domingo, 2 de septiembre de 2012

La invención de la crónica

Por Susana  Rotker

Redescubrir las crónicas modernistas, especialmente las de José Martí, no es sólo hacer justicia a una vasta producción literaria que transformó a la prosa hispanoamericana. Redescubrir las crónicas implica la aventura de la transgresión. Porque no es sino transgresión y aventura aceptar que una nueva literatura puede surgir desde un espacio periodístico, o preguntarse qué es un género y, peor aún, qué es la literatura: por qué un texto es “arte” y otro no.

La crónica es un producto híbrido, un producto marginado y marginal, que no suele ser tomado en serio ni por la institución literaria ni por la periodística, en ambos casos por la misma razón: el hecho de no estar definitivamente dentro de ninguna de ellas. Los elementos que uno reconoce como propios y la otra como ajenos sólo han servido para que se la descarte, ignore o desprecie precisamente por lo que tiene de diferente.

Paradójicamente, la crónica modernista surge en la misma época en que comienzan a definirse –y separarse- los espacios propios del discurso periodístico y del discurso literario. La literatura se descubre en la esfera estética, mientras que el periodismo recurre a la premisa de ser el testimonio objetivo de hechos fundamentales del presente.

La estrategia de la escritura periodística establece, desde ese entonces, un pacto de lectura: aunque parezca increíble lo que se cuenta, es un acontecimiento totalmente real, lo opuesto de lo que se supone literario. Lo que se cuenta puede parecer o no real, pero jamás ocurrió como tal fuera de la imaginación del autor. En la literatura, en cambio, es irrelevante si lo que se cuenta ocurrió en la realidad; importa menos lo que se cuenta que el modo como se lo cuenta, el peso poético de las palabras, el valor autónomo de los escrito. Lo real se reduce a un pacto de lectura opuesto: basta que lo narrado resulte verosímil para el lector, respetando la lógica y las leyes de la imaginación establecidas por el propio texto.

Y la crónica está allí, desde el principio, amenazando la claridad de esas fronteras.

La crónica se concentra en detalles menores de la vida cotidiana, y en el modo de narrar. Se permite originalidades que violentan las reglas del juego del periodismo, como la irrupción de lo subjetivo. Las crónicas no respetan el orden cronológico, la credibilidad, la estructura narrativa característica de las noticias ni la función de dar respuesta a las seis preguntas básicas: qué, quién, cuándo, dónde, cómo, por qué.

La crónica, como el periodismo, no inventa los hechos que relata. Su manera de reproducir la realidad es otra: los textos enviados por Martí como corresponsal desde Nueva York no adhieran a una representación mimética y esto no significa que su subjetividad traicione el referente real, sino que se le acerca de otro modo, para redescubrirlo en su esencia y no en la gastada confianza en la exterioridad.

Los textos  de este autor aclaran el género. En sus crónicas, Martí retrata los acontecimientos a través de mecanismos –como la analogía, el simbolismo, el impresionismo, el expresionismo, la musicalidad- y de imágenes que son construcciones de su pensamiento y que no existen como tales sino dentro del espacio textual. El resultado es una crónica que no saca al lector de la dimensión de la realidad de los hechos sino que introduce en ese plano un modo de percepción que lo mitologiza y le confiere la trascendencia sin perder el equilibrio referencial.

A través de la crónica como punto de inflexión entre el periodismo y la literatura, se descubre que la forma de interpretar o de construir la autonomía de los discursos ha producido deformaciones en los modos de estimar sobre todo la esfera literaria. Lo factual ha quedado para otras disciplinas, como si lo estético y lo literario sólo pudieran aludir a lo emocional o imaginario, como si “lo literario” de un texto disminuyera con relación al aumento de la referencialidad, como si los otros discursos escritos estuvieran eximidos de ser también representaciones elaboradas, configuraciones del mundo, racionalizaciones, elaboraciones que encuentran tal o cual forma de acuerdo con la época. Se ha confundido el referente real con el sistema de representación, como si lo objetivo de un texto fuera “la verdad” y no una estrategia narrativa.

No puede desecharse esta disociación entre el mundo de los acontecimientos verdaderos y la creación como uno de los motivos que explican las acusaciones de torremarfilistas contra los escritores del modernismo. Porque, como se ha visto, es distinto analizar la toma de conciencia sobre el acto poético como definición del campo propio del discurso literario y otra cosa es creer que esa toma de conciencia es estetizante en un sentido peyorativo: deformadora de los real, indiferente al acontecer, embellecedora del statu quo. La voluntad modernista de la forma o la autonomía no significó el divorcio de la vida, sino la defensa del valor propio de cada palabra, de las inacabables potencialidades de la expresión y las significaciones. Su toma de conciencia les permitió crear códigos, que a su vez generaron la capacidad de percibir otras versiones de la realidad.

En las crónicas de José Martí está claro este nuevo modo de entender la escritura. No importa que en este caso los textos también hayan sido producidos con una intención moralizadora: esta consideración pertenece a otro orden. En sus textos las palabras tienen una doble significación: la transparente y centrífuga que caracteriza al periodismo, y de la poesía, donde las palabras se resignifican de acuerdo con cómo las relaciona la escritura misma.

Con el comienzo de la modernidad, la autonomía literaria modernista aportó una ruptura con el sistema de escritura tradicional. La crónica es una ruptura por sí misma, aun más fuerte porque desde el comienzo cuestiona y participa de esa autonomía, contradiciéndola y reforzándola, aportando criterios que los sistemas de escritura apenas comienzan a explicar un siglo después. Fueron la prosa y la poesía modernista las primeras en comprenderlo y elaborarlo en este hemisferio.

Las crónicas no sólo participan de esa revolución en el manejo de la palabra, sino que muestran cuán estereotipada era y sigue siendo la compresión del lenguaje poético. Porque aún hoy se caracteriza la poesía por esa potencialidad para rescatar las palabras de su significado habitual y revelar sus múltiples significaciones, según la habilidad o la ausencia de ella en la técnica de la escritura. Nada más opuesto, en teoría, que un poema y una crónica periodística.

No obstante, en las crónicas de Martí se encuentra lo que hoy se califica como lenguaje poético. Ese lenguaje resplandece aunque la selección temática y la construcción textual dependan de las jerarquías establecidas por la actualidad y la referencialidad. Resplandece, aunque las frases se hayan escrito con la premura del periodismo y la supuesta impureza de un trabajo asalariado y dirigido a un lector masivo. Detrás de las categorizaciones convencionales acerca de “lo literario” (léase “el arte”) se encierra un mecanismo de distribución del poder que margina lo creativo. La creación queda fuera del mundo productivo, útil, para adquirir un valor residual de mero placer intelectual, espiritual o, a lo sumo, de entretenimiento; y el ordenamiento de la imagen del mundo se hace desde espacios diferentes del discurso escrito: el de la historia, el de la academia, el del periodismo, el de la ciencia.

La rigidez de esta separación disfraza la realidad de la escritura: no hay texto que no responda a un proceso de selección, a un principio ordenador. No significa esto que todo discurso escrito sea literatura, puesto que la literatura se construye sobre el trabajo con el lenguaje como valor primero; significa que, comprender la subjetividad de toda construcción acerca a los hombres, la conciencia de que aquello que leen no es incuestionable; que aquello que leen –sea lo que fuere- no es “lo real”, sino una representación.

A la literatura en cuanto arte no se la puede ver como una categoría separada del proceso social que la contiene: es un acto de solidaridad histórica y participa de la multiplicidad de la práctica cultural, como decían Barthes y Williams. Por eso resulta tan apasionante la relectura de las crónicas de José Martí: obligan a tomar conciencia de lo que convive dentro de la escritura. En su “impureza” dentro de las divisiones de los discursos, en su marginalidad con respecto a las categorías estrablecidas, está lo que él aspiraba en la literatura: romper con los clisés, permitir nuevas formas de percepción.

Al insistir en la originalidad y en la no repetición, se encuentra el modo de la ruptura real. Confrontar lo aprendido con la experiencia propia es ponerlo en duda, revisarlo y sólo dejarlo cuando se ha confirmado que no se trata de una pura convención o transformarlo en otra forma de verdad. Las crónicas de Martí son producto de ese proceso. Pueden incluir muchos sistemas de representación, pero en el resultado de la confrontación y en la mixtura personal está su novedad, su originalidad.

La estética que propone no es imitación de nada: sobrepasa los esquemas de los que salió, fundando en Hispanoamérica un modo de relacionar los elementos del lenguaje y de la realidad, una escritura y una voz propia.

Vista así, la hibridez de la crónica no es peyorativa, sino la expresión más ajustada a una concepción poética. Como decía Medvedev/Bakhtin: el género es la expresión total y no sólo un aspecto más.

En cada época de crisis, los agentes en pugna tratan de reconstruir una unidad vehiculizando un sistema de narración. Y en esa época de tensión desestabilizadora, Martí y los modernistas crearon un espacio de condensación y de lucha -un espacio dialéctico no resuelto ni estático, en resonancia con la época-, donde el idealismo se asienta en lo real, donde sobre el yo ordenador gravitan la historia y la inmediatez, donde se encuentran todas las mezclas convertidas en una unidad singular, autónoma y tan contradictoria como su época.

La crónica propone una épica con el hombre moderno como protagonista, narrado a través de un yo colectivo que procura expresar la vida entera, a través de un sistema de representación capaz de relacionar las distintas formas de existencia, explorando e incorporando al máximo las técnicas de escritura.

La crónica modernista fue un laboratorio de ensayo permanente, el espacio de difusión y contagio de una sensibilidad y de una forma de entender lo literario que tiene que ver con la belleza, con la selección consciente del lenguaje, con el trabajo con imágenes sensoriales y los símbolos, con la mixtura de lo extranjero y de lo propio, de los estilos, de los géneros, de las artes, de la democracia y de la épica, de la naturaleza y de la realidad social e íntima, del dolor decadente de parnasianos y simbolistas y a la vez de la fe en el futuro, en la armonía cósmica y en el liberalismo. La duda es el sistema que anuncia ya al hombre anfibio que Hegel preveía para la modernidad.

Las crónicas modernistas son los antecedentes directos de lo que en los años 50 y 60 de este siglo habría de llamarse “nuevo periodismo” y “literatura de no ficción”. Su hibridez insoluble, las imperfecciones como condición, la movilidad, el cuestionamiento, el sincretismo y esa marginalidad que no termina de acomodarse en ninguna parte, son la mejor voz de una época .la nuestra- que a partir de entonces sólo sabe que es cierta la propia experiencia, que se mueve disgregada entre la información constante y la ausencia de tradición que sea la de la duda. Una época que vive -como los modernistas- en busca de la armonía perdida, en pos de alguna belleza.

Rotker, Susana. 1992. Ediciones Letra Buena. Pags 197 a 203. Conclusiones. Aventura y transgresión de una lectura y una escritura. 

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