domingo, 2 de septiembre de 2012


Entre la literatura y el periodismo

La crónica, ornitorrinco de la prosa

La imposibilidad de ser objetivo y la necesidad de contar lo que no ocurrió, pero pudo haber sucedido, son algunos aspectos que aparecen en este ensayo, que forma parte del libro Safari accidental, publicado recientemente en México por la editorial Joaquín Mortiz

Por Juan Villoro

La vida está hecha de malentendidos: los solteros y los casados se envidian por razones tristemente imaginarias. Lo mismo ocurre con escritores y periodistas. El fabulador "puro" suele envidiar las energías que el reportero absorbe de la realidad, la forma en que es reconocido por meseros y azafatas, incluso su chaleco de corresponsal de guerra (lleno de bolsas para rollos fotográficos y papeles de emergencia). Por su parte, el curtido periodista suele admirar el lento calvario de los narradores, entre otras cosas porque nunca se sometería a él. Además, está el asunto del prestigio. Dueño del presente, el "líder de opinión" sabe que la posteridad, siempre dramática, preferirá al misántropo que perdió la salud y los nervios al servicio de sus voces interiores.

Aunque el whisky sabe igual en las redacciones que en la casa, quien reparte su escritura entre la verdad y la fantasía suele vivir la experiencia como un conflicto. "Una felicidad es toda la felicidad: dos felicidades no son ninguna felicidad", dice el protagonista de Historia del soldado, la trama de Ramuz que musicalizó Stravinski. El lema se refiere a la imposibilidad de ser leal a dos reinos, pero se aplica a otras tentadoras dualidades, comenzando por las rubias y las morenas y concluyendo por los oficios de reportero y fabulador.

La mayoría de las veces, el escritor de crónicas es un cuentista o un novelista en apuros económicos, alguien que preferiría estar haciendo otra cosa pero necesita un cheque a fin de mes. Son pocos los escritores que, desde un principio, deciden jugar todas sus cartas a la crónica.

En casos impares (Josep Pla, Alvaro Cunqueiro, Ramón Gómez de la Serna, Salvador Novo, Alfonso Reyes, Roberto Arlt), publicar en periódicos y revistas ha significado una escritura continua, la episódica creación de un libro desbordado, imposible de concluir. Para la mayoría, suele ser una opción de Lejano Oeste, la confusa aventura de la fiebre del oro.

Tal vez llegará el día en que los periódicos compren la prosa "en línea", a medida que se produce. Sin embargo, desde ahora es posible detectar la casi instantánea relación entre la escritura y el dinero, economías de signos y valores. Nada más emblemático que el hecho de que el poeta Octavio Paz trabajara en el Banco de México quemando billetes viejos, Franz Kafka perfeccionara su paranoia en una compañía aseguradora y William S. Burroughs escogiera el delirio narrativo en respuesta al invento del que derivaba la fortuna de su familia, la máquina sumadora.

La crónica es la encrucijada de dos economías, la ficción y el reportaje. No es casual que un autor con un pie en la invención y otro en los datos insista en la obligación del novelista contemporáneo de aclarar cuánto cuestan las cosas en su tiempo. Sí, la idea es de Tom Wolfe, el dueño de los costosos trajes blancos.

Estímulo y límite, el periodismo puede ser visto desde la literatura como el boxeo de sombra que permitió a Hemingway subir al ring, pero también como tumba de la ficción (cuando el protagonista de Conversación en La Catedral entra a un periódico, siente que compromete su vocación de escritor en ciernes y ve la máquina de escribir como un pequeño ataúd en el escritorio).

Comoquiera que sea, el siglo XX volvió específico el oficio del cronista que no es un narrador arrepentido. Aunque ocasionalmente hayan practicado otros géneros, Egon Erwin Kisch, Bruce Chatwin, Alvaro Cunqueiro, Ryszard Kapuscinski, Josep Pla y Carlos Monsiváis son heraldos que, como los grandes del jazz, improvisan la eternidad.

Algo ha cambiado con tantos trajines. El prejuicio que veía al escritor como artista y al periodista como artesano resulta obsoleto. Una crónica lograda es literatura bajo presión.

UN GÉNERO HÍBRIDO

Si Alfonso Reyes juzgó que el ensayo era el centauro de los géneros, la crónica reclama un símbolo más complejo: el ornitorrinco de la prosa. De la novela extrae la condición subjetiva, la capacidad de narrar desde el mundo de los personajes y crear una ilusión de vida para situar al lector en el centro de los hechos; del reportaje, los datos inmodificables; del cuento, el sentido dramático en espacio corto y la sugerencia de que la realidad ocurre para contar un relato deliberado, con un final que lo justifica; de la entrevista, los diálogos; y del teatro moderno, la forma de montarlos; del teatro grecolatino, la polifonía de testigos, los parlamentos entendidos como debate: la "voz de proscenio", como la llama Wolfe, versión narrativa de la opinión pública cuyo antecedente fue el coro griego; del ensayo, la posibilidad de argumentar y conectar saberes dispersos; de la autobiografía, el tono memorioso y la reelaboración en primera persona. El catálogo de influencias puede extenderse y precisarse hasta competir con el infinito. Usado en exceso, cualquiera de esos recursos resulta letal. La crónica es un animal cuyo equilibrio biológico depende de no ser como los siete animales distintos que podría ser.

De acuerdo con el dios al que se debe, la crónica trata de sucesos en el tiempo. Al absorber recursos de la narrativa, la crónica no pretende "liberarse" de los hechos sino hacerlos verosímiles a través de un simulacro, recuperarlos como si volvieran a suceder con detallada intensidad.

Por lo demás, la intervención de la subjetividad comienza con la función misma del testigo. Todo testimonio está trabajado por los nervios, los anhelos, las prenociones que acompañan al cronista adondequiera que lleve su cabeza. La novela Rashomón, de Akutagawa, puso en juego las muchas versiones que puede producir un solo suceso. Incluso las cámaras de televisión son proclives a la discrepancia: un futbolista está en fuera de lugar en una toma y en posición correcta en otra. En forma aún más asombrosa, a veces las cámaras no muestran nada: desde 1966 el gol fantasma de la final en Wembley no ha acabado de entrar en la portería.

El intento de darles voz a los demás -estímulo cardinal de la crónica- es un ejercicio de aproximaciones. Imposible suplantar sin pérdida a quien vivió la experiencia. En Lo que queda de Auschwitz, Giorgio Agamben indaga un caso límite del testimonio: ¿quién puede hablar del holocausto? En sentido estricto, los que mejor conocieron el horror fueron los muertos o los musulmanes, como se les decía en los campos de concentración a los sobrevivientes que enmudecían, dejaban de gesticular, perdían el brillo de la mirada, se limitaban a vegetar en una condición prehumana. Sólo los sujetos física o moralmente aniquilados llegaron al fondo del espanto. Ellos tocaron el suelo del que no hay retorno; se convirtieron en cartuchos quemados, únicos "testigos integrales".

La crónica es la restitución de esa palabra perdida. Debe hablar precisamente porque no puede hablar del todo. ¿En qué medida comprende lo que comprueba? La voz del cronista es una voz delegada, producto de una "desubjetivación": alguien perdió el habla o alguien la presta para que él diga en forma vicaria. Si reconoce esta limitación, su trabajo no sólo es posible sino necesario.

El cronista trabaja con préstamos; por más que se sumerja en el entorno, practica un artificio: transmite una verdad ajena. La ética de la indagación se basa en reconocer la dificultad de ejercerla: "Quien asume la carga de testimoniar por ellos sabe que tiene que dar testimonio de la imposibilidad de testimoniar", escribe Agamben.

La empatía con los informantes es un cuchillo de doble filo. ¿Se está por encima o por debajo de ellos? En muchos casos, el sobreviviente o el testigo padecen o incluso detestan hallarse al otro lado de la desgracia: "Esta es precisamente la aporía ética de Auschwitz", comenta Agamben: "el lugar en que no es decente seguir siendo decentes, en el que los que creyeron conservar la dignidad y la autoestima sienten vergüenza respecto a quienes las habían perdido de inmediato".

¿Qué espacio puede tener la palabra llegada desde fuera para narrar el horror que sólo se conoce desde dentro? De acuerdo con Agamben, el testimonio que asume estas contradicciones depende de la noción de "resto". La crónica se arriesga a ocupar una frontera, un interregno: "los testigos no son ni los muertos ni los supervivientes, ni los hundidos ni los salvados, sino lo que queda entre ellos".

OBJETIVIDAD

La vida depara misterios insondables: el aguacate ya rebanado que entra con todo y hueso al refrigerador dura más. Algo parecido ocurre con la ética del cronista. Cuando pretende ofrecer los hechos con incontrovertible pureza, es decir, sin el hueso incomible que suele acompañarlos (las sospechas, las vacilaciones, los informes contradictorios), es menos convincente que cuando explicita las limitaciones de su punto de vista narrativo.

Una pregunta esencial del lector de crónicas: ¿con qué grado de aproximación y conocimiento se escribe el texto? El almuerzo desnudo, de William S. Burroughs, depende de la intoxicación y la alteración de los sentidos en la misma medida en que Entre los vándalos, de Bill Buford, depende de percibir con distanciada sobriedad la intoxicación ajena.

El tipo de acceso que se tiene a los hechos determina la lectura que debe hacerse de ellos. Definir la distancia que se guarda respecto al objetivo autoriza a contar como insider, outsider, curioso de ocasión. A este pacto entre el cronista y su lector podemos llamarlo "objetividad".

VIDA INTERIOR Y VEROSIMILITUD

Siguiendo usos de la ficción, la crónica también narra lo que no ocurrió, las oportunidades perdidas que afectan a los protagonistas, las conjeturas, los sueños, las ilusiones que permiten definirlos.

Hace unos meses leí la historia de un explorador inglés que logró caminar sobre los hielos árticos hasta llegar al Polo Norte. ¿Qué lleva a alguien a asumir tamaños riesgos y fatigas? La crónica evidente de los hechos, en clave National Geographic, permite conocer los detalles externos de la epopeya: ¿qué comía el explorador, cuáles eran sus desafíos físicos, qué rutas alternas tenía en mente, cómo fue su trato con los vientos? Sin embargo, la crónica que aspira a perdurar como literatura depende de otros resortes: ¿qué se le perdió a ese hombre para buscar a pie el Artico?, ¿qué extravío de infancia lo hizo seguir la brújula al modo del Capitán Hatteras, que incluso en el manicomio avanzaba al norte? Tal vez se trate de una pregunta inútil. La rica vida exterior de un hombre de acción rara vez pasa por las cavernas emocionales que le atribuimos los sedentarios: los exploradores suelen ser inexplorables. Con todo, el cronista no puede dejar de ensayar ese vínculo de sentido, buscar el talismán que una la precariedad íntima con la manera épica de compensarla.

La realidad, que ocurre sin pedir permiso, no tiene por qué parecer auténtica. Uno de los mayores retos del cronista consiste en narrar lo real como un relato cerrado (lo que ocurre está "completo") sin que eso parezca artificial. ¿Cómo otorgar coherencia a los copiosos absurdos de la vida? Con frecuencia, las crónicas pierden fuerza al exhibir las desmesuras de la realidad. Como las cantantes de ópera que mueren de tuberculosis a pesar de su sobrepeso (y lo hacen cantando), ciertas verdades piden ser desdramatizadas para ser creídas.

A propósito del uso de la emoción en la poesía, Paz recordaba que la madera seca arde mejor. Ante la inflamable materia de los hechos, conviene que el cronista use un solo fósforo.

La primera crónica que escribí fue un recuento del incendio del edificio Aristos, en avenida Insurgentes. Esto ocurrió a principios de los años setenta del siglo pasado; yo tenía unos 13 o 14 años y tomaba clases de guitarra en el edificio. Por entonces, me había lanzado a un proyecto editorial en la secundaria, en compañía de los hermanos Alfonso y Francisco Gallardo: "La Tropa Loca", periódico impreso en mimeógrafo sobre la inagotable vida íntima de nuestro salón. Ahí yo escribía la "sección de chismes". Mi especialidad de gossip writer se vio interrumpida con las llamas que devoraron varios pisos del Aristos. Me encandiló ver las lenguas amarillas que salían de las ventanas, pero sobre todo el eficiente caos con que reaccionó la multitud.

Cronistas de la más diversa índole han descubierto su vocación ante el fuego: Angel Fernández, máximo narrador del fútbol mexicano, recibió su rito de paso en el incendio del Parque Asturias, y Elias Canetti el suyo durante la quema del Palacio de Justicia de Viena.

Sí, el cronista debe ser ahorrativo con los efectos que arden; entre otras cosas, porque a la realidad siempre le sobran los fósforos. .

Fuente: La Nación

La invención de la crónica

Por Susana  Rotker

Redescubrir las crónicas modernistas, especialmente las de José Martí, no es sólo hacer justicia a una vasta producción literaria que transformó a la prosa hispanoamericana. Redescubrir las crónicas implica la aventura de la transgresión. Porque no es sino transgresión y aventura aceptar que una nueva literatura puede surgir desde un espacio periodístico, o preguntarse qué es un género y, peor aún, qué es la literatura: por qué un texto es “arte” y otro no.

La crónica es un producto híbrido, un producto marginado y marginal, que no suele ser tomado en serio ni por la institución literaria ni por la periodística, en ambos casos por la misma razón: el hecho de no estar definitivamente dentro de ninguna de ellas. Los elementos que uno reconoce como propios y la otra como ajenos sólo han servido para que se la descarte, ignore o desprecie precisamente por lo que tiene de diferente.

Paradójicamente, la crónica modernista surge en la misma época en que comienzan a definirse –y separarse- los espacios propios del discurso periodístico y del discurso literario. La literatura se descubre en la esfera estética, mientras que el periodismo recurre a la premisa de ser el testimonio objetivo de hechos fundamentales del presente.

La estrategia de la escritura periodística establece, desde ese entonces, un pacto de lectura: aunque parezca increíble lo que se cuenta, es un acontecimiento totalmente real, lo opuesto de lo que se supone literario. Lo que se cuenta puede parecer o no real, pero jamás ocurrió como tal fuera de la imaginación del autor. En la literatura, en cambio, es irrelevante si lo que se cuenta ocurrió en la realidad; importa menos lo que se cuenta que el modo como se lo cuenta, el peso poético de las palabras, el valor autónomo de los escrito. Lo real se reduce a un pacto de lectura opuesto: basta que lo narrado resulte verosímil para el lector, respetando la lógica y las leyes de la imaginación establecidas por el propio texto.

Y la crónica está allí, desde el principio, amenazando la claridad de esas fronteras.

La crónica se concentra en detalles menores de la vida cotidiana, y en el modo de narrar. Se permite originalidades que violentan las reglas del juego del periodismo, como la irrupción de lo subjetivo. Las crónicas no respetan el orden cronológico, la credibilidad, la estructura narrativa característica de las noticias ni la función de dar respuesta a las seis preguntas básicas: qué, quién, cuándo, dónde, cómo, por qué.

La crónica, como el periodismo, no inventa los hechos que relata. Su manera de reproducir la realidad es otra: los textos enviados por Martí como corresponsal desde Nueva York no adhieran a una representación mimética y esto no significa que su subjetividad traicione el referente real, sino que se le acerca de otro modo, para redescubrirlo en su esencia y no en la gastada confianza en la exterioridad.

Los textos  de este autor aclaran el género. En sus crónicas, Martí retrata los acontecimientos a través de mecanismos –como la analogía, el simbolismo, el impresionismo, el expresionismo, la musicalidad- y de imágenes que son construcciones de su pensamiento y que no existen como tales sino dentro del espacio textual. El resultado es una crónica que no saca al lector de la dimensión de la realidad de los hechos sino que introduce en ese plano un modo de percepción que lo mitologiza y le confiere la trascendencia sin perder el equilibrio referencial.

A través de la crónica como punto de inflexión entre el periodismo y la literatura, se descubre que la forma de interpretar o de construir la autonomía de los discursos ha producido deformaciones en los modos de estimar sobre todo la esfera literaria. Lo factual ha quedado para otras disciplinas, como si lo estético y lo literario sólo pudieran aludir a lo emocional o imaginario, como si “lo literario” de un texto disminuyera con relación al aumento de la referencialidad, como si los otros discursos escritos estuvieran eximidos de ser también representaciones elaboradas, configuraciones del mundo, racionalizaciones, elaboraciones que encuentran tal o cual forma de acuerdo con la época. Se ha confundido el referente real con el sistema de representación, como si lo objetivo de un texto fuera “la verdad” y no una estrategia narrativa.

No puede desecharse esta disociación entre el mundo de los acontecimientos verdaderos y la creación como uno de los motivos que explican las acusaciones de torremarfilistas contra los escritores del modernismo. Porque, como se ha visto, es distinto analizar la toma de conciencia sobre el acto poético como definición del campo propio del discurso literario y otra cosa es creer que esa toma de conciencia es estetizante en un sentido peyorativo: deformadora de los real, indiferente al acontecer, embellecedora del statu quo. La voluntad modernista de la forma o la autonomía no significó el divorcio de la vida, sino la defensa del valor propio de cada palabra, de las inacabables potencialidades de la expresión y las significaciones. Su toma de conciencia les permitió crear códigos, que a su vez generaron la capacidad de percibir otras versiones de la realidad.

En las crónicas de José Martí está claro este nuevo modo de entender la escritura. No importa que en este caso los textos también hayan sido producidos con una intención moralizadora: esta consideración pertenece a otro orden. En sus textos las palabras tienen una doble significación: la transparente y centrífuga que caracteriza al periodismo, y de la poesía, donde las palabras se resignifican de acuerdo con cómo las relaciona la escritura misma.

Con el comienzo de la modernidad, la autonomía literaria modernista aportó una ruptura con el sistema de escritura tradicional. La crónica es una ruptura por sí misma, aun más fuerte porque desde el comienzo cuestiona y participa de esa autonomía, contradiciéndola y reforzándola, aportando criterios que los sistemas de escritura apenas comienzan a explicar un siglo después. Fueron la prosa y la poesía modernista las primeras en comprenderlo y elaborarlo en este hemisferio.

Las crónicas no sólo participan de esa revolución en el manejo de la palabra, sino que muestran cuán estereotipada era y sigue siendo la compresión del lenguaje poético. Porque aún hoy se caracteriza la poesía por esa potencialidad para rescatar las palabras de su significado habitual y revelar sus múltiples significaciones, según la habilidad o la ausencia de ella en la técnica de la escritura. Nada más opuesto, en teoría, que un poema y una crónica periodística.

No obstante, en las crónicas de Martí se encuentra lo que hoy se califica como lenguaje poético. Ese lenguaje resplandece aunque la selección temática y la construcción textual dependan de las jerarquías establecidas por la actualidad y la referencialidad. Resplandece, aunque las frases se hayan escrito con la premura del periodismo y la supuesta impureza de un trabajo asalariado y dirigido a un lector masivo. Detrás de las categorizaciones convencionales acerca de “lo literario” (léase “el arte”) se encierra un mecanismo de distribución del poder que margina lo creativo. La creación queda fuera del mundo productivo, útil, para adquirir un valor residual de mero placer intelectual, espiritual o, a lo sumo, de entretenimiento; y el ordenamiento de la imagen del mundo se hace desde espacios diferentes del discurso escrito: el de la historia, el de la academia, el del periodismo, el de la ciencia.

La rigidez de esta separación disfraza la realidad de la escritura: no hay texto que no responda a un proceso de selección, a un principio ordenador. No significa esto que todo discurso escrito sea literatura, puesto que la literatura se construye sobre el trabajo con el lenguaje como valor primero; significa que, comprender la subjetividad de toda construcción acerca a los hombres, la conciencia de que aquello que leen no es incuestionable; que aquello que leen –sea lo que fuere- no es “lo real”, sino una representación.

A la literatura en cuanto arte no se la puede ver como una categoría separada del proceso social que la contiene: es un acto de solidaridad histórica y participa de la multiplicidad de la práctica cultural, como decían Barthes y Williams. Por eso resulta tan apasionante la relectura de las crónicas de José Martí: obligan a tomar conciencia de lo que convive dentro de la escritura. En su “impureza” dentro de las divisiones de los discursos, en su marginalidad con respecto a las categorías estrablecidas, está lo que él aspiraba en la literatura: romper con los clisés, permitir nuevas formas de percepción.

Al insistir en la originalidad y en la no repetición, se encuentra el modo de la ruptura real. Confrontar lo aprendido con la experiencia propia es ponerlo en duda, revisarlo y sólo dejarlo cuando se ha confirmado que no se trata de una pura convención o transformarlo en otra forma de verdad. Las crónicas de Martí son producto de ese proceso. Pueden incluir muchos sistemas de representación, pero en el resultado de la confrontación y en la mixtura personal está su novedad, su originalidad.

La estética que propone no es imitación de nada: sobrepasa los esquemas de los que salió, fundando en Hispanoamérica un modo de relacionar los elementos del lenguaje y de la realidad, una escritura y una voz propia.

Vista así, la hibridez de la crónica no es peyorativa, sino la expresión más ajustada a una concepción poética. Como decía Medvedev/Bakhtin: el género es la expresión total y no sólo un aspecto más.

En cada época de crisis, los agentes en pugna tratan de reconstruir una unidad vehiculizando un sistema de narración. Y en esa época de tensión desestabilizadora, Martí y los modernistas crearon un espacio de condensación y de lucha -un espacio dialéctico no resuelto ni estático, en resonancia con la época-, donde el idealismo se asienta en lo real, donde sobre el yo ordenador gravitan la historia y la inmediatez, donde se encuentran todas las mezclas convertidas en una unidad singular, autónoma y tan contradictoria como su época.

La crónica propone una épica con el hombre moderno como protagonista, narrado a través de un yo colectivo que procura expresar la vida entera, a través de un sistema de representación capaz de relacionar las distintas formas de existencia, explorando e incorporando al máximo las técnicas de escritura.

La crónica modernista fue un laboratorio de ensayo permanente, el espacio de difusión y contagio de una sensibilidad y de una forma de entender lo literario que tiene que ver con la belleza, con la selección consciente del lenguaje, con el trabajo con imágenes sensoriales y los símbolos, con la mixtura de lo extranjero y de lo propio, de los estilos, de los géneros, de las artes, de la democracia y de la épica, de la naturaleza y de la realidad social e íntima, del dolor decadente de parnasianos y simbolistas y a la vez de la fe en el futuro, en la armonía cósmica y en el liberalismo. La duda es el sistema que anuncia ya al hombre anfibio que Hegel preveía para la modernidad.

Las crónicas modernistas son los antecedentes directos de lo que en los años 50 y 60 de este siglo habría de llamarse “nuevo periodismo” y “literatura de no ficción”. Su hibridez insoluble, las imperfecciones como condición, la movilidad, el cuestionamiento, el sincretismo y esa marginalidad que no termina de acomodarse en ninguna parte, son la mejor voz de una época .la nuestra- que a partir de entonces sólo sabe que es cierta la propia experiencia, que se mueve disgregada entre la información constante y la ausencia de tradición que sea la de la duda. Una época que vive -como los modernistas- en busca de la armonía perdida, en pos de alguna belleza.

Rotker, Susana. 1992. Ediciones Letra Buena. Pags 197 a 203. Conclusiones. Aventura y transgresión de una lectura y una escritura.