Redescubrir las crónicas modernistas, especialmente las de José
Martí, no es sólo hacer justicia a una vasta producción literaria que transformó
a la prosa hispanoamericana. Redescubrir las crónicas implica la aventura de la
transgresión. Porque no es sino transgresión y aventura aceptar que una nueva
literatura puede surgir desde un espacio periodístico, o preguntarse qué es un
género y, peor aún, qué es la literatura: por qué un texto es “arte” y otro no.
La crónica es un producto híbrido, un producto marginado y
marginal, que no suele ser tomado en serio ni por la institución literaria ni
por la periodística, en ambos casos por la misma razón: el hecho de no estar
definitivamente dentro de ninguna de ellas. Los elementos que uno reconoce como
propios y la otra como ajenos sólo han servido para que se la descarte, ignore
o desprecie precisamente por lo que tiene de diferente.
Paradójicamente, la crónica modernista surge en la misma época
en que comienzan a definirse –y separarse- los espacios propios del discurso
periodístico y del discurso literario. La literatura se descubre en la esfera
estética, mientras que el periodismo recurre a la premisa de ser el testimonio
objetivo de hechos fundamentales del presente.
La estrategia de la escritura periodística establece, desde ese
entonces, un pacto de lectura: aunque parezca increíble lo que se cuenta, es un
acontecimiento totalmente real, lo opuesto de lo que se supone literario. Lo
que se cuenta puede parecer o no real, pero jamás ocurrió como tal fuera de la
imaginación del autor. En la literatura, en cambio, es irrelevante si lo que se
cuenta ocurrió en la realidad; importa menos lo que se cuenta que el modo como
se lo cuenta, el peso poético de las palabras, el valor autónomo de los
escrito. Lo real se reduce a un pacto de lectura opuesto: basta que lo narrado
resulte verosímil para el lector, respetando la lógica y las leyes de la
imaginación establecidas por el propio texto.
Y la crónica está allí, desde el principio, amenazando la
claridad de esas fronteras.
La crónica se concentra en detalles menores de la vida
cotidiana, y en el modo de narrar. Se permite originalidades que violentan las
reglas del juego del periodismo, como la irrupción de lo subjetivo. Las
crónicas no respetan el orden cronológico, la credibilidad, la estructura
narrativa característica de las noticias ni la función de dar respuesta a las
seis preguntas básicas: qué, quién, cuándo, dónde, cómo, por qué.
La crónica, como el periodismo, no inventa los hechos que
relata. Su manera de reproducir la realidad es otra: los textos enviados por
Martí como corresponsal desde Nueva York no adhieran a una representación
mimética y esto no significa que su subjetividad traicione el referente real,
sino que se le acerca de otro modo, para redescubrirlo en su esencia y no en la
gastada confianza en la exterioridad.
Los textos de este autor aclaran el género. En sus
crónicas, Martí retrata los acontecimientos a través de mecanismos –como la
analogía, el simbolismo, el impresionismo, el expresionismo, la musicalidad- y
de imágenes que son construcciones de su pensamiento y que no existen como tales
sino dentro del espacio textual. El resultado es una crónica que no saca al
lector de la dimensión de la realidad de los hechos sino que introduce en ese
plano un modo de percepción que lo mitologiza y le confiere la trascendencia
sin perder el equilibrio referencial.
A través de la crónica como punto de inflexión entre el
periodismo y la literatura, se descubre que la forma de interpretar o de
construir la autonomía de los discursos ha producido deformaciones en los modos
de estimar sobre todo la esfera literaria. Lo factual ha quedado para otras
disciplinas, como si lo estético y lo literario sólo pudieran aludir a lo
emocional o imaginario, como si “lo literario” de un texto disminuyera con
relación al aumento de la referencialidad, como si los otros discursos escritos
estuvieran eximidos de ser también representaciones elaboradas, configuraciones
del mundo, racionalizaciones, elaboraciones que encuentran tal o cual forma de
acuerdo con la época. Se ha confundido el referente real con el sistema de
representación, como si lo objetivo de un texto fuera “la verdad” y no una
estrategia narrativa.
No puede desecharse esta disociación entre el mundo de los
acontecimientos verdaderos y la creación como uno de los motivos que explican
las acusaciones de torremarfilistas contra los escritores del modernismo.
Porque, como se ha visto, es distinto analizar la toma de conciencia sobre el
acto poético como definición del campo propio del discurso literario y otra
cosa es creer que esa toma de conciencia es estetizante en un sentido
peyorativo: deformadora de los real, indiferente al acontecer, embellecedora
del statu quo. La voluntad modernista de la forma o la autonomía no significó
el divorcio de la vida, sino la defensa del valor propio de cada palabra, de
las inacabables potencialidades de la expresión y las significaciones. Su toma
de conciencia les permitió crear códigos, que a su vez generaron la capacidad
de percibir otras versiones de la realidad.
En las crónicas de José Martí está claro este nuevo modo de
entender la escritura. No importa que en este caso los textos también hayan
sido producidos con una intención moralizadora: esta consideración pertenece a
otro orden. En sus textos las palabras tienen una doble significación: la
transparente y centrífuga que caracteriza al periodismo, y de la poesía, donde
las palabras se resignifican de acuerdo con cómo las relaciona la escritura
misma.
Con el comienzo de la modernidad, la autonomía literaria
modernista aportó una ruptura con el sistema de escritura tradicional. La
crónica es una ruptura por sí misma, aun más fuerte porque desde el comienzo
cuestiona y participa de esa autonomía, contradiciéndola y reforzándola,
aportando criterios que los sistemas de escritura apenas comienzan a explicar
un siglo después. Fueron la prosa y la poesía modernista las primeras en
comprenderlo y elaborarlo en este hemisferio.
Las crónicas no sólo participan de esa revolución en el manejo
de la palabra, sino que muestran cuán estereotipada era y sigue siendo la
compresión del lenguaje poético. Porque aún hoy se caracteriza la poesía por
esa potencialidad para rescatar las palabras de su significado habitual y
revelar sus múltiples significaciones, según la habilidad o la ausencia de ella
en la técnica de la escritura. Nada más opuesto, en teoría, que un poema y una
crónica periodística.
No obstante, en las crónicas de Martí se encuentra lo que hoy se
califica como lenguaje poético. Ese lenguaje resplandece aunque la selección
temática y la construcción textual dependan de las jerarquías establecidas por
la actualidad y la referencialidad. Resplandece, aunque las frases se hayan
escrito con la premura del periodismo y la supuesta impureza de un trabajo
asalariado y dirigido a un lector masivo. Detrás de las categorizaciones
convencionales acerca de “lo literario” (léase “el arte”) se encierra un
mecanismo de distribución del poder que margina lo creativo. La creación queda
fuera del mundo productivo, útil, para adquirir un valor residual de mero
placer intelectual, espiritual o, a lo sumo, de entretenimiento; y el
ordenamiento de la imagen del mundo se hace desde espacios diferentes del discurso
escrito: el de la historia, el de la academia, el del periodismo, el de la
ciencia.
La rigidez de esta separación disfraza la realidad de la
escritura: no hay texto que no responda a un proceso de selección, a un
principio ordenador. No significa esto que todo discurso escrito sea
literatura, puesto que la literatura se construye sobre el trabajo con el
lenguaje como valor primero; significa que, comprender la subjetividad de toda
construcción acerca a los hombres, la conciencia de que aquello que leen no es
incuestionable; que aquello que leen –sea lo que fuere- no es “lo real”, sino
una representación.
A la literatura en cuanto arte no se la puede ver como una
categoría separada del proceso social que la contiene: es un acto de
solidaridad histórica y participa de la multiplicidad de la práctica cultural,
como decían Barthes y Williams. Por eso resulta tan apasionante la relectura de
las crónicas de José Martí: obligan a tomar conciencia de lo que convive
dentro de la escritura. En su “impureza” dentro de las divisiones de los
discursos, en su marginalidad con respecto a las categorías estrablecidas, está
lo que él aspiraba en la literatura: romper con los clisés, permitir nuevas
formas de percepción.
Al insistir en la originalidad y en la no repetición, se encuentra
el modo de la ruptura real. Confrontar lo aprendido con la experiencia propia
es ponerlo en duda, revisarlo y sólo dejarlo cuando se ha confirmado que no se
trata de una pura convención o transformarlo en otra forma de verdad. Las
crónicas de Martí son producto de ese proceso. Pueden incluir muchos sistemas
de representación, pero en el resultado de la confrontación y en la mixtura
personal está su novedad, su originalidad.
La estética que propone no es imitación de nada: sobrepasa los
esquemas de los que salió, fundando en Hispanoamérica un modo de relacionar los
elementos del lenguaje y de la realidad, una escritura y una voz propia.
Vista así, la hibridez de la crónica no es peyorativa, sino la
expresión más ajustada a una concepción poética. Como decía Medvedev/Bakhtin:
el género es la expresión total y no sólo un aspecto más.
En cada época de crisis, los agentes en pugna tratan de
reconstruir una unidad vehiculizando un sistema de narración. Y en esa época de
tensión desestabilizadora, Martí y los modernistas crearon un espacio de
condensación y de lucha -un espacio dialéctico no resuelto ni estático, en
resonancia con la época-, donde el idealismo se asienta en lo real, donde sobre
el yo ordenador gravitan la historia y la inmediatez, donde se encuentran todas
las mezclas convertidas en una unidad singular, autónoma y tan contradictoria
como su época.
La crónica propone una épica con el hombre moderno como
protagonista, narrado a través de un yo colectivo que procura expresar la vida entera,
a través de un sistema de representación capaz de relacionar las distintas
formas de existencia, explorando e incorporando al máximo las técnicas de
escritura.
La crónica modernista fue un laboratorio de ensayo permanente,
el espacio de difusión y contagio de una sensibilidad y de una forma de
entender lo literario que tiene que ver con la belleza, con la selección
consciente del lenguaje, con el trabajo con imágenes sensoriales y los
símbolos, con la mixtura de lo extranjero y de lo propio, de los estilos, de
los géneros, de las artes, de la democracia y de la épica, de la naturaleza y
de la realidad social e íntima, del dolor decadente de parnasianos y
simbolistas y a la vez de la fe en el futuro, en la armonía cósmica y en el
liberalismo. La duda es el sistema que anuncia ya al hombre anfibio que Hegel
preveía para la modernidad.
Las crónicas modernistas son los antecedentes directos de lo que
en los años 50 y 60 de este siglo habría de llamarse “nuevo periodismo” y
“literatura de no ficción”. Su hibridez insoluble, las imperfecciones como
condición, la movilidad, el cuestionamiento, el sincretismo y esa marginalidad
que no termina de acomodarse en ninguna parte, son la mejor voz de una época
.la nuestra- que a partir de entonces sólo sabe que es cierta la propia
experiencia, que se mueve disgregada entre la información constante y la
ausencia de tradición que sea la de la duda. Una época que vive -como los
modernistas- en busca de la armonía perdida, en pos de alguna belleza.
Rotker, Susana. 1992. Ediciones Letra Buena. Pags 197 a 203.
Conclusiones. Aventura y transgresión de una lectura y una escritura.
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