Entre la literatura y el periodismo
La crónica,
ornitorrinco de la prosa
La imposibilidad de ser objetivo y la necesidad de contar
lo que no ocurrió, pero pudo haber sucedido, son algunos aspectos que aparecen
en este ensayo, que forma parte del libro Safari accidental, publicado
recientemente en México por la editorial Joaquín Mortiz
Por Juan Villoro
La vida está hecha de malentendidos: los solteros y los
casados se envidian por razones tristemente imaginarias. Lo mismo ocurre con
escritores y periodistas. El fabulador "puro" suele envidiar las
energías que el reportero absorbe de la realidad, la forma en que es reconocido
por meseros y azafatas, incluso su chaleco de corresponsal de guerra (lleno de
bolsas para rollos fotográficos y papeles de emergencia). Por su parte, el
curtido periodista suele admirar el lento calvario de los narradores, entre
otras cosas porque nunca se sometería a él. Además, está el asunto del
prestigio. Dueño del presente, el "líder de opinión" sabe que la
posteridad, siempre dramática, preferirá al misántropo que perdió la salud y
los nervios al servicio de sus voces interiores.
Aunque el whisky sabe igual en las redacciones que en la
casa, quien reparte su escritura entre la verdad y la fantasía suele vivir la
experiencia como un conflicto. "Una felicidad es toda la felicidad: dos
felicidades no son ninguna felicidad", dice el protagonista de Historia
del soldado, la trama de Ramuz que musicalizó Stravinski. El lema se refiere a
la imposibilidad de ser leal a dos reinos, pero se aplica a otras tentadoras
dualidades, comenzando por las rubias y las morenas y concluyendo por los
oficios de reportero y fabulador.
La mayoría de las veces, el escritor de crónicas es un
cuentista o un novelista en apuros económicos, alguien que preferiría estar
haciendo otra cosa pero necesita un cheque a fin de mes. Son pocos los
escritores que, desde un principio, deciden jugar todas sus cartas a la
crónica.
En casos impares (Josep Pla, Alvaro Cunqueiro, Ramón
Gómez de la Serna, Salvador Novo, Alfonso Reyes, Roberto Arlt), publicar en
periódicos y revistas ha significado una escritura continua, la episódica
creación de un libro desbordado, imposible de concluir. Para la mayoría, suele
ser una opción de Lejano Oeste, la confusa aventura de la fiebre del oro.
Tal vez llegará el día en que los periódicos compren la
prosa "en línea", a medida que se produce. Sin embargo, desde ahora
es posible detectar la casi instantánea relación entre la escritura y el
dinero, economías de signos y valores. Nada más emblemático que el hecho de que
el poeta Octavio Paz trabajara en el Banco de México quemando billetes viejos,
Franz Kafka perfeccionara su paranoia en una compañía aseguradora y William S.
Burroughs escogiera el delirio narrativo en respuesta al invento del que derivaba
la fortuna de su familia, la máquina sumadora.
La crónica es la encrucijada de dos economías, la ficción
y el reportaje. No es casual que un autor con un pie en la invención y otro en
los datos insista en la obligación del novelista contemporáneo de aclarar
cuánto cuestan las cosas en su tiempo. Sí, la idea es de Tom Wolfe, el dueño de
los costosos trajes blancos.
Estímulo y límite, el periodismo puede ser visto desde la
literatura como el boxeo de sombra que permitió a Hemingway subir al ring, pero
también como tumba de la ficción (cuando el protagonista de Conversación en La
Catedral entra a un periódico, siente que compromete su vocación de escritor en
ciernes y ve la máquina de escribir como un pequeño ataúd en el escritorio).
Comoquiera que sea, el siglo XX volvió específico el
oficio del cronista que no es un narrador arrepentido. Aunque ocasionalmente
hayan practicado otros géneros, Egon Erwin Kisch, Bruce Chatwin, Alvaro
Cunqueiro, Ryszard Kapuscinski, Josep Pla y Carlos Monsiváis son heraldos que,
como los grandes del jazz, improvisan la eternidad.
Algo ha cambiado con tantos trajines. El prejuicio que
veía al escritor como artista y al periodista como artesano resulta obsoleto.
Una crónica lograda es literatura bajo presión.
UN GÉNERO HÍBRIDO
Si Alfonso Reyes juzgó que el ensayo era el centauro de
los géneros, la crónica reclama un símbolo más complejo: el ornitorrinco de la
prosa. De la novela extrae la condición subjetiva, la capacidad de narrar desde
el mundo de los personajes y crear una ilusión de vida para situar al lector en
el centro de los hechos; del reportaje, los datos inmodificables; del cuento,
el sentido dramático en espacio corto y la sugerencia de que la realidad ocurre
para contar un relato deliberado, con un final que lo justifica; de la
entrevista, los diálogos; y del teatro moderno, la forma de montarlos; del
teatro grecolatino, la polifonía de testigos, los parlamentos entendidos como
debate: la "voz de proscenio", como la llama Wolfe, versión narrativa
de la opinión pública cuyo antecedente fue el coro griego; del ensayo, la
posibilidad de argumentar y conectar saberes dispersos; de la autobiografía, el
tono memorioso y la reelaboración en primera persona. El catálogo de
influencias puede extenderse y precisarse hasta competir con el infinito. Usado
en exceso, cualquiera de esos recursos resulta letal. La crónica es un animal
cuyo equilibrio biológico depende de no ser como los siete animales distintos
que podría ser.
De acuerdo con el dios al que se debe, la crónica trata
de sucesos en el tiempo. Al absorber recursos de la narrativa, la crónica no
pretende "liberarse" de los hechos sino hacerlos verosímiles a través
de un simulacro, recuperarlos como si volvieran a suceder con detallada
intensidad.
Por lo demás, la intervención de la subjetividad comienza
con la función misma del testigo. Todo testimonio está trabajado por los
nervios, los anhelos, las prenociones que acompañan al cronista adondequiera
que lleve su cabeza. La novela Rashomón, de Akutagawa, puso en juego las muchas
versiones que puede producir un solo suceso. Incluso las cámaras de televisión
son proclives a la discrepancia: un futbolista está en fuera de lugar en una
toma y en posición correcta en otra. En forma aún más asombrosa, a veces las
cámaras no muestran nada: desde 1966 el gol fantasma de la final en Wembley no
ha acabado de entrar en la portería.
El intento de darles voz a los demás -estímulo cardinal
de la crónica- es un ejercicio de aproximaciones. Imposible suplantar sin
pérdida a quien vivió la experiencia. En Lo que queda de Auschwitz, Giorgio
Agamben indaga un caso límite del testimonio: ¿quién puede hablar del
holocausto? En sentido estricto, los que mejor conocieron el horror fueron los
muertos o los musulmanes, como se les decía en los campos de concentración a
los sobrevivientes que enmudecían, dejaban de gesticular, perdían el brillo de
la mirada, se limitaban a vegetar en una condición prehumana. Sólo los sujetos
física o moralmente aniquilados llegaron al fondo del espanto. Ellos tocaron el
suelo del que no hay retorno; se convirtieron en cartuchos quemados, únicos
"testigos integrales".
La crónica es la restitución de esa palabra perdida. Debe
hablar precisamente porque no puede hablar del todo. ¿En qué medida comprende
lo que comprueba? La voz del cronista es una voz delegada, producto de una
"desubjetivación": alguien perdió el habla o alguien la presta para
que él diga en forma vicaria. Si reconoce esta limitación, su trabajo no sólo
es posible sino necesario.
El cronista trabaja con préstamos; por más que se sumerja
en el entorno, practica un artificio: transmite una verdad ajena. La ética de
la indagación se basa en reconocer la dificultad de ejercerla: "Quien
asume la carga de testimoniar por ellos sabe que tiene que dar testimonio de la
imposibilidad de testimoniar", escribe Agamben.
La empatía con los informantes es un cuchillo de doble
filo. ¿Se está por encima o por debajo de ellos? En muchos casos, el
sobreviviente o el testigo padecen o incluso detestan hallarse al otro lado de
la desgracia: "Esta es precisamente la aporía ética de Auschwitz",
comenta Agamben: "el lugar en que no es decente seguir siendo decentes, en
el que los que creyeron conservar la dignidad y la autoestima sienten vergüenza
respecto a quienes las habían perdido de inmediato".
¿Qué espacio puede tener la palabra llegada desde fuera
para narrar el horror que sólo se conoce desde dentro? De acuerdo con Agamben,
el testimonio que asume estas contradicciones depende de la noción de
"resto". La crónica se arriesga a ocupar una frontera, un interregno:
"los testigos no son ni los muertos ni los supervivientes, ni los hundidos
ni los salvados, sino lo que queda entre ellos".
OBJETIVIDAD
La vida depara misterios insondables: el aguacate ya
rebanado que entra con todo y hueso al refrigerador dura más. Algo parecido
ocurre con la ética del cronista. Cuando pretende ofrecer los hechos con
incontrovertible pureza, es decir, sin el hueso incomible que suele
acompañarlos (las sospechas, las vacilaciones, los informes contradictorios),
es menos convincente que cuando explicita las limitaciones de su punto de vista
narrativo.
Una pregunta esencial del lector de crónicas: ¿con qué
grado de aproximación y conocimiento se escribe el texto? El almuerzo desnudo,
de William S. Burroughs, depende de la intoxicación y la alteración de los
sentidos en la misma medida en que Entre los vándalos, de Bill Buford, depende
de percibir con distanciada sobriedad la intoxicación ajena.
El tipo de acceso que se tiene a los hechos determina la
lectura que debe hacerse de ellos. Definir la distancia que se guarda respecto
al objetivo autoriza a contar como insider, outsider, curioso de ocasión. A
este pacto entre el cronista y su lector podemos llamarlo
"objetividad".
VIDA INTERIOR Y VEROSIMILITUD
Siguiendo usos de la ficción, la crónica también narra lo
que no ocurrió, las oportunidades perdidas que afectan a los protagonistas, las
conjeturas, los sueños, las ilusiones que permiten definirlos.
Hace unos meses leí la historia de un explorador inglés
que logró caminar sobre los hielos árticos hasta llegar al Polo Norte. ¿Qué
lleva a alguien a asumir tamaños riesgos y fatigas? La crónica evidente de los
hechos, en clave National Geographic, permite conocer los detalles externos de
la epopeya: ¿qué comía el explorador, cuáles eran sus desafíos físicos, qué
rutas alternas tenía en mente, cómo fue su trato con los vientos? Sin embargo,
la crónica que aspira a perdurar como literatura depende de otros resortes:
¿qué se le perdió a ese hombre para buscar a pie el Artico?, ¿qué extravío de
infancia lo hizo seguir la brújula al modo del Capitán Hatteras, que incluso en
el manicomio avanzaba al norte? Tal vez se trate de una pregunta inútil. La
rica vida exterior de un hombre de acción rara vez pasa por las cavernas
emocionales que le atribuimos los sedentarios: los exploradores suelen ser
inexplorables. Con todo, el cronista no puede dejar de ensayar ese vínculo de
sentido, buscar el talismán que una la precariedad íntima con la manera épica
de compensarla.
La realidad, que ocurre sin pedir permiso, no tiene por
qué parecer auténtica. Uno de los mayores retos del cronista consiste en narrar
lo real como un relato cerrado (lo que ocurre está "completo") sin
que eso parezca artificial. ¿Cómo otorgar coherencia a los copiosos absurdos de
la vida? Con frecuencia, las crónicas pierden fuerza al exhibir las desmesuras
de la realidad. Como las cantantes de ópera que mueren de tuberculosis a pesar
de su sobrepeso (y lo hacen cantando), ciertas verdades piden ser
desdramatizadas para ser creídas.
A propósito del uso de la emoción en la poesía, Paz
recordaba que la madera seca arde mejor. Ante la inflamable materia de los
hechos, conviene que el cronista use un solo fósforo.
La primera crónica que escribí fue un recuento del
incendio del edificio Aristos, en avenida Insurgentes. Esto ocurrió a
principios de los años setenta del siglo pasado; yo tenía unos 13 o 14 años y
tomaba clases de guitarra en el edificio. Por entonces, me había lanzado a un
proyecto editorial en la secundaria, en compañía de los hermanos Alfonso y
Francisco Gallardo: "La Tropa Loca", periódico impreso en mimeógrafo
sobre la inagotable vida íntima de nuestro salón. Ahí yo escribía la
"sección de chismes". Mi especialidad de gossip writer se vio
interrumpida con las llamas que devoraron varios pisos del Aristos. Me
encandiló ver las lenguas amarillas que salían de las ventanas, pero sobre todo
el eficiente caos con que reaccionó la multitud.
Cronistas de la más diversa índole han descubierto su
vocación ante el fuego: Angel Fernández, máximo narrador del fútbol mexicano,
recibió su rito de paso en el incendio del Parque Asturias, y Elias Canetti el
suyo durante la quema del Palacio de Justicia de Viena.
Sí, el cronista debe ser ahorrativo con los efectos que
arden; entre otras cosas, porque a la realidad siempre le sobran los fósforos.
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Fuente:
La Nación