Fue la
primera que se pegó el misterio en el barrio San Camilo. Por aquí,
casi todas las travestis están infectadas, pero los clientes vienen
igual, parece que más les gusta, por eso tiran sin condón.
Ella
sola se puso Madonna, antes tenía otro nombre. Pero cuándo la vio
por la tele se enamoró de la gringa, casi se volvió loca
imitándola, copiando sus gestos, su risa, su forma de moverse. La
Madonna tenía cara de mapuche, era de Temuco, por eso nosotros la
molestábamos, le decíamos Madonna Peñi, Madonna Curilagüe,
Madonna Pitrufquén. Pero ella no se enojaba, a lo mejor por eso se
tiñó el pelo rubio, rubio, casi blanco. Pero ya el misterio le
había debilitado las mechas. Con el agua oxigenada se le quemaron
las raíces y el cepillo quedaba lleno de pelos. Se le cala a
mechones. Nosotros le decíamos que parecía perra tiñosa, pero
nunca quiso usar peluca. Ni siquiera la hermosa peluca platinada que
le regalamos para la Pascua, que nos costó tan cara, que todos los
travestis le compramos en el centro juntando las chauchas, peso a
peso durante meses. Solamente para que la linda volviera a trabajar y
se le pasara la depre. Pero ella, orgullosa, nos dio las gracias con
lágrimas en los ojos, la apretó en su corazón y dijo que las
estrellas no podían aceptar ese tipo de obsequios
Antes
del misterio, tenía un pelo tan lindo la diabla, se lo lavaba todos
los días y se sentaba en la puerta peinándose hasta que se le
secaba. Nosotros le decíamos: Éntrate niña, que va a pasar la
comisión, pero ella, como si lloviera. Nunca le tuvo miedo a los
pacos. Se les paraba bien altanera la loca, les gritaba que era una
artista, y no una asesina como ellos. Entonces le daban duro, la
apaleaban hasta dejarla tirada en la vereda y la loca no se callaba,
seguía gritándoles hasta que desaparecía el furgón. La dejaban
como membrillo corcho, llena de moretones en la espalda, en los
riñones, en la cara. Grandes hematomas que no se podían tapar con
maquillaje. Pero ella se reía. Me pegan porque me quieren, decía
con esos dientes de perla que se le fueron cayendo de a uno. Después
ya -no quiso reírse más, le dio por el trago, se lo tomaba todo
hasta quedar tirada y borracha que daba pena.
Sin
pelo ni dientes, ya no era la misma Madonna que tanto nos hacía reír
cuando no venían clientes. Nos pasábamos las noches en la puerta,
cagadas de frío haciendo chistes. Y ella imitando a la Madonna con
el pedazo de falda, que era un chaleco beatle que le quedaba largo.
Un chaleco canutón, de lana con lamé, de esos que venden en la ropa
americana. Ella se lo arremangaba con un cinturón y le quedaba una
regia minifalda. Tan creativa la cola, de cualquier trapo inventaba
un vestido.
Cuando
se puso la silicona le dio por los escotes. Los clientes se volvían
locos cuando ella les ponía las tetas en la ventana del auto. Y
parece que veían a la verdadera Madonna diciendo: Mister, lovmi
plis.
Ella
se sabía todas las canciones, pero no tenía idea lo que decían.
Repetía como lora las frases en inglés, poniéndole el encanto de
su cosecha analfabeta. Ni falta hacía saber lo que significaban los
alaridos de la rucia. Su boca de cereza modulaba tan bien los tuyú,
los miplís, los rimernber lovmi. Cerrando los ojos, ella era la
Madonna, y no bastaba tener mucha imaginación para ver el duplicado
mapuche casi perfecto. Eran miles de recortes de la estrella que
empapelaban su pieza. Miles de pedazos de su cuerpo que armaban el
firmamento de la loca. Todo un mundo de periódicos y papeles
colorinches para tapar las grietas, para empapelar con guiños y
besos Monroe las manchas de humedad, los dedos con sangre limpiados
en la muralla, las marcas de ese rouge violento cubierto con retazos
del jet set que rodeaba a la cantante. Así, mil Madonnas
revoloteaban a la luz cagada de moscas que amarilleaba la pieza,
reiteraciones de la misma imagen infinita, de todas formas, de todos
los tamaños, de todas las edades; la estrella volvía a revivir en
el terciopelo enamorado del ojo coliza. Hasta el final, cuando no
pudo levantarse, cuando el sida la tumbó en el colchón hediondo de
la cama. Lo único que pidió cuando estuvo en las despedidas fue
escuchar un cassette de Madonna y que le pusieran su foto en el
pecho.
Nemesio
Antúnez y Madonna
Seguramente
entonces, por allá en los años ochenta, cuando el arte corporal era
el boom de la cultura chilena. Cuando el cuerpo expuesto podía
representar y denunciar los atropellos de la dictadura. Quizás, en
ese alambrado marco cultura nadie hubiera imaginado que la metáfora
«LO QUE EL SIDA SE LLEVÓ» se coagularía en varios de los
personajes que participaron de aquella acción de arte en la calle
San Camilo. Un perdido reducto del travestismo prostibular que
desaparecía en Santiago.
La
intervención escenografíaba un homenaje, una estrellada nocturna
desplegada en el cemento sucio. Una parodia de Broadways en el barro
de la sodomía latinoamericana.
Las
estrellas, pintadas en positivo y negativo, reafirmaban la poética
del título de la acción «LO QUE EL SIDA SE LLEVÓ». El montaje
hollywoodense de los, focos y cámaras de filmación, las travestis
más bellas que nunca, engalanadas para la premier, posando a la
prensa alternativa, mostrando la silicona recién estrenada de sus
pechos. Todo el barrio deslumbrado por el fulgor de los flashes. Y
toda la resistencia cultural en dictadura, políticos artistas,
teóricos del arte, fotógrafos y camarógrafos sapeando la
performance de «Las Yeguas del Apocalipsis», que regaron de
estrellas el paseo comercial del sexo travesti.
Así,
el barrio pobre por una noche se soñó teatro chino y vereda
tropical del set cinematográfico. Un Malibú de latas donde el
universo de las divas se espejeaba en el cotidiano tercermundista.
Calle de espejos rotos, donde el espejismo enmarcado por las
estrellas del suelo, recogía la mascarada errante del puterío anal
santiaguino.
Allí
la Madonna fue la más fotografiada, no por bella, sino más bien por
la picardía tramposa de sus gestos. Por ese halo sentimental que
coronaba sus muecas, sus contorsiones de cuerpo mutante que se
reparte generoso a las llamaradas de los fotógrafos.
Fue la
única que se la creyó del todo estampando sus manos gruesas en la
cara del asfalto. La única que eligió a una camarógrafa mujer para
que la videara. La única que le posó desnuda bajo la ducha. Tal
como dios la echó al mundo, pero ocultando la vergüenza del miembro
entre las nalgas. El candado chino del mundo travesti, que simula una
vagina echándose el racimo para atrás. Una cirugía artesanal que a
simple vista convence, que pasa por la timidez femenina de los muslos
apretados. Pero a la larga, con tanto foco y calor, con ese narciso
tibio a las puertas del meollo, el truco se suelta como un elástico
nervioso, como un péndulo sorpresa que desborda la pose virginal,
quedando registrado en video el fraude quirúrgico de la diosa.
Pasó
el tiempo, vinieron los cambios políticos y la democracia organizó
la primera muestra oficial del arte negado por la dictadura. El Museo
Nacional de Bellas Artes y su repuesto director, Nemesio Antúnez,
dieron el vamos al Museo Abierto, una gran muestra plástica que
abarcaba todos los géneros, incluyendo la performance, la fotografía
y el video.
Una de
las salas del edificio se habilitó para exhibir las producciones de
los videístas, y fue numeroso el público que repletó el espacio de
libertad creativa propuesto por Nemesio Antúnez. La exposición no
tenía censura previa, por lo que la Madonna de San Camilo pasó
colada en el video «Casa Particular», que Gloria Camiruaga había
realizado con las «Yeguas del Apocalipsis» en la calle travesti.
Solamente a mediodía, cuando los colegios visitan los museos con su
algarabía revoltosa, en ese tiempo libre que la educación destina
al arte, una patrulla scout de niños ecológicos se instaló con su
jefe Daniel Boom en la sala de videos para culturizar sus prácticas
de salvataje. Y tras correr y correr las cintas testimoniales, las
películas lateras de los videistas que quieren ser cineastas, las
escenas intelectuales y narrativas del nuevo video pop, y tanto,
tanto sopor de los cabros chicos obligados a gozar el arte. En medio
de esa clase aburrida, la pantalla se ilumina con, el cuerpo desnudo
de la Madonna y estallan en aplausos los críos, sobre todo los más
grandecitos. Hasta el instructor Daniel Boom se puso lentes para
seguir el paneo de la cámara por el cuerpo depilado de la loca; su
perfil nativo, sus hombros helénicos, apretados en el gesto tímido
de la ninfa, sus pequeños pezones abultados al juntar los brazos. Y
los brazos, y su estómago plano donde la cámara resbala como en un
tobogán. Y todos acezantes, los péndex agarrándose sus tulitas
verdes. Los más grandecitos sofocados por la excitación de la
cámara bajando en silencio por esa piel del vientre. Los pantalones
cortos de los scouts levantando la carpa del marrueco, casi al mismo
tiempo que el ojo de la pantalla aterriza en los pastizales púbicos.
Todos en silencio, apretados de silencio, pegados a la imagen
recorriendo esa selva oscura, ese pliegue falso, esa hendidura de la
Madonna conteniendo el aliento, sujetándose la próstata entre las
nalgas, simulando una venus pudorosa para las bellas artes, para la
cámara que hurga intrusa sus partes pudendas. Entonces, el elástico
se suelta y un falo porfiado desborda la pantalla. Casi le pega en la
nariz al jefe de brigada. Y en un momento todo es risa y aplausos de
los péndex, todo es sorpresa cuando el desborde genital, de la
Madonna se convierte en un grito morse que escandalea la sala. Todo
es fiesta cuando la sala se repleta de otros escolares que visitaban
el museo, tocándose, jugando a los agarrones, viendo una y otra vez
la rápida metamorfosis, la repetición incansable del video
reiterado en la cinta. Todo es emergencia para los empleados del
museo tratando de cortar la película. Para el jefe de los scouts
gritando que pararan esa obscenidad, ese escándalo sin nombre para
los menores que se apretaban la guata riendo. Y una y otra vez el
miembro reventaba la imagen. Una y otra vez la Madonna mostrando el
truco, la verga travesti que campaneaba como un péndulo llamando a
todo el museo, haciendo que corrieran las secretarias y auxiliares
hasta la sala, provocando tanto despelote, tanto grito de los
profesores y del jefe scout tocando el pito, vociferando que cortaran
esa suciedad, que eso no era arte, eso era pornografía, pura mugre
libertina que desprestigiaba a la democracia. Que cómo el director,
el respetado Nemesio Antúnez, había permitido la exhibición. Que
alguien lo llamara para que se hiciera responsable del bochorno.
Porque sólo él podía dar la orden de parar la cinta. Entonces
llegó Nemesio, que nunca habla visto el video, y después de conocer
a la Madonna con su títere juguetón, dio orden de cortar la cinta.
Y dando disculpas, dijo que en ese caso era aplicable la censura.
Tal
vez la Madonna de San Camilo nunca supo del problema que le costó a
Nemesio Antúnez un, tirón de orejas del presidente. Nunca supo de
las canas verdes que le hizo salir a Nemesio asediado por los
periodistas preguntando: ¿Por qué la censura ahora que estamos en
democracia? Jamás supo que su inocente performance provocó una
serie de expulsiones de otros artistas destapados que habían pasado
piola. Además las críticas de la derecha, siempre dispuesta a
remoralizar cualquier desborde de la naciente democracia. La Madonna
nunca supo nada, ella estaba lejos del aparataje cultural cosiendo
sus encajes minifalderos para deslumbrar a su anónimo transeúnte.
Se pasaba las tardes pegando lentejuelas al ruedo vaporoso que
arrepollaba sus caderas. Probándose cada blonda en el vaivén de ir
a la esquina a comprar un cigarro suelto. Allí en el kiosco de
diarios, vio la noticia, y supo de la gira de Madonna por
Latinoamérica. Supo que vendría a Chile con un rebaño de Boeing
que cargarían la estruendosa superproducción de la cantante. Desde
entonces no habló de otra cosa. Voy a ser su amiga, decía cuando me
vea sabrá que nacimos una para la otra. Hasta es posible que hagamos
un show juntas, o me elija como su doble para las entrevistas. Y
tantas cosas que tiene que hacer cansada la pobrecita. Tantas giras,
tanto avión, tanto hombre siguiéndola después de los conciertos.
Yo sería como su amiga intima, su secretaria, su confidente que la
mandaría a dormir sin pastillas Un baño tibio con eucaliptus, una
agüita de toronjil, un masaje en los pies contándole mi vida, y al
final terminaríamos roncando juntas en su enorme cama de raso negro.
Quizás
si Madonna hubiera conocido tales sueños, si le hubiera llegado al
menos una de sus cartas, habría extendido su gira hasta este fin de
mundo. Pero los Boeing nunca atravesaron la cordillera, sólo
llegaron hasta Buenos Aires, donde el escándalo de la diva sacó
roncha en la moral transandina. Por eso los ecos de aquella actuación
motivaron la clausura de su show en Chile. Según las autoridades no
hubo censura, solamente que «no había auspiciadores para Madonna en
este país». Así todos supieron que detrás de esta blanca excusa
había operado la mano enguantada de la moral, desviando la comitiva
de la diosa sexy de regreso al primer mundo.
La
Madonna de San Camilo nunca se repuso del dolor causado por esta
frustración, y la sombra del sida se apoderó de sus ojeras
enterrándola en un agujero de fracasos. Desde ese momento, su escaso
pelo albino fue pelechando en una nevada de plumas que esparcía por
la vereda cuando patinaba sin ganas, cuando se paraba en los
tacoagujas toda desabrida, a medio pintar, sujetándose con la lengua
los dientes sueltos cuando preguntaba en la ventana de un auto:
¿Míster, yu lovrni?
Y así,
finalizando su espectáculo, cerró los ojos, como un cortinaje
pesado de rímel que cae en el estruendo los aplausos. El último
dance queda interrupto. Bruscamente cortada la respiración, el motor
del pecho es un auto sport detenido en la costanera francesa. La boca
entreabierta, apenas rosada por el plumaje del ocaso, es un beso
volando tras el lente que nunca imprimió la última copia de
Madonna, la última caricia de su mejilla damasco, apoyada en el
hombro salpicado de brillos que estrellan su noche lunar. Desmadejada
por dentro, la de cuerpo es tina sombra minifalda como un flaco favor
la contextura elástica de la diva. Nadie podría ser pareja de su
dancing, girando sola más allá de nuestros ojos, despidiéndose en
el aeropuerto quemada por los flashes, divinizada por tanta foto que
la descalza en las poses, como muñeca mecano que se reparte múltiple
hasta el infinito. Nadie podría alcanzarla, bajando la escalera en
retirada al campanazo de la medianoche, esparciendo sus tacoaltos en
los peldaños de plata. Fugándose prisionera de la farsa, huérfana
de sí misma y huérfana de la Monroe, que irónica en el cartel
original, retorna a las dos Madonnas al barrio sucio. Quizás el
único lugar donde pudieron encontrarse, compartiendo un chicle,
entonando alguna canción, o intercambiando secretos de tinturas para
el pelo.
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