque un personaje piense y el pensamiento sea una acción, en términos dramatúrgicos se considera que “no hay historia sin acción exterior”.
Siempre es necesario que el autor seleccione los hechos que va a contar. No es necesario contar paso por paso todo lo que ocurre. El escritor debe saber manejar las elipsis(los saltos en el tiempo y en la acción). Ojo al ejemplo de la maleta de Nicholson y Hunt. Hay que saber elegir lo que se cuenta y lo que se deja por fuera, de acuerdo con la dinámica del tema. Ojo a la frase de Hitchcock: “El cine es la vida misma sin los momentos aburridos”. Siempre, al final, es conveniente preguntarse qué se le puede quitar a la historia. Y cuando algo se pueda quitar sin que se afecten ni el conjunto ni el sentido general de la historia, sencillamente es porque se trata de algo que sobra. Eso hay que tenerlo claro.
Lo importante de las acciones es que ayuden a revelar al personaje y hagan avanzar las historias.

LA INMERSIÓN

Este concepto, del cual se empezó a hablar durante el llamado “Nuevo Periodismo Norteamericano”, se refiere a la necesidad de sumergirse en las historias, de hundirse en el trabajo de campo tanto tiempo como sea necesario para aprehender la realidad en forma cabal. Para contar con escenas es clave la inmersión, pues es lo que permite estar frente al objeto de nuestra investigación el tiempo indispensable para que las acciones ocurran frente a nuestros ojos. O, por lo menos, aunque no seamos testigos de todo, es necesario sumergirse en la realidad para descubrir ciertas escenas reveladoras. Tom Wolfe sostiene que la recolección del material para contar las historias con escenas, es “mucho más ambiciosa”. Se trata de un trabajo de investigación más intenso, más detallado y que, ciertamente, consume más tiempo. Por eso los llamados “nuevos periodistas” fomentaron la costumbre de pasarse días enteros con los personajes sobre los cuales estaban escribiendo. “Es primordial”, anota Wolfe, “estar allí cuando ocurren escenas dramáticas, para captar el diálogo, los gestos, las expresiones faciales, los detalles del ambiente. La idea consiste en ofrecer una descripción objetiva completa, más algo que antes los lectores tenían que buscar sólo en las novelas o los relatos breves: esto es, la vida subjetiva o emocional de los personajes”. “Sólo a través del trabajo de preparación más minucioso es posible utilizar escenas completas, diálogo prolongado...” Wolfe dice que “como reportero hay que procurar permanecer con la persona sobre la que se va a escribir el tiempo suficiente para que las escenas tengan lugar frente a nuestros propios ojos”.

LAS IMÁGENES

La de hoy es la cultura de la imagen. Por eso es más importante aun el buen uso de las escenas.
Teresa Imízcoz, destacada teórica literaria, señala que los buenos narradores son aquellos que con sus relatos “hacen que el lector VEA las historias”. Ella ha acuñado un concepto: “la visualidad de la literatura”.
El arte de dibujar, con palabras, a una persona 

Por Danilo Moreno Hernández

 En la ciudad de Buenos Aires se encontraron 16 periodistas de 11 países de América Latina con Jon Lee Anderson, maestro de la Fundación Nuevo Periodismo, para aprender cómo se hace un perfil. El escenario fue la Fundación Proa, muy cerca de la calle el Caminito, en el Barrio la Boca. Anderson demostró que es un contador de historias, un narrador que cautiva tanto con su manera de hablar, como con su forma de escribir. La presente memoria refleja los aspectos fundamentales que se debatieron en el taller: ¿Cómo concibe Anderson este género periodístico? ¿Cuáles son las pistas que se deben tener en cuenta para su estructuración?, y ¿cuáles los caminos que no debemos tomar? Esta memoria no es una trascripción literal, es una cartografía con las enseñanzas del maestro.

Tras las fibras interiores

El perfil es un género periodístico que busca reflejar ‘la realidad’ de las personas en todas las dimensiones posibles. Desde esta perspectiva, el perfil se aproxima a la biografía. Si se logra escribir un buen perfil, si se alcanza a abordar al personaje desde todas sus dimensiones, fácilmente se podrá dar un salto para componer una biografía. En ambos géneros se busca recrear un mundo entero e interior que arroje alguna luz sobre aspectos fundamentales de un momento histórico. El perfil es como el primer paso de una biografía, ambos requieren el mismo tipo de trabajo, las diferencias son mínimas, cambia la envergadura. Un perfil busca que múltiples voces ayuden a descifrar al personaje. Se convierte en una herramienta con la que se pueden explorar, a través del protagonista, temas históricos, sociales o políticos, cruciales para entender el mundo contemporáneo.
Cuando Anderson escribió la biografía sobre el Che, se centró en descubrir quién era el Che realmente y en esclarecer por qué Ernesto Guevara se convirtió en el icono que es. Esta búsqueda le permitió establecer otros aspectos, como la relación de América Latina con Estados Unidos, “la situación de la guerra fría y muchos vericuetos de toda esa historia”. A partir del personaje, Anderson intentó comprender la psicología del continente, esclarecer una serie de episodios que quedaron en las tinieblas durante mucho tiempo e interpretar los procesos de la historia para el gran público, por eso, como lo afirmó: “no importa cuántas veces se haya retratado a la persona, siempre hay un aspecto que no se ha revelado”.
Un perfil no es un género periodístico puro, más bien es una mezcla de varios géneros. Para escribir un perfil se hace uso de las herramientas propias de la crónica y del reportaje. Los límites del perfil con otros géneros son imprecisos, un perfil “es una canasta en donde se pueden meter muchos géneros”. Como una buena composición musical, debe utilizar muchos instrumentos que, puestos en escena al tiempo, logren revelar la profundidad del perfilado. Debe tener una estructura que permita unir escenas en movimiento que puedan leerse de una manera integrada. Para conseguirlo, el periodista debe acudir a varias estrategias narrativas, fijarse en los detalles, pues por irrelevantes que parezcan, sumados, dan una idea del protagonista.
El perfil se centra en un personaje, en una historia de vida. Exige un trabajo arduo, encaminado a hacer un retrato de una persona desde diferentes perspectivas. Como en todo trabajo periodístico serio, no existen reglas estáticas ni sagradas. No existe un manual, “no hay una Biblia, no hay un libro que se pueda abrir para encontrar las respuestas a las preguntas sobre cada una de las situaciones”.
Anderson recomienda utilizar la intuición.
Buscar las respuestas a través de ella y creerle a esa voz interior. Creerle al instinto implica no pensar en que existe una fórmula. “Nunca, en mis estrategias, he sido muy predeterminado”. Cada historia genera su propio camino. Anderson empieza a escribir de una manera muy intuitiva. “Una voz interior me dice, por ejemplo: Jon, vete a lo pequeño”. Anderson dice sin dudarlo que la facultad más importante en la elaboración de un perfil es la intuición.
Ella es la que permite leer aquello que conduce a encontrar algo revelador en la historia. La intuición da la capacidad de ingresar por esas pequeñas ventanas que se abren sólo en un instante, durante los encuentros con la persona o en la búsqueda por establecer puntos en torno al perfilado. “Uno debe adquirir un séptimo sentido, saber leer los signos que se están lanzando desde el inconsciente”. Al elaborar un perfil, se rompen algunas rutinas periodísticas. Dejar de utilizar la grabadora, por ejemplo, porque a veces ésta intimida a las personas y se pierde el tono de confianza que se necesita para descubrir el interior. “Eso lo aprendí cuando hice el perfil de Gabo, cuando saque mi grabadora, me dijo en tono de amonestación: - ‘Yo pensé que íbamos a hablar entre amigos”.
Entonces, si no se tiene la grabadora, “es necesario acudir a la memoria, es importante afilar esta herramienta, la memoria es mucho mejor de lo que uno piensa. Si se olvida algo es porque quizá no era tan importante”. Pese a que no existe una Biblia, existen unas máximas útiles en el momento de hacer un perfil. Para lograr retratar una persona, hay que buscar compenetrarse, buscar lo que está por debajo de la piel: “Mostrar la relación desde adentro, dibujar sensorialmente, no de una forma cerebral”. No se trata de pintar la superficie, sino los aspectos internos de quien estamos retratando, lo que quizás se pueda hacer mejor, desde los rasgos psicológicos. Para intentar comprender la personalidad de alguien es necesario descubrir su interior, la naturaleza del protagonista. “El perfil busca iluminar un lugar recóndito del personaje, busca develar lo que no se sabía y las contradicciones internas, ese lado de tinieblas que no se narró, sobre todo cuando se trata de una persona con cargo público o de poder, por la responsabilidad que eso conlleva”. De alguna manera, dejan de importar sus acciones en el quehacer público, que todo el mundo conoce; más bien hay que ir tras lo oculto. Nunca se logrará esclarecer todo porque siempre seremos rompecabezas de piezas claras y oscuras. Todos tenemos un episodio de nuestras vidas que no queremos divulgar, igual ocurre con las personas que uno quiere descubrir. Si se logra mostrar un nuevo pliegue, si se consigue esclarecer un aspecto que parecía impenetrable, entonces se conseguirá uno de los objetivos del buen perfil: “contar las fibras íntimas del personaje”.
En busca de esa intimidad, no se puede prescindir de los aspectos físicos, por el contrario, las descripciones físicas hacen que el lector pueda ver al perfilado, ubicarlo dentro de un espacio formal, dentro de un contexto. Incluso es necesario explorar escenarios importantes en la vida del personaje. “Cuando estuve en la casa natal de Fidel Castro, en Oriente, una casa rústica de campo, pero muy grande, entendí mejor sus orígenes, porque lo pude visualizar. Y eso lo pude plasmar. Cuando entro a la casa de uno de mis perfilados y veo muchos cuadros de arte, eso me da un indicio de quién es y resulta interesante saber por qué esos cuadros están ahí”.
El perfil también es una herramienta periodística para tratar temas como el poder. El poder siempre será un tema de interés, ha definido el pasado y definirá el futuro. “Yo me he inclinado por temas del poder porque, en últimas, es un puñado de hombres el que lo tiene y son ellos los que definen el destino de muchos individuos, de muchos países. En últimas la violencia o las guerras están ideadas y mantenidas por un puñado de sujetos. Entonces me llama la atención la relación que ellos tienen con el poder, la forma en que lo adquieren, los que acceden a él a través de la fuerza o los que quieren perpetuarse, también a la fuerza, así, como ha ocurrido en muchos países de América Latina”.
En general toda la relación que se genera con el poder, desde diferentes ángulos llama la atención. “Siento indignación por la manera en que muchos adquieren el poder, entonces, en un mundo habitado por muchos líderes así, es un deber de los periodistas buscar qué hay detrás de ellos”. Si hay un personaje que decide que él es muy bueno y que quiere manejar el destino de millones de seres humanos, hay que mirarlo bien a fondo. “Es un deber del periodismo indagar por esas personas, utilizar el arma del perfil para ponerlos en evidencia, porque el poder adquirido por la fuerza siempre deja víctimas. Si el poder está bien ejercido, no tiene por qué ser oscuro o turbio y si lo es, es porque no es legítimo”. El perfil va tras la verdad, como el periodismo.
Un escenario ideal para la construcción de un buen perfil es caminar alrededor del personaje y poder verlo completamente desnudo, poder espiarlo despojado de sus atuendos. Se trata de surcar al personaje, acercarse con cautela. Olfatearlo. Ir tras sus huellas y su pasado, ver cómo fue su infancia y el contexto en la que trascurrió. Hay que “hacer leves divagaciones para surcar aspectos que muestren un personaje redondo”. Para lograr un retrato tridimensional, quien escribe, tiene que ver todos los rasgos posibles del personaje, todos sus pliegues. Claro, nadie va a permitir que este escenario ideal se dé, porque es una situación riesgosa para el personaje. A nadie le gustaría dejarse ver de esa forma, pero es lo que siempre debe buscar el perfilador.
La idea es que el lector del peril pueda ver a la persona como una escultura de Rodán puesta en el Museo del Prado. Quien la mire podrá caminar alrededor de ella y apreciarla en su totalidad. Para modelar esta escultura, a veces es necesario despojarnos de los imaginarios colectivos en torno a los personajes, empezar desde cero. “En la vida de Juan Carlos de Borbón, Rey de España, pude descubrir que más allá de la imagen pública, existían aspectos que no necesariamente eran positivos dentro de esa personalidad y eso también es importante decírselo al lector”.
Para obtener un acercamiento vital al personaje hay que inspeccionarlo por dentro. Hacerse muchas preguntas en torno a su vida y en torno a lo que queremos decir: ¿Quién es para mí ese personaje? ¿Cuál es su historial? ¿Cómo contar los múltiples lados de esa persona? ¿Cómo piensa, cuál es su psiquis? ¿Cuál es la relación de ese personaje con la historia del país? ¿Cuáles son sus aspectos vulnerables y cuáles son sus aspectos fuertes? ¿Cómo aprender a leer en él, las señales que son importantes? Hay que establecer las dudas que existen en torno al personaje, aquellos aspectos que el público no conoce. El objetivo del perfil es responder a esos interrogantes.
Un punto de partida puede ser establecer los ángulos que ya se conocen o hablar con el personaje de los temas que él no quiere tocar. Establecer estos puntos de partida es útil para empezar a trazarse objetivos dentro de la construcción del perfil, porque detrás de cada historia debe existir una filosofía que marque el hilo conductor de la historia, sus razones, sus motivaciones, lo que le servirá de motor. Hay que tener una convicción interna de los motivos por los que se quiere descubrir a ese personaje. Sólo si se establecen esas razones se podrá narrar bien la historia. Con seguridad, implícitamente, se le podrán transmitir al lector todas las razones internas que existieron para hacer el perfil. Se le podrán contar, tácitamente, las obsesiones que estuvieron detrás de la historia. Hacer un perfil sobre alguien que no nos interesa puede conducir con una probabilidad muy alta al error. “No sé lo que es escoger un personaje que no me interesa”.
Elaborar un perfil exige tener todos los sentidos alerta. De alguna manera, quien entrevista tiene que aprender de otras disciplinas, como la psicología, que ayuda a interpretar las señales que las personas comunican cuando hablan. El lenguaje corporal es definitivo para descifrar lo que se oculta. Los gestos pueden suministrar pistas que conducirán al periodista a nuevos descubrimientos. Una pregunta en un momento clave puede abrir caminos para desentrañar lo que estábamos buscando, las oportunidades son únicas y no se pueden desaprovechar. Leyendo el cuerpo el periodista puede hacer que el entrevistado se sienta cómodo, en confianza, “la gente necesita confesores”.
“En Irak hay un líder Chiíta, un tipo difícil, Abdelaziz al-Hakim. Tiene su mano en el pulso del poder Irakí, representa la mayoría Chiíta. Mataron a su hermano y él heredó el poder. A través de los años he podido establecer una relación con él. Lo conocí en Irán, cuando él estaba exiliado. Hay cierta simpatía. Da las entrevistas más aburridas del mundo, con todos los protocolos: él se sienta en su trono. Entonces, es como entrevistar a un árbol. A la quinta o la sexta vez, me di cuenta que habíamos pasado una serie de fronteras. Empecé a leer señales en su mirada. Algo que yo intuía, algo que no se verbalizaba, me estaba abriendo un camino, una conversación a partir de signos que no se verbalizaban. Entonces me di cuenta que a lo mejor, había perdido mucho de lo que él me había dicho antes. Por eso es necesario aprender a leer en los signos que emiten las demás personas. Es como aprender a leer y a escuchar un oráculo”.
En esa búsqueda de lo que pueda ser representativo del personaje, una buena técnica es acercarse a él a través fotografías antiguas o de imágenes que pueden contener aspectos fundamentales de su historia. “Para la biografía del Che utilicé el recurso de las fotografías. En el perfil de Juan Carlos de Borbón utilicé un cuadro”. Analizar o leer la imagen, tratar de interpretar qué hay detrás de ellas. En últimas, se trata de ponerse en los zapatos del protagonista para entenderlo.

Estructura narrativa y ritmo

Quien hace un perfil se acerca al trabajo del sastre, que hace el vestido para un personaje y busca siempre que quede bien ajustado. Hilvanar, recortar, ajustar, entallar, son todos verbos comunes a ambos oficios. No es fácil tejer la estructura de la obra. No es fácil encontrar el tono. Por lo general hay que intentarlo muchas veces, mover las piezas una y otra vez, recortar, entallar y empezar de nuevo. No existe un manual que nos permita establecer cada paso de una forma predeterminada, la pieza se debe ir armando naturalmente, como un río que fluye.
Encontrar la estructura narrativa genera las mismas dificultades que se enfrentan cuando estamos buscando el ritmo o el tono de un texto. Cada pieza crea su propia estructura y reclama su propio compás. Cada historia está definida por una estructura y un ritmo, ellos marcan la atmósfera narrativa de las escenas. Como toda estructura, la del perfil debe tener un clímax que capte el interés del lector y lo convenza. La estructura y el ritmo están interrelacionadas, deben ser armónicas. Si se tienen todas las piezas, si se ha hecho un trabajo investigativo serio, el hilo conductor saldrá de una forma natural. Para decirlo con una metáfora de Anderson: “es como tirar todas las piezas al aire y esperar la forma cómo caen”.
Una buena estructura narrativa puede lograr lo que consigue un buen acordeón: siempre que se expande y se contrae deja escuchar una nueva nota. Así, cada escena del relato, puede abrir un nuevo pliegue que antes no se había revelado, que muestra más profundidad. Cada escena dejará ver distintos olores, colores y acciones, explorará la psiquis del personaje. Cada movimiento determinará la textura con la que se narra. La idea de expandir y contraer nos permite jugar con estructuras que no sean lineales, que vayan adelante y después regresen. Un buen recurso para encontrar el tono es leer lo escrito en voz alta.
“Lo importante no es cómo se escribe, sino cómo se escucha”, como si fuera una canción, porque si hay un bache te podrás dar cuenta si lo lees en voz alta. Uno puede, por ejemplo, hacer que la estructura del relato esté dada por sus escenas, “la vida del perfilado se construye a través de escenas en movimiento”. Buscar narraciones que sean muy visuales es uno de los mayores retos que se debe plantear el narrador. Las escenas bien articuladas dan hilo narrativo. “Narrar a través de escenas en movimiento, como con un lenguaje cinematográfico, es un buen recurso para mantener atento al lector”. Lo bueno de que no exista un manual para construir la estructura de cada escrito, es que implica una búsqueda constante que nos aleja de la rutina, “cuando uno se acostumbra a la rutina, deja de ver las cosas importantes”.
El tono y el ritmo se marcan desde el inicio. “A veces es necesario reelaborarlo muchas veces, dar vueltas sobre el principio, porque es mejor rehacer ese primer párrafo muchas veces, que tratar de restaurarlo todo. No te puedes deshacer de lo que ya hiciste. En todo caso, hay un momento que llega y sabes para dónde vas. Es un salto de Fe, un acto de intuición instruida. No es una ciencia. Jamás podremos determinar una fórmula para saber cómo se inicia, cuál es el tono. Después de tener todos los elementos que consideraba indispensables, después de tener toda la información que consideraba prioritaria, entro al trance de la escritura con los dedos cruzados. Entonces, las piezas se van acomodando de una manera natural”.
En la conformación de esa estructura, es necesario tener en cuenta tiempo y espacio como elementos prioritarios. Así como en una novela, en el perfil debe aparecer el tiempo como una línea que articula las escenas; esa línea se puede alterar, en el relato se puede ir adelante y atrás, podemos expandir y contraer, narrar en pasado, en presente y vislumbrar una parte del futuro. Al lector le debemos dejar claro que hay un tiempo que transcurre dentro de la obra. Debemos estar atentos y vigilar la cronología de la historia, pero sin llegar a excesos, por ejemplo, con las fechas, que pueden llegar a confundir.
“Como técnica narrativa creo que el periodista sólo debe aparecer cuando sea necesario. Yo aparezco en unos perfiles en donde necesito aparecer, en donde una conversación dice algo que revela elementos importantes del personaje, porque a través de la conversación se puede revelar algo que de otra manera se vería forzado. Es bueno que en el tratamiento del perfil, no se note tanto la incursión del autor. Así el personaje podrá ser más libre. Larissa MacFarquhar, encargada de hacer perfiles para la revista The New Yorker, nunca aparece en ellos, es parte de su técnica narrativa. Ella espera que el texto se lea como se ve una película de cine, que se lea como si ella no estuviera ahí”.

El lector

Es necesario evitar que el lector navegue sin ancla, sin rumbo, sin pistas que le vayan mostrando los aspectos más relevantes del personaje que se está perfilando. “Tienes que guiar al lector para que siga leyendo. Hay que atraparlo”. Pero no se trata tampoco de darle todas las conclusiones, todos los puntos de anclaje. Es mejor darle las herramientas al lector para que saque sus propias conclusiones, para que sea él el que genere sus propios juicios, sus propias valoraciones. “Es mejor que sea el lector el que decida”.
¿Cómo hacer para que el perfilado se ponga ante la vista del lector? hay que encontrar los detalles, sus conflictos internos, ver más allá del estereotipo. También hay que dejar espacio para que el lector respire. Aunque bien escrito, un texto lleno de información puede ahogar al lector. “Todos necesitamos oxigeno. Es mejor proponerle al lector un camino, que intentar inducirlo de una manera explícita. Hay que contar con que nuestro lector es inteligente. Un texto sin reservas de aire, sin detalles, es como una casa bien diseñada por fuera, pero que por dentro no es acogedora, le falta intimidad y luz. Incluso puede ser una casa sin un lugar dónde dormir”.
Un perfil, entonces, debe crear un universo pequeño en el que el lector pueda trasladarse y ojalá sorprenderse con cada nuevo hallazgo. Para que se sienta partícipe de la historia debe encontrar un drama que lo involucre como persona, es posible que las fibras íntimas de un personaje también toquen las suyas. El que escribe siempre está buscando desde afuera lo que está por dentro para mostrárselo al lector. Por eso tiene que compenetrarse, de otra manera no podría hacerlo. Existen muchos caminos para lograr esa compenetración. “Una de las maneras es adaptarse al ambiente. Cuando cubrí Afganistán, comí con la gente, dormí en el piso, conviví en las mismas condiciones difíciles en que ellos vivían”. Es una manera literal de ponerse en el lugar del otro, como, por ejemplo, lo hacen los antropólogos cuando investigan un tema.
Un buen perfil no editorializa, no saca sus propias conclusiones ni se queda en lo obvio y menos exigente. “En mis trabajos no emito juicios”. Los juicios deben ser utilizados en las editoriales. El lector debe sacar sus propias conclusiones. En este sentido, hay que lograr describir aspectos sobre el personaje sin adjetivarlo para que el lector sea el que deduzca. También hay que evitar calificar los hechos. Si el trabajo es crítico, si el trabajo está elaborado con profundidad, si el trabajo revela aspectos nuevos para el lector, será él quien pueda concluir. “Un detalle puede ser útil para revelar sin necesidad de editorializar”. El perfil no es para juzgar, lo mejor es que el periodista llegue sin prejuicios al personaje, porque así como lo sostiene el psicoanálisis, dentro de cada persona hay algo de perversidad, “todos tenemos algo de villanos”.

Servimos al público y no a la persona

Volviendo al tema del poder, existen muchos riesgos cuando se hacen perfiles, sobre todo si es el de una figura de poder, porque en torno a éste hay un mercantilismo que también acecha a las figuras que lo tienen. Es muy fuerte la presión literal y figurativa con la que los poderosos pueden “seducir” a quienes los están retratando. Ocurre que cualquiera que ha tenido que estar cerca del poder, no necesariamente el periodista, puede llegar a verse seducido y sobornado. Puede dejarse convencer y cerrar su boca. En el peor de los casos los periodistas saltan de la escena periodística a jefes de oficinas institucionales, a hacer parte del Gobierno. En Oriente, por ejemplo, el periodista corre el riesgo de ser visto como espía.
Un buen trabajo periodístico debe encontrar un punto medio. En una relación de respeto mutuo, el periodista debe acercarse a la figura pública sin que se vea eclipsado por el poder, sin perder la facultad de juicio. Es necesario recordar siempre que, ante todo, los periodistas “servimos al público y no a la persona”. Ese quizás es el mayor riesgo que se tiene cuando se hacen perfiles. Sobre todo para los periodistas jóvenes, que en muchos casos se convierten en porta voces de los gobiernos o del perfilado y, limitan la verdad, terminan informando lo que la fuente quiere. “Quizás en algún momento todos somos utilizados, pero hay que estar atentos para que esto no pase. Si nos preguntamos: ¿somos simplemente una grabadora?, estaremos cuestionando lo que ocurre en el entorno”.
Es muy probable que el personaje quiera manipular al periodista de una manera sutil, entregando un material que muestre sólo un lado de los hechos. Por eso hay que sospechar cuando no se encuentran obstáculos, el trabajo periodístico que investiga de una manera seria, siempre va a encontrar obstáculos. “Nadie te filtra nada, sin saber que te está filtrando información y con seguridad sabe el efecto que esa información causará”. Es más fácil que el periodista sea manipulado cuando no marca su territorio, cuando es muy laxo y condescendiente. Es más fácil que pierda objetividad cuando se hace “amigo” de la fuente. Entonces su trabajo se convierte en el mismo que podría hacer una grabadora. Un trabajo con poco criterio y sin responsabilidad social. “Oriana Fallaci, por ejemplo, creó su propio estilo, se distinguió por ser crítica en sus entrevistas, muy crítica y aún así la gente le concedía las entrevistas. Porque era un trabajo periodístico serio, que tenía un estilo propio, por su estilo hizo historia”.
La ética es prioridad. Trabajar sin una actitud ética es perder el rumbo y las bases fundamentales del quehacer periodístico. “Lo ético se refleja en aspectos básicos. Yo tengo una máxima: nunca miento. Un trabajo periodístico comprometido busca otros caminos para acercarse a las fuentes. Muchas veces, por ejemplo, utilizo la diplomacia para acercarme al personaje”. Cuando el periodista se deja deslumbrar por el poder pone en juego su ética, entra en dilemas y cuestionamientos. La actitud ética se debe conservar frente al personaje, pero sobre todo frente al gran público. Quizás nadie logra un balance perfecto, pero, como ya se dijo, el periodista no puede convertirse en un vocero del perfilado. Si se pierde la distancia, el periodista perderá capacidad crítica, y un elemento que se debe tener es ese: el de buscar que el trabajo genere crítica sobre los procesos o los perfiles que se escriben.

Perfiles para la historia

Un perfil puede ayudar a evitar el camino de la amnesia colectiva. Hecho con profundidad puede desentrañar aspectos oscuros de la historia. “Por ejemplo, si se va a hacer un perfil sobre un ex dictador como Ríos Mont, en Guatemala, será necesario develar los sistemas de terror que existieron durante su Gobierno, tener en cuenta que durante ese periodo se cometieron más de 400 masacres en donde perdieron la vida más de 12 mil personas. Un periodo que dejó más de 3 mil desapariciones. Sin duda, uno de los más sanguinarios en Guatemala. Ese perfil debe develar eso, recordar el estado de terror que se vivió”.
De esta manera, un perfil revela esos baches históricos, denuncia crímenes mayores, hechos siniestros que dejaron víctimas. El ejercicio periodístico tiene el deber de hacerle saber al lector las dificultades históricas de un país. Un reportero tiene que estar consciente de la dimensión de la historia, salir de su modelo generacional. Sólo de esa manera se puede transmitir una conciencia desde los medios.
Muchas veces, cuando se produce un perfil, se hace uso de un lenguaje melodramático recargado, que le imprime a los hechos un drama que no tienen. No hay que agregar más drama, no es necesario imponer al personaje la espectacularidad que no existe, ese ya es un lugar común para muchos periodistas y para muchos medios, no solo en América Latina, sino en el mundo, porque se cree que si se pone ese toque de hiperrealidad, de simulacro, se tendrá más audiencia y ese es un falso camino, que nos aleja de nuestra responsabilidad social.
Existen dos disculpas entre los periodistas de América Latina para no elaborar perfiles con profundidad: la falta de tiempo para investigar sobre el perfilado y la falta de espacio para publicarlo. “Creo que cuando existe una obsesión, una convicción, siempre existe un camino. Uno mismo se busca tiempo. Un tiempo extra que al final puede dar sus frutos, porque un buen perfil siempre encuentra un camino de publicación”.
En definitiva, para Anderson, hacer un perfil, es un trabajo artesanal que revela los diferentes aspectos del protagonista, para lograrlo el periodista debe compenetrarse con su personaje, ir tras las fibras interiores, utilizar la intuición para leer en los signos los aspectos más relevantes. Salir de las rutinas periodísticas para aventurarse a la travesía de cada una de las historias que, sin duda, generará su propia dinámica. Buscar ritmos y tonos narrativos. Crear atmósferas, composiciones literarias, que ayuden a que los lectores vean escenas en movimiento con precisión. Un perfil puede ser una herramienta para develar aspectos negativos de personajes históricos. Sirve para denunciar. Pero, ante todo, un perfil busca pintar con palabra a una persona.

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